Irene Escolar y Bárbara Lennie se escupen en 'Hermanas' y combaten en una guerra a lengua armada
“¿Pueden unas hermanas desearse mutuamente la muerte? Sí, somos ese tipo de hermanas”. ¿Y pueden escupirse en vez de hablarse, odiarse en vez de quererse, destrozarse en vez de construirse? La obra protagonizada por Bárbara Lennie e Irene Escolar en El Pavón Teatro Kamikaze de Madrid demuestra que sí. En Hermanas, estas dos salvajes de la interpretación no actúan, se enfrentan en un combate dialéctico, en una guerra a lengua armada con la que, en hora y media, se reprochan toda una vida.
Así de intenso, violento e incómodo es el punto de partida del texto escrito expresamente para las dos artistas españolas por Pascal Lambert, con el que la ganadora del Goya por su papel en Magical Girl ya había trabajado anteriormente en La clausura del amor. La pieza ha sido creada en paralelo para otras dos intérpretes francesas Audrey Bonnet y Marina Hands. La entraña es quien toma la palabra de cada ser que, desde el escenario y entre recorridos sulfurados por el patio de butacas, se vomitan toda la mierda que pueden a la cara.
Irene es la hermana pequeña de Bárbara, ambas comparten nombre con sus personajes, y acude a su lugar de trabajo cuando ésta se prepara para dar una importante conferencia. Periodista la primera y trabajadora social la segunda, entienden la vida de formas opuestas, y defienden con firmeza sus ideales, valores y enterezas. Los muchos años que llevan sin verse han dado para que los recuerdos de su infancia, que las marcó profunda e inevitablemente, hayan sido difuminados y cada una conserve una versión propia de los inicios de sus existencias.
La asistencia a la función implica una sacudida emocional que ni si quiera hace que el público se revuelva en el asiento, sino que desmonta e inyecta una tensión que inmoviliza a fuerza de rabia, malograda empatía y dolor. Sin importar el grado de angustia que implica asistir a semejante enfrentamiento, las entradas de Hermanas, que vio la luz en Sevilla antes de aterrizar en El Pavón Teatro Kamikaze desde el 10 de enero hasta el próximo 10 de febrero, se agotaron pocos días después del estreno en la capital.
Su único mes en cartel puede sorprender teniendo en cuenta la gran acogida recibida, pero no tanto teniendo en cuenta el desgaste físico y emocional que supone para estas dos mujeres que acuden cada noche a herirse sin medida.
Escolar y Lennie como voces de tantas familias
Las dos mujeres encargadas del arrojo de rencor son Bárbara Lennie (1984) e Irene Escolar (1988), ambas ganadoras del Goya. La segunda, quien también formó parte del elenco de Un enemigo del pueblo en el Kamikaze, prepara la serie Dime quién soy con Movistar+, adaptando la novela de Julia Navarro bajo las órdenes de Eduard Cortés (Merlí).
Lennie, por su parte, llega a este ring teatral después de un 2018 en el que ha participado en cuatro de las películas españolas más importantes del año: El reino (Rodrigo Sorogoyen), Todos lo saben (Asghar Farhadi), Petra (Jaime Rosales) y La enfermedad del domingo (Ramón Salazar).
Las dos actrices no habían trabajado juntas todavía, pero en Hermanas derrochan complicidad y todo lo contrario. Obligadas a odiarse y quererse a partes iguales, se dejan la piel echándose en cara no haber sido la favorita del padre, haberse ocupado de los cuidados de la madre y las rivalidades que las han unido y distanciado desde niñas. No disimulan los celos ni la envidia, porque están consumidas por un sufrimiento desvirtuado que les permite ser incisivas e hirientes.
Irene acude a Bárbara con una maleta en la mano para retar a su hermana en un ajuste de cuentas que quizás llega demasiado tarde, y en el que hay cabida hasta para acusarse mutuamente de haber deseado la muerte de la otra.
El problema es que ya no son las que correteaban por los pasillos de su casa. Han crecido, han intentado madurar, la menor se ha casado, se ha separado y todo ello vale para entender el mundo de forma aún más diferente, y dolorosamente opuesta.
Música que saca a relucir el amor
En medio de este bombardeo de reproches, en el que no siempre buscan ser escuchadas por la otra, sino sacar el dolor acumulado por el mero hecho de expresarlo, también hay espacio para el amor.
Para traer al presente algún recuerdo bueno, tierno y hasta divertido. Aunque la única muestra de hermandad la exhiben calladas, ambas con un casco del iPod de Irene en la oreja, mientras la música inunda el escenario y solo hay cabida para ver cómo con los ojos cerrados se mueven, por única vez, al ritmo de los mismos compases.
Saltan, giran sus cabezas, se despeinan y sudan. Mucho. El corazón del espectador sentirá que por fin podrá coger algo de aire, pero para entonces estará demasiado sometido a la barbarie de las protagonistas.
Una de las mayores virtudes de la obra es que no busca señalar quién tiene más razón en el enfrentamiento, comparar el desarrollo de sus vidas o la importancia de sus profesiones. Porque no es lo verdaderamente importante, y porque en el fondo ellas tampoco lo pretenden. La realidad de la que son testigo funciona de este modo, con competiciones en las que nunca habrá un ganador ni un mejor o peor parado.
Cada vez que una de ellas se hace con el turno de palabra espeta iracunda con tanta rabia, tanta necesidad de reivindicarse y tanta contundencia que parece que su compañera va a ser incapaz de contrarrestar los salvajes ataques. Pero pueden, devuelven los puñetazos verbales con torrentes de discurso.
Son dos supervivientes del dolor del pasado que tiñe su presente, que se quieren pero no saben si vivas, y que a la vez se necesitan. Ellas forman parte de un mismo todo, como si fueran dos versiones de una misma persona.
Determinadas por los vínculos que las marcaron, empujadas por el sentimiento de culpa y la necesidad de culpabilizar a la otra, cansadas de resignarse. Suspendidas por hilos de esperanza pero estancadas en el odio que pretende convertirse en amor, y en amor que aunque con voluntad de perdonarse, no consigue mitigar el odio.