Francisco Nieva, furioso y empoderado, ha vuelto
“Nieva es un Valle-Inclán luminoso”, así describe Rakel Camacho, directora de la obra, al autor que se ha atrevido a montar a tumba abierta. Se trata de Coronada y el toro, una astracanada simbolista tan popular como trascendente y redentora. El autor, nada menos que Francisco Nieva, uno de los autores menos y peor representados de todo el teatro contemporáneo español. Un autor encumbrado, estudiado en los libros de textos de los institutos, en las escuelas de teatro y en los estudios universitarios. Algo que parece haberlo momificado más que acercado al público. El montaje, que se ha estrenado en las Naves del Matadero de Madrid, consigue restituir la fuerza de su teatro vanguardista y antiburgués; y, por primera vez, lo traslada a escena con una poderosa estética y universo gay presente en sus obras y tantos años obviada, ensombrecida o, en algunos tristes casos, incluso ridiculizada.
Son las fiestas de Farolillo de San Blas. El teatro se convierte en plaza, huele a pólvora, vino y cocaína. Todos esperan la llegada del toro. Nunca llegará. En cambio, llegará un alter ego del Nieva de 50 años que escribió esta obra en 1974, llegará el Hombre Monja (Jorge Kent) con barba y plataformas, un verdadero travesti de la Orden Entreverada investido “doctora caminante y Magdaleno selvático” nada menos que en Roma, para salvar a una sociedad asentada en un machismo y una violencia feroz, represora y estática. Un sonido ensordecedor y amalgamado abre la escena. Un ruido hecho de las músicas de las fiestas populares de toda España que se alarga, “quería así entrar en el teatro furioso de Nieva, invocar a las furias del viento, como él decía, que van en diferentes direcciones y no sabes dónde te van a llevar, quería introducir al público en un trance”, afirma Camacho.
Ahí entrará en tropel todo el elenco, desbordando el espacio, corriendo y gritando. Son pueblo, son sus fiestas. Corre y bebe vino el alcalde Zebedeo (enorme Chani Martín), corre desgañitada su hermana Coronada (Nerea Moreno que es carne arrebatada), corre desbocado el torero Marauña (estupendo Pedro Ángel Roca), corre culón y orgiástico el párroco don Cerezo (un juglaresco y medieval Juanfra Juárez), corre todo el pueblo. Y dice Zebedeo: “Han llegado los festejos de Farolillo de San Blas, pueblo sangrío y de buena cepa, del que soy alcalde perpetuo y por mi voluntad popular”. Así, comienza la primera parte de esta obra donde en el público resonarán ecos de la crítica mordaz del Berlanga de Los jueves, milagro, de las alucinaciones rurales del Amanece que no es poco de José Luis Cuerda o del surrealismo castellano de la Viridiana de Buñuel.
Violentar el lenguaje
Entramos en el universo Nieva, la chufla al statu quo, la mirada sin piedad y al mismo tiempo llena de dignidad sobre el pueblo llano, y ese lenguaje que se desborda a sí mismo. Un castellano rico, de raíces populares pero condensado hasta la mística de la gramática, hay que “violentar el lenguaje para que se pongan de manifiesto sus escondidas posibilidades”, decía el propio Nieva. Todo esto está en el montaje. Camacho consigue con una actuación enérgica y corporal, nada psicologista ni realista, que el texto de Nieva resuene. Es fácil decirlo, muy difícil hacerlo. El teatro furioso de Nieva no es un teatro tradicional. Ni en el planteamiento del espacio escénico ni en la palabra, de una altura poética tan clásica como callejera. “Hay una simbiosis, una unión entre lo antiguo, lo clásico, lo contemporáneo y lo popular que es acojonante. Y yo creo que eso es fundamental en Nieva y es también con lo que más conecto. Tratar de eliminar barreras entre esos dos mundos. Ver cómo poder fundirlos. El lenguaje más elevado, más erudito, la palabra más especializada, el discurso más sublime, con el más bajo instinto. Y que eso esté en comunicación”, razona la directora. Una primera parte en estado de gracia, que acabará con Zebedeo invitando a todo el pueblo a rayas en un auto de choque y con un baile ritual y poderoso, la jota de las tinieblas. Pura España atávica y actual.
