Lo bautizaron como Fringe porque fue la propuesta más brillante que se ha gestado desde el despecho. Ocurría en 1948, cuando el festival internacional de teatro de Edimburgo se dejó a ocho compañías en el tintero de su programación. Éstas, que no eran alternativas de guerrilla, decidieron escupir sobre la corrección artística de la cita oficial y representar sus variedades en plena Royal Mile. El periodista escocés Robert Kemp las definió como el otro lado de la orilla, donde los marginados no se someten a los caprichos de las grandes salas. Las calles de la capital acogieron esta batalla ideológica contra la alta cultura, aunque el Fringe fuese una criatura bicéfala, entre clásica y experimental.
Lo que comenzó como una respuesta polémica, se ha convertido muchos años después en el caldo de cultivo perfecto para la escena otoñal del Reino Unido. Los talent scout de West End -el Broadway londinense- se pasean entre la brisa veraniega para pescar a los protagonistas de la próxima temporada teatral y repartir boletos ganadores. No será por falta de catálogo. Las arterias del centro de Edimburgo se llenan con más de 50.459 representaciones que bailan entre la tragedia griega y la danza contemporánea, pasando por el stand up cómico, la acrobacia o el famoso cubo de los discursos.
Las compañías están contentas porque se dan cita sin esfuerzo con los peces gordos de la industria teatral británica, y la capital recibe unos beneficios millonarios que se suman al bote del turismo estival. Con tal verbena de cifras, lo normal es que el festival se haya importado a otras ciudades como Nueva York, Quebec, Dubín o Madrid.
La cita de Madrid ha mostrado sus diferencias desde la primera edición con su mastodóntico referente. El espíritu fringe es anárquico y espontáneo, mientras que su equivalente español ha derivado desde 2012 hacia un evento público al uso. Fringe aterrizó en la capital en un momento de ahogo cultural y su apuesta por las artes escénicas minoritarias supuso un movimiento heroico desde el sector. El 21% de IVA ya había condenado a cinco millones de espectadores a las veladas de sofá, manta y película en streaming, y las salas convencionales perdieron una cuarta parte de su público.
La iniciativa partió del entonces director del Teatro Español, Natalio Grueso, y trasladó sus costes al Ayuntamiento de Madrid a través de la empresa municipal Madrid Destino. “Un comité artístico estudiará los proyectos y durante el mes de mayo anunciaremos los creadores y compañías que formarán parte de la programación”, anunciaban desde su página web. En sus cuatro ediciones pasadas se han presentado una media de 500 propuestas, a excepción de este último año, que han sido 800. He aquí la primera diferencia del festival, que ha optado por “aumentar el caché” de su programación y seleccionar menos compañías para dotarlas de un lote más jugoso.
Contra la precariedad teatral
Dejar fuera a más de 750 proyectos, ¿no fomenta el elitismo? Sus organizadores artísticos, José Manuel Mora y Marion Betriu lo tienen claro. “Con 10 obras al día el público terminaba saturado, no podía asumir esa cantidad de estímulos”, admiten en una entrevista con este diario. Fue entonces cuando decidieron que, en vez de bonificar con 600 euros a las obras seleccionadas, reducirían el cartel y les compensarían con un mínimo de 3.000 euros a cada una. “Antes nos acusaban de fomentar la precariedad y ahora, como resulta evidente, las compañías que no han sido escogidas mostrarán su descontento”.
Este año, además, se cuenta con un presupuesto superior al de los anteriores que roza los 250.000 euros. El dinero proviene de las arcas públicas y es repartido entre las 23 compañías en función de los criterios del comité artístico. Sus cinco miembros estudian el millar de propuestas y, además del palmarés, destacan siete proyectos que serán beneficiados con ayudas adicionales a la creación. Aparte de la dotación mínima garantizada (los 3.000 euros que apuntábamos), recibirán el 90% de los ingresos en la taquilla menos el IVA, los gastos de gestión y los derechos de propiedad intelectual.
