CRÍTICA

Una 'Juana de Arco' feminista que acaba en vanguardia teatral hueca

4 de octubre de 2024 22:15 h

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Hace exactamente 20 años Eduardo Haro Tecglen, crítico del diario El País, publicaba un texto sobre el estreno en el Teatro de la Abadía de La la la la la de Roger Bernat, enfant terrible del teatro catalán por aquel entonces. La crítica se titulaba: Vanguardismo, nada. Y comenzaba con un lacónico: “El teatro de vanguardia tiene más de 100 años, y ha dado muchos sufrimientos a sus creadores”. Marta Pazos, creadora gallega que hizo trayectoria con la compañía Voadora hasta que en 2020 comenzó su carrera en solitario, lleva tiempo jugando con este adjetivo que la prensa cultural le ha otorgado ya como pegatina que en teoría la identifica.

El término vanguardia es amplio y transversal, pero quizá pueda resumirse en un arte que rompa de manera radical con las formas y conceptos precedentes. Decía Tecglen de Bernat: “La vanguardia ha de tener una lógica interna, una razón hasta de la sinrazón. Yo no las encuentro en esta obra”. Y, en cierto modo, al que esto escribe le pasa tanto lo mismo con esta pieza.

Marta Pazos ha presentado una propuesta que sobre el papel puede parecer disruptiva. Una pieza sobre el gran mito de Francia, Juana de Arco, una campesina que a principios del siglo XV lideró las tropas de Carlos VII y venció a los ingleses en la Guerra de los Cien años. Una púber vestida de hombre que acabó en manos de un enemigo que la quemará en la hoguera tras un juicio en el que la Inquisición la acusó de “hereje, bruja y hechicera, adivina y falsa profeta”.

Además, Pazos da una visión del mito destacando el lado más queer y fluido de la Doncella de Orleans, recalcando que en aquel juicio fue quemada por su condición trans: “Has vestido ropa de hombre como si se tratara de un mandato divino, y no solo eso, has hablado y te has conducido como un hombre, has hecho mofa de tu feminidad por influjo de la magia negra y las prácticas ocultistas”, le dirá el juez en el texto que Sergio Martínez Vila ha escrito para la pieza.

La obra transcurre en una escenario minimal, un espacio creado por uno de los referentes de la escenografía actual, Max Glaenzel, donde reina el rojo borgoña. Pura estética colorista marca de la factoría Pazos. El vestuario es una locura retrofuturista y clásica al mismo tiempo ideada por el diseñador Leandro Cano. Un vestuario sugerente donde se trata con hilo fino lo femenino y lo masculino. Y la coreografía, que ha sido ideada por Belén Martí Lluch (Mucha Muchacha), es quizá el elemento con mayor peso de la propuesta.

En ese espacio alargado, de panorámica cinemascope, irán apareciendo juanas simbólicas, bailando, evocando la tragedia con movimientos premonitorios. Aparecerá Juana de Arco, interpretada por una potente y joven Joana Vilapuig (Selftape, Pulseras rojas) y Carlos, el delfín de Francia, un personaje lleno de finura interpretado por Macarena García (La llamada, La Mesías). El elenco se completa con otras cinco mujeres, no hay ningún hombre, para el que la compañía realizó un casting y que cuenta con caras conocidas como Ana Polvorosa (Aida) o Lucía Juárez (Asesinato y adolescencia) y otras jóvenes intérpretes como Katalin Arana (bailarina de Led Siloutte), Georgina Amorós y Bea de Paz.

Con esos mimbres Pazos construye un biopic de fuerte estética un tanto kitsch donde además se hace omnipresente durante toda la obra la banda sonora creada por el portugués Hugo Torres (exmiembro de Voadora). Una música de base electrónica pero que juega a la mezcla de géneros y en la que estarán presentes composiciones más clásicas donde predomina el violín o el piano y otras más cercanas al musical donde Joana Vilapuig y Macarena García cantarán. Sí, aquí también se canta como en las últimas películas dedicadas a la figura de Juana de Arco por Bruno Dumont.

Así que al final tenemos una escena trastocada, donde se mezcla la danza con el biopic y el musical, y que tiene voluntad estética declarada. Todos mimbres de la renovación interdisciplinar escénica. Pero en escena, más que renovación, pasa otra cosa. El primer problema es la coreografía destinada a estructurar la simbología y el lenguaje poético de la pieza. Las actrices no son todas bailarinas, pero eso da igual. Hay cantidad de ejemplos donde el cuerpo se trabaja en escena con actores y el resultado es maravilloso. El inconveniente no es la técnica.

El problema es que esta danza en muchas ocasiones ilustra la escena, con coreografías grupales que representan la acción dramática. Un gran ejemplo es la batalla donde las bailarinas repartidas en dos grupos a cada lado de la escena van acercándose haciendo gestos bélicos y marciales. La escena ilustra, decora, pero no tiene un lenguaje propio. En otros casos los movimientos pretenderán tener un valor simbólico que apunte a la trascendencia mística del personaje, pero otra vez serán coreografías planas, de una sencillez espacial demoledora y que no añadirán fuerza ni polisemia.

Otro de los problemas es la utilización por parte de Pazos de la semántica visual. Por ejemplo, vemos en escena, en ese espacio de rojo borgoña, a una actriz ondeando una gigantesca bandera del mismo color, la música electrónica intenta realzar el momento, pero la imagen es más propia de un anuncio de la marca de moda Miu Miu que de un teatro de investigación escénica. Todo está trastocado hacia una estética de plataforma digital donde la trascendencia suele ser hueca, pero con mucho volumen y que además utiliza imágenes manidas donde la significación primigenia ha sido borrada.

Otro ejemplo. Al principio de la obra, cuando a Juana se le aparece Catalina de Alejandría, mártir nacida en Turquía en el siglo IV, más que mártir recuerda a la dama del bosque de El señor de los anillos, una elfa microfonada que parece la propia Galadriel vestida de turquesa. No se trata de que no haya correlación con el relato histórico ni con la iconografía de la que proviene el mito. Nadie reclama esto. El inconveniente es que el universo desplegado por Pazos es hueco, propio de una sociedad poscatódica enganchada a una pretenciosidad donde la semántica es sustituida por el gesto, donde rascas y aparece Netflix.

Arguye la artista que la motivación de su último teatro es crear espacios y experiencias umbrales que conecten lo divino con lo humano y que aborden personajes no privilegiados por la historia por razones de género. Pazos ya construyó un Othello contado desde Desdémona y Emilia, y una pieza sobre la poeta griega Safo. Esta temporada, además, estrenará en el Centro Dramático Nacional el Orlando de Virginia Woolf con un gran elenco. Está en un momento dulce de su carrera como artista escénica. Pazos tiene dominio de la caja escénica y, como en esta misma obra demuestra jugando con las alturas y los fondos del espacio, tiene capacidad para el juego espacial. Pero ahondar en un mito como el de Juana de Arco lleno de sangre, patriotismo, dogma y mística para llevarlo a nuestros días es harina de otro costal.

Hay en la pieza una reivindicación de una juventud diferente en la que está presente la sensibilidad trans y fluida, algo que uno puede palpar en el propio elenco. Incluso hay un baile final andrógino y pertinente