Crítica

La danza del silencio y la luz de Mónica Valenciano

18 de septiembre de 2023 22:42 h

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En este solo de danza llamado El lugar de los pasos perdidos, con más de 60 años, Valenciano, con una simple fregona, unos pañuelos, un cable, un bocadillo, una silla y un vaso de leche es capaz de convocar toda la luz y la poética de su arte. Una luz crepuscular, de otro mundo donde el tiempo es abolido y reina el símbolo, la muerte y la metonimia.

Valenciano es una de las coreógrafas más relevantes desde que a finales de los años 80 iniciara periplo con Aupa (1987). La formación de su compañía, El Bailadero, en los años 90 y su serie de piezas nominadas Disparates son ya parte de la historia de la danza contemporánea española. Su influencia en bailarinas y coreógrafas como Raquel Sánchez, Amalia Fernández, Lola Jiménez, Estela Joves, Nines Martín o Tania Arias ha definido e impulsado muchos caminos posteriores. Esta coreógrafa, también poeta y dibujante, recibió el Premio Nacional de Danza en 2012. Hace cinco años estrenó su anterior pieza, Imprenta Acústica en (14 borrones) .. De una aparición, después de una larga residencia auspiciada por el Centro de Artes Vivas de Matadero con Mateo Feijóo a la cabeza, en la que se generó una película documental dirigida por Manuel Fernández Valdés titulada He venido a leer la noche.

Pero nada de esto explica, más bien distorsiona, el camino solitario, arduo y sin apoyo institucional alguno por el que Valenciano ha tenido que arrastrarse para salvaguardar una de las danzas más puras de este país. Esta artista crea desde el margen, abomina de la sociedad del espectáculo y sus normas de producción rápida y su dictadura de la exhibición. Y eso se paga. Esta pieza, que surge gracias al apoyo de lugares independientes como L’Animal a l’esquena, A casa vella o la sala viguesa Ensalle, es fiel reflejo de ello. Pero si bien El lugar de los pasos perdidos es un tremendo golpe en la mesa, una llamada de atención como pocas sobre la situación de la danza en España, también es muchas cosas más.

Ante todo, la pieza es una síntesis del movimiento de esta bailarina canaria. Valenciano traslada el proceder del pensamiento al cuerpo, piensa con él, busca, pregunta y construye una dialéctica libre y abierta a la asociación inesperada. Su baile es como la escritura automática de los surrealistas. Por eso, es una danza fragmentada, a trozos, llena de interrupciones. Pero, al mismo tiempo, Valenciano despliega una danza sin peso, que tiene voluntad de trascender, que busca la luz aunque luego acabe en retorcimiento, grito, soledad y tristeza. Todo esto está en El lugar de los pasos perdidos, donde la coreógrafa busca ese lugar perdido donde sea posible rencontrar un sentir primigenio anterior al predominio de la razón. La pieza es un intento de reconquistar ese espacio, ese paraíso perdido donde el ser humano puede ver más allá, entrever las raíces y conexiones profundas ya olvidadas.

Valenciano, al hablar de la pieza para este periódico, no deja de citar el libro de María Zambrano Claros del bosque y define su trabajo como un ejercicio “de desaparición” para “buscar los pasos perdidos de todos, dónde están las ausencias, cuántas renuncias nos definen, de qué hablan los muertos, con qué sueñan. Se trata de escarbar y escarbar y de repente poder ver, como cuando un rayo rompe el cielo en la noche e ilumina todo el bosque”, explica.

La pieza comienza con el humor tan característico de esta artista, afilado, lleno de ironía. Valenciano transita la escena como si fuese su propia sala de ensayos. Son los objetos cotidianos quien la van llevando, una fregona, unos pañuelos, un bocadillo… Pero, poco a poco, esos objetos van transfigurándose, acumulando otros significados. Valenciano moja los pañuelos en leche y los tiende en un cable suspendido entre dos sillas. El pañuelo es soledad, son lágrimas, pero también es un sudario o el símbolo de la sed inagotable del ser humano cuando la bailarina lo exprime y la leche cae en su boca. En cierto modo, es esta primera parte una apertura a su universo y también una reivindicación de un arte pobre y apegado a los objetos cotidianos.

La segunda parte de la pieza es de puro baile. Los ojos pintados de negro, los ojos que traspasan y un cuerpo que comienza a convocar, a hilar pensamientos en el espacio. Un baile de escasos veinte minutos donde los mundos que han servido a esta bailarina para componer un lenguaje propio comienzan a surgir: la tauromaquia, el flamenco, el boxeo, la danza clásica, el tai chi o el universo alucinado del mejor Goya. Son 20 minutos de un baile decantado, llevado a su esencia, donde vemos a una bailarina transitar por ese otro mundo lleno de memoria, pérdida, renuncia y esperanza. 20 minutos de un baile de una enorme intensidad emocional que tiene la fuerza crepuscular de los testamentos.

En la última parte de la pieza Valenciano cantará jondo, invocará a los muertos y ahuyentará al tiempo. Transfigurará las lágrimas del pañuelo en llama prendiéndoles fuego; y el bocadillo, que antes sostenía en la boca como un perro sostiene la limosna que le da su amo, en antorcha. La coreógrafa ilumina el espacio con una luz compuesta de la condena del ser humano a ganarse el pan y de la más pura tristeza. Así, apoyada en esa luz nigromántica, Valenciano saldrá del espacio arrastrando las sillas que han quedado enganchadas al cable que lleva atado a su tobillo. Continúa la pieza en la calle, Valenciano recorre las calles de Madrid como una penitente que arrastra objetos que son memoria, fracasos, pena y muerte. La imagen es de un gran poder evocador. Al final, la artista retornará al escenario y recogerá con humildad el aplauso entregado de una sala a rebosar, de un público que la lleva siguiendo y admirando años y agradece.

El estreno ha tenido lugar dentro del festival IDEM de La Casa Encendida, que lleva años trabajando con acierto la escena experimental y haciendo especial hincapié en la diversidad y el compromiso social de los trabajos. Así esta semana se pudo ver una performance de la artista chileno-mexicana Amanda Piña, 50 mujeres celebraron un ritual en torno al agua por las calles del barrio de Lavapiés que acabó junto a la fuente de Cabestreros, el único monumento erigido por la Segunda República Española que sobrevivió al Régimen Franquista, una acción cargada de significación política centrada en los conceptos de frontera, migración y colonialismo. Este festival, al mismo tiempo que ha sido capaz de introducir figuras hoy centrales del teatro europeo como Milo Rau, también otorga especial atención a las artes escénicas africanas. Un ejemplo de ello es la participación del bailarín camerunés Zora Snake con su pieza Le départ este próximo viernes.

Pero será difícil de olvidar el paso de Valenciano por este festival. Valenciano es a la danza lo que la compañía La Zaranda es al teatro. Un milagro. Valenciano es Juan Sánchez, el primer director de La Zaranda fallecido ya hace diez años, reencarnado. Como Sánchez fue, a su vez, la reencarnación del artista polaco Tadeusz Kantor. Valenciano es portadora de ese arte sagrado que si bien el público sabe cómo cuidar, las instituciones desdeñan, olvidan voluntariamente porque no vende nada, porque es una llamada a la libertad primigenia antes de que el ser humano acabase yendo al “cieno de números y leyes, a los juegos sin arte, a sudores sin fruto”. La pieza podrá verse el 14 de octubre Tea de Tenerife Espacio de las Artes.