“Sólo creo en el fuego”, dice una voz femenina que retumba en el escenario. “Estando yo misma en llamas enciendo a otros. Jamás muerte. Fuego y vida”. Son las mismas palabras que escribió en sus diarios Anaïs Nin, hace ya más de sesenta años, para dejar testimonio de la violenta pasión que sacudía su cuerpo y amenazaba con abrasar a todo aquel que se le acercase.
La actriz que hoy las repite es Ángela Palacios y junto a Carlos Martín-Peñasco está representando la obra que lleva por título esas palabras de Nin. Sólo creo en el fuego lleva en escena desde 2016 –en una gira que les ha llevado por teatros de Madrid, Barcelona, Pamplona, Valencia o Bilbao– dando vida a la relación tortuosa que la escritora mantuvo con Henry Miller. Las entradas llevan días agotadas para las seis sesiones en el Teatro Laboratorio de Barcelona y ya tienen confirmadas nuevas fechas en Pamplona (del 30 de octubre al 1 de noviembre estarán en la Escuela Navarra de Teatro). También prometen que volverán este 2021 a Madrid y a esta misma sala: el público lo reclama.
En un escenario inundado por el olor de incienso y el color rojo —con una cama que se parte en dos y se vuelve a juntar, una máquina de escribir de fondo y un suelo lleno de papeles— cobran vida los diarios de ella, las novelas de él y, sobre todo, la correspondencia que mantuvieron durante 20 años. Sólo creo en el fuego es un homenaje a una de los amores literarios más fascinantes del s. XX: Nin y Miller invirtieron el dictado bíblico y de la carne hicieron verbo; un verbo —más bien una multiplicidad delirante de ellos— que hoy nos siguen obsesionando.
“Eres una artista innata, con independencia del formato que elijas. Tienes una capacidad, por puro sentimiento que cautivará a tus lectores. Sólo debes tener cuidado con tu razón, tu inteligencia. No trates de dar soluciones. No sermonees. No saques conclusiones morales. No existe ninguna, de todos modos. No dudes. ¡Escribe!”. Esta es la primera carta que se recoge en el volumen Una pasión literaria (Siruela) —con un total de 250 misivas—, donde Miller anima a Anaïs Nin a seguir escribiendo —erigiéndose como precursor de lo que ahora se podría denominar coach literario—, y donde también le dice, por supuesto, cómo debe hacerlo. De hecho, Miller seguirá alentándola durante años, apremiándola constantemente a publicar los diarios que tanto miedo le daba exponer, no tanto por lo que decía en ellos, como por las consecuencias que sus palabras pudiesen tener sobre sus conocidos. Las exhortaciones sobre el talento literario también viajaban en sentido inverso, pues Nin estaba igualmente convencida de las capacidades de él: desde que se conocieron en 1931, durante un almuerzo casual en la periferia de París, le insistirá en casi toda su correspondencia para que complete y publique su primera novela, Trópico de Cáncer.
En ese primer encuentro, ella tenía 28 años y estaba casada con Hugh Parker Guiler y él, un estadounidense sin dinero y obsesionado con el sexo, estaba a punto de cumplir los 40. Pero quizá no tiene mucho sentido hablar de su edad o condición si atendemos al relato que crearon después: el momento será descrito por ambos como un enamoramiento instantáneo, basado en el fulgor físico, pero también porque los dos coincidieron en un instante vital en el que comenzaban a sentirse conmovidos por los sentimientos que la escritura despertaba en sí mismos. En realidad, eran ya escritores, pero más prometedores que consumados.
Al principio, su relación se fortaleció a través de la influencia que se ejercían mutuamente, y el crecimiento paralelo de sus universos literarios confería una dimensión trascendental a sus encuentros sexuales. “Quiero decirte algo”, le escribe Anaïs Nin a Miller solo un año después de conocerse, “con ellas sólo puedes tener conocimiento carnal, entre nosotros hay demasiada inteligencia, demasiada literatura, demasiada ilusión”. Muy poco después, rubricó esta idea en su diario: “la misma cosa que hace a Henry indestructible me hace indestructible a mí: en el fondo de nosotros hay un escritor, no un ser humano”.
Pero esto sirve sólo como resumen de los primeros meses de su relación. A partir de aquí comienza el grueso de su correspondencia y también la obra de teatro que se representa estos días en Teatro Laboratorio de Barcelona. Hora y media de peleas, reproches y tensión, ejecutadas con una intensidad que desborda las posibilidades que ofrece la sala. Sus creadores se conocieron en el grupo teatral de la Universidad de Navarra y cuando volvieron a coincidir, en el lugar donde ahora se escenifica esta obra, decidieron consolidarse como pareja artística, formando Los Prometidos.
En la descripción de Solo creo en el fuego puede leerse que se trata de “la materialización del sueño de dos amigos que comparten un amor incondicional por el teatro”. Y también por la pareja de escritores. “Henry Miller no sería el que es sin Anaïs, ni Anaïs sería quién es sin Henry. Él escribiría sobre ella más tarde: Anaïs fue y siempre será la única persona a la que pueda llamar mi alma fiel”, explicaba Martín-Peñasco sobre la obra en una entrevista de 2018, que junto a su admiración por Miller, también es consciente de la misoginia del autor que representa en escena y de la consecuente controversia generada por su obra.