La obra, en su segunda parte, se vuelve casi imposible de representar. La acción salta de lugar constantemente. Coronada ha escondido el toro en su piso, por el cementerio corren niños que hacen de vientre y ríen, por la noche vemos a la gitana del pueblo, la Mairena (Eva Caballero), saltar por los tejados, Zebedeo clama venganza en la noche. Todo se vuelve oscuro, el pueblo busca al toro perdido. En casa de Coronada, el Hombre Monja, junto a unas compañeras revolucionarias, las Melgas, y ese torero condenado a perpetuidad, Marauña, ejercen su ritual orgiástico. Y si bien Camacho resuelve con brío y brillantez ciertas escenas como la orgía, una fiesta con churros y chocolate de lo más española y escatológica, el montaje no consigue la claridad de tiempo, espacio y acción que puedan hacer que el público siga la obra.
Ese es el anatema del teatro de Nieva. Su libertad, su capacidad de mezclar géneros, de estar al mismo tiempo en un teatro simbólico, pero marcar situaciones dispares y cambios de tiempo y espacio difíciles de llevar a escena. “Si vas a hacer un teatro en el que no te arriesgas y estás ahí simplemente por hacer, sin tratar de trascender nada, a mí esa profesión dejará de interesarme” reacciona Camacho. “Hay que pararse a entender a Nieva, y no solo entender, sino conectar muy bien con su universo. En la forma está el contenido. Él plantea un lugar costumbrista en la primera parte del que la protagonista, Coronada, quiere huir porque ahí se ahoga. Con la llegada del Hombre Monja llega una salvación, una manera distinta de entender la vida, ahí hay que anular el costumbrismo y hacer presente la carne, la resurrección de la carne que plantea el autor. Es otro mundo, está en otra realidad donde además la tragedia se vuelve salvación. Nieva era nietzscheano hasta la médula y hasta ahí hemos caminado con todas las consecuencias”, argumenta esta directora.
Nieva empoderado
El montaje está lleno de alicientes. Uno de ellos es el equipo técnico. Las luces de Baltasar Patiño ayudan a transitar ambientes. El espacio de José Luis Raymond que es al mismo tiempo plaza de pueblo y de toros, con un suelo que recuerda en el trazo a Goya y simboliza los rastros que deja el toro cuando lo llevan muerto; y el vestuario de Ikerne Giménez entre el pasado, lo paleto y el kitsch, consiguen un viaje inmersivo en una España que se reconoce a la primera. Pero quizá el gran acierto del montaje es cómo se aborda sin tapujos la carnalidad y la homosexualidad del teatro de Nieva.
A Francisco Nieva se le ha representado muy poco. Y cuando se ha hecho, la incapacidad y limitaciones de la dirección de escena del momento no supieron dejar ver la potencia desbordante de su concepción teatral. Incluso cuando Nieva dirigió esta misma obra en el año 1992 en el Centro Dramático Nacional, la cosa no llegó a eclosionar. “No todo autor, aunque sea de la calidad y potencia de Nieva, tiene que saber dirigir”, acota Camacho. Sin embargo, la apuesta de la directora ha conseguido desempolvar y hacer brillar el mensaje subversivo del teatro de Nieva y, algo inédito hasta ahora, ha dado a su teatro una visión de género y una carnalidad liberadora. No hay nada más que ver la sexualidad que se insufla desde la dirección a los parlamentos de Coronada y del Hombre Monja. Y, además, ciertas decisiones durante la obra, como hacer que el alcalde Zebedeo miccione sobre el Hombre Monja antes de echarle del pueblo, inciden en el gran abismo que sufrió Nieva en su tiempo. Ese acto de humillación homófoba y brutal, además, une la obra con una realidad bien presente en la España actual.