Y es aquí donde descubrimos los otros dos grandes rasgos distintivos del evento. El Frinje local se celebra de puertas adentro, en el recinto de Matadero, y no en las calles. Y también se cobrará hasta un máximo de 12 euros por cada una de las obras en escena. En Escocia se lleva el sistema del cobro en gorra, el de la generosidad del transeúnte. Aunque en las anteriores ediciones se ofrecía en Madrid una suerte de abonos para abaratar el precio, como ocurre en el Fira Tárrega, este año han anulado estas bonificaciones. “El reducido número de espectáculos y la escasa venta de abonos anteriores, nos ha llevado a tomar esta decisión”.
Ya es un hecho. Madrid solo comparte el nombre con el Fringe de Edimburgo -y tampoco desde que cambiasen la g por la j en honor a Juan Ramón Jiménez-. “Es verdad que el festival comenzó como un caldo de cultivo donde cabían muchas propuestas, pero ahora hemos tomado un perfil más independiente”, repasan desde el comisariado artístico. “Heredó el nombre, pero ha ido mutando. Se adapta al panorama de la ciudad a través de un precario equilibrio”, reconocen Mora y Betriu.
El festival descabezado
El festival Frinje ha sido la niña mimada de todos los directores del Teatro Español, desde Natalio Grueso hasta Juan Carlos Pérez de la Fuente. De hecho, uno de los lamentos más sonados de este último, tras ser cesado por el Ayuntamiento de Ahora Madrid, fue que le apartasen de su programación. Los actuales organizadores no reconocen, sin embargo, una dificultad extra en que su institución madre esté descabezada. “Todos los directores han enriquecido el festival, pero hemos podido actuar con autonomía sobre las propuestas”, conceden desde Frinje.
Esto no significa que el director del Español sea un mero mecenas institucional, pues Pérez de la Fuente fue el que decidió meter la tijera en la programación. Los más críticos afirman que esta reducción influye a los programadores a la hora de seleccionar las obras para sus salas. Ante menos oferta, menos contrataciones. “Esto no es cierto, de hecho muchos de los espectáculos han tenido un pase directo a los premios Max revelación y otras han estado de gira por el mundo”, defienden Mora y Betriu.
“El formato se ha ido consolidando, la gente tiene más ganas de participar y los programadores están más atentos”, dicen optimistas ante esta nueva edición. Obras como Danzad malditos o Los nadadores nocturnos no se entienden sin el espíritu del festival, sostienen, porque fue el primer apoyo estructural que potenció su apuesta. La reducción a 17 días -empezó siendo un mes- también ha sido una medida para facilitar el trabajo a los cazatalentos. “Los programadores no asisten a un festival porque haya ochenta cosas, sino porque saben que hay una calidad”, concluyen. Lo que es seguro es que las 23 obras seleccionadas se ciñen al espíritu social y político que ha sido siempre el reclamo para los visitantes.
Escocia y el problema del dinero
Pero no todo es orégano en los montes de Edimburgo, pues las medidas económicas que ha tomado el festival en los últimos años también han sembrado la controversia. Muchos se espantaron cuando decidieron establecer una cuota de matriculación para los participantes de 300 libras. Así ha surgido la alternativa de la alternativa: los establecimientos que ofrecen alquileres gratuitos para que los artistas exhiban su producción. Además, los más puristas del Fringe se quejan de que no ha sabido manejar la cantidad astronómica de dinero que genera -85 millones de euros al año- y se haya cubierto de presencia corporativa.
Otros, sin embargo, consideran la matrícula una inversión por la alta probabilidad de ser fichados por los grandes sellos teatrales de Reino Unido. “Durante tres semanas al año Edimburgo se convierte en el lugar en donde se puede encontrar a la industria teatral británica en masa, donde esos encuentros y citas que cuesta tanto concertar a lo largo del año consiguen materializarse como por arte de magia, y donde los montajes que nadie pudo ver por falta de tiempo despiertan de pronto el interés de los programadores”, escribían en el artículo El coste de presentarse en el Fringe: Los artistas muestras sus cuentas, de The Guardian.
Tanto en el formato escocés como en el castizo, el Fring(j)e sigue siendo amable con la disciplina más azotada por la crisis y el desinterés del público. Un cariño que se devuelve con muestras vivas y mordaces para dar un remojón de arte al verano de las capitales