Palacios, por su parte, afirma durante el espectáculo que los diarios de Anaïs Nin prácticamente le cambiaron la forma de mirar el mundo: “vivía su sexualidad con plena libertad y fue la primera mujer en publicar relatos sexuales con su nombre real”, relata en la misma entrevista. Pero lo que se ve sobre el escenario es más que una epifanía o simple veneración: “Queríamos mostrar la luz y oscuridad de los dos, no salvarlos”.
Intentar salvarlos, en realidad, sería una tarea absurda, pues ni ellos quisieron salvarse a sí mismos: hasta 1940 Henry Miller y Anaïs Nin trataron de vivir juntos en varias ocasiones, pero sus naturalezas resultaban incompatibles. Romper el vínculo que los unía era igualmente improbable: la atracción que sentían el uno por el otro era igual de grande que la fuerza que les repelía. Sin embargo, es precisamente esta relación contradictoria y exagerada, engrandecida por el pulso literario a través del que se expresaba, la que ha hecho que sus testimonios e intercambios epistolares parezcan hoy inagotables.
En los últimos tiempos ha habido un interés continuo y renovado por escarbar en los entresijos de su idilio: en 2020 nació, de hecho, otra representación que contaba sus vidas en estos años y que además incluía a June Mansfield, amante de ambos y que se acabaría convirtiendo en la esposa de Miller. La obra Taxi Girl, escrita por María Velasco y dirigida por Javier Giner, se afana más por contar la relación entre June y Anaïs, reivindicando que aquello no fue un triángulo amoroso o una relación de poliamor entre iguales: Henry, según esta versión, era más bien el hombre que se aprovechaba del dinero que tenían ellas.
Pero lo relevante es que ambas representaciones coinciden en mostrar su relación a partir de lo que ellos dejaron escrito. En ningún caso se pretende recrear los hechos vividos con rigor biográfico, atendiendo a criterios objetivos, sino que las obras se dedican a escenificar el mito que Miller y Nin hicieron de sí mismos. En el caso de Sólo creo en el fuego, esto tiene una parte buena y una parte mala: la buena es que permite que nos sumerjamos en el delirio erótico de sus escritos, incluso cuando éste se convertía en una batalla fanática entre los amantes; la mala es que, una vez en el teatro, con los cuerpos de los actores entonando su coreografía de arrebatos y escarnios, el espectador difícilmente puede conmoverse.
A pesar de lo brillante de las actuaciones de Palacios y Martín, una vez llevadas a escena, la correspondencia entre ambos deja de parecer fascinante para adquirir un tono inquietante. “Quiero intentar explicarte, Henry, que haces que las cosas sean tan inhumanas e irreales que poco tiempo después yo misma me siento arrastrada por ti, buscando en todas partes autenticidad y cordialidad”, le escribe Nin a Miller en 1937, enfadada por el trato que recibía, y de nuevo, esta será una de las frases que los actores repiten en el escenario como si se tratara de una conversación. “Repites una y otra vez que no necesitas a nadie, que te sientes bien solo, que disfrutas más sin mí, que eres independiente y autosuficiente. No solo sigues diciendo eso sin tener en cuenta su efecto sobre mí, sino que nunca haces un gesto o un ademán como un ser humano”.
Sólo creo en el fuego sobresale en los momentos de apartes metanarrativos, cuando los actores se alejan de las palabras de Nin y Miller y comentan e ironizan fuera de escena los excesos verbales que acaban de protagonizar. Se trata de un ejercicio dramático autoconsciente, que facilita al espectador el tomar una distancia reflexiva, evitando una lectura demasiado literal de los diarios y las cartas, y abriendo así la interpretación —tanto de la propia obra como de los textos de Nin y Miller— hacia nuevos horizontes.
En estos apartes, Palacios y Martín hablan de lo que supone para un escritor contar su propia vida en sus libros sin esconder nombres ni detalles; se ríen de ellos mismos como directores por la dramatización escogida y, sobre todo, discuten la propia relación entre los escritores, la tachan de intensa a ella y a él de obsesivo sexual. Con sus comentarios, rebajan y contextualizan las escenas que acaban de representar, y lo hacen de una forma lúcida y coherente con el texto original, en estrecha complicidad con un público que acaba de asistir al espectáculo de Nin y Miller que, como afirma el propio Carlos Martín, parecían ser bastante “insoportables de lunes a sábado”.
Además, este formato sirve de correctivo al espíritu de excepcionalidad con la que los escritores pretendieron infundir su relación desde el primero hasta el último día. “Mi querida Anaïs: ¿Qué son las despedidas sino saludos de tristeza? Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que, en la historia del hombre y de la mujer, haya existido un hombre y una mujer como tú”, se despedía Henry Miller en la última carta que le manda a la escritora. Aunque es prácticamente imposible representarlos de otra forma —la desmesura es constitutiva de los protagonistas—, al contraponer los personajes a sus propios excesos parece que podemos deshacernos de una parte del mito.
Sólo creo en el fuego finalmente resulta un ejercicio jugoso porque nos permite invertir el carácter aspiracional de ese ardor violento que todo lo arrasa: cuando la función termina, deseamos que ese fuego sea únicamente literatura.