Decía Nieva: “Mi problema consiste en la utopía de querer triunfante a mi pueblo, a todo mi pueblo. Tanto me atraen las fuerzas reprimidas de este país que me gustaría escribir en algarabía morisca, si pudiera y se me entendiera, con palabras de fuego y humo, de todos los equivocados 'según la ley', de la 'forma que se quiso dar España'. Tanta forma se quiso dar que negó la novedad del espíritu hasta llegar a dudar inquisitorialmente de sus místicos, por si sus arrebatos se salían de la cuadrícula de los buenos sentimientos. Y efectivamente, se salían. Nuestro destino de nación ha sido demasiado testarudo”. No es baladí el posicionamiento sexual de Nieva, de él surge su visión del hombre, su moral y ética, y toda su reflexión sobre España.
“Es evidente que el teatro de Nieva es gay. Era antiacadémico, un autodidacta libre que fue buscando su camino como pudo en el teatro, buscando esa trama secreta de la que él habla. Era una persona de una erudición tremenda, pero también de una gran feminidad, nunca estuvo a gusto con el sitio que le dieron”, explica Camacho que con este montaje ha conseguido bajar del pedestal de los grandes hombres a un Nieva que siempre quiso estar más cerca de la vanguardia, de ese arte que no está hecho para las librerías sino para juntarse con la vida. Este Coronada nos acerca a ese Nieva que en unos fríos años 40 de posguerra y triunfalismo ensordecedor creó el postismo en el antiguo Café Castilla de Madrid junto a Carlos Edmundo de Ory y Eduardo Chicharro, a ese Nieva que se enfrentó con la Juventud Creadora de Falange Española y que entraba a gatas en el Café Gijón para reventar sus actos vestido con blusas fantasiosas dibujadas por él mismo y haciendo alarde de gestos sexuales con su amigo Ory. Al Nieva, en definitiva, que si bien se codeó con la vanguardia europea en París cuando salió disparado del páramo en el que se había convertido España, si bien conoció a Beckett, Ionesco o a pintores como Jean Arp, el libro que le cambiaría la vida no fue otro que Notre-Dame des Fleurs, de Jean Genet, la sacrosanta biblia de todo el movimiento gay de Saint-Germain-de-Prés, primero, y de toda la intelectualidad y estética gay pre Almodóvar en este país capitaneada por creadores como Adolfo Arrieta.
Carlos Edmundo de Ory, uno de los grandes poetas del siglo XX de España, tiene una estatua en el hermoso paseo de la Alameda Apodaca de Cádiz. Entre ficus centenarios, araucarias y laureles de indias, al borde del mar, puedes encontrar un pedestal vacío, con tan solo unas huellas en su base. El poeta no está. Pero si giras la cabeza, puedes verle entre los árboles, corriendo, escapándose de honores y alturas. Es el gran homenaje de la ciudad a su poeta. Pero para eso hay que ser de Cádiz. Si eres de Valdepeñas, como su amigo y compañero postista, Francisco Nieva, la cosa es distinta. Podrán hacerte académico de la lengua, Premio Nacional de Literatura, incluso darte el premio Príncipe de Asturias, como hicieron con el autor manchego, pero otra cosa es que te entiendan. La historia de Nieva es exactamente esa, la de una incomprensión. Algo que este estreno parece haber comenzado a cambiar.
Quizá uno de los más pertinentes proyectos acometidos por el teatro público de nuestro país esta temporada es este Coronada y el toro. Un teatro que ya lleva varios aciertos esta temporada como La voluntad de creer de Pablo Messiez, el París 1940 de Flotats, la estupenda Carnación de Rocío Molina o la obra todavía en cartel Don Ramón María del Valle-Inclán de Xavier Albertí con un asombroso Pedro Casablanc, que hace lo que quiere sobre las tablas hasta el 9 de abril en el Teatro Español y a partir del 14 en el Teatre de Lloret de Girona. Coronada está hasta el 15 de abril en cartel. Por otro lado, hasta el 30 de abril en el propio Teatro Español, se encuentra la exposición Teatro del privado horror, con estupendos dibujos de Nieva de su Cuaderno romántico.
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