Crítica

José Sacristán borda su primer encuentro con Juan Mayorga en 'La colección'

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La colección supone, ante todo, un placer. Un placer inmenso como espectador. Poder ver en escena a José Sacristán, con sus 86 años, dando una lección de interpretación y admirar la fuerza de Ana Marzoa, otra de las grandes, no es algo que pase todos los días. Además, ambos es la primera vez que trabajan con Mayorga, y ambos están enormes. Por momentos la capilla del Teatro de la Abadía se convierte en una cátedra de interpretación donde estos dos grandes actores consiguen dar vida a uno de los textos más complicados, por densidad y carga filosófica, de Juan Mayorga.

La historia es la de un reclutamiento. Héctor (Sacristán) y Berna (Marzoa) son dos grandes coleccionistas ya viejos. No tienen hijos y quieren legar la colección a la que han dedicado sus vidas a alguien que pueda merecerla y cuidarla. Llaman a una joven coleccionista, Susana (Zaira Montes) para que venga a su casa y poder examinarla. Ignacio Jiménez interpretará al joven ayudante de la pareja. 

Pero el texto de Mayorga, estructurado en diálogos de a dos, es gnóstico. La colección no es una acumulación de bellos objetos y obras de arte que el coleccionista quiere detentar para contemplar o para poseer, sino que la colección lo es todo, es una especie de religión. Bebe Mayorga en el pensador alemán Walter Benjamin, fundamental en la formación como filósofo y dramaturgo del madrileño, en obras como el Libro de los pasajes o Desembalo mi biblioteca: el arte de coleccionar. Dice Hannah Arendt que para Benjamin “el coleccionismo es la redención de las cosas, lo cual complementa la redención del hombre”. La obra de Mayorga indaga en eso mismo, los personajes de Héctor y Berna han intentado crear con esa colección un modo de salvarse, de conocerse a sí mismos. 

Suspense metafísico

Ese es el fondo de la obra que Mayorga, como en otras ocasiones, viste de thriller de suspense. El espectador tiene que ir descubriendo quiénes son esos personajes, cuáles son sus motivaciones. Se trata de crear una expectación impaciente en el espectador. Mayorga apuesta por dos estrategias y un macguffin para alcanzar esa expectación. La primera apuesta es la composición de los personajes, sobre todo de la pareja interpretada por Sacristán y Marzoa. Aquí la obra sale victoriosa. Sacristán compone un Héctor frágil, lleno de vida, a través de gestos pequeños que el actor va distribuyendo con maestría como si fuera cayendo un velo hasta que lo muestra nítido, desnudo ante el espectador. Algo que se decanta cuando, al final de la obra, le vemos contemplar una colección pequeña que ha desarrollado en secreto. Una colección de fotografías de boxeadores en el momento de caer, una colección de fracasos. Marzoa, a su vez compone a Berna, más resuelta, pragmática, llena de fuerza, resolución pura que sirve como contrapunto y que la actriz argentina llena de presencia escénica. 

La segunda estrategia es el calado poético y metafísico del texto. Hablan los personajes todo el rato de la colección. La acción se desarrolla en el archivo que precede a la entrada de la misma, un archivo que llaman “la caverna”, adentrándose así en un mundo de raigambre platónica, en una trascendencia que siempre se escapa, que no puede decirse, apresarse. Del mismo modo la colección nunca está acabada, muta de significado cada vez que se añade una obra o se quita otra. Esa colección se convierte en una especie de logos, de fuerza centrípeta que todo abarca y todo succiona, donde Héctor y Berna son dos monjes que buscan su salvación.

El texto es de una densidad abrumadora. En él resuenan el pensamiento de Jean Braudillard, El Museo Imaginario de Andres Malraux y su concepción de la metamorfosis de la obra de arte frente al tiempo y frente al encuentro con otras obras de arte, el mejor Cortázar de Instrucciones para dar cuerda a un reloj, o la relación íntima con el objeto de uno de los grandes pensadores españoles del coleccionismo como Gómez de la Serna. 

El espectador, a su vez, va esforzándose por entender, por unir las piezas de ese rompecabezas que, poco a poco, se va exponiendo ante sus ojos. Se vuelve en cierto modo un investigador, al igual que la pretendiente a heredera Zaira Montes, que se pasa la noche en vela abriendo esas cajas que contienen la historia de cada pieza de la colección. Una búsqueda hercúlea ya que las piezas y las relaciones entre ellas van componiendo un atlas inabarcable. Entre esas piezas habrá una, “Guimaraes 5.8.1.”, que contendrá un misterio por resolver, un puro macguffin cinematográfico que hará que la pieza se precipite hacia su final. 

Mayorga, después de dos piezas que coqueteaban con la comedia, Amistad y María Luisa, ha vuelto al centro neurálgico de su escritura. Resuenan en esta pieza obras suyas anteriores como El Cartógrafo (2017) e incluso El golem (2022). Una vuelta en la que ahora, como director de La Abadía, ha puesto toda la carne en el asador. Su mejor escritura, la buena mano de un iluminador como Cornejo que convierte el techo de la capilla de la Abadía en un ojo hacedor que todo lo contempla, y dos grandísimos actores en estado de gracia, de una sabiduría escénica difícil de contemplar.  

Una pequeña anécdota teatral. En el estreno, lleno de gente de la profesión y políticos de la cultura, Sacristán fue sorteando las normales toses en un mes de marzo del respetable. En un momento, al comienzo de un texto, una breve tos resuena, ahí Sacristán para, y con un gesto de la mano retrasa, sin que se note, de manera natural, sin hacer agravio, para recomenzar de nuevo y que pueda oírse y llegar todo el parlamento con claridad. 

Además, Mayorga dirige la obra. En anteriores ocasiones, como en María Luisa, quedó en entredicho esta faceta del autor madrileño. En esta ocasión el trabajo se sostiene. La obra, tiene un tiempo pretendido, huye del dinamismo y del “todo se mueve” de la dirección escénica actual y deja que el actor y la palabra cojan peso. 

La pieza tiene un final hermoso con un texto que van diciendo al alimón Marzoa y Sacristán. Hermoso el texto y el momento de poder ver a estos dos grandes actores, a día de hoy, ahí subidos. Sacristán interpretó su primera obra en 1958, Marzoa en 1972. Marzoa lo fue todo en el teatro de los ochenta y noventa. Afortunadamente, en los últimos años la hemos podido ver más en montajes como el Divinas palabras, en 2019 en el Centro Dramático Nacional, o en Celebración en el Teatro Español en 2022. Sacristán vuelve ahora después de hacer numerosas funciones del montaje de la obra de Miguel Delibes Señora de rojo sobre fondo gris. Poder verles a ambos juntos, hoy, paladeando y diciendo ese bello texto de Mayorga es algo irrepetible. Esas dos voces tan propias y reconocibles, la cantidad de horas y tablas que acumulan entre ambos… Ese momento también es para coleccionar, digno de formar parte de la gran colección del teatro de este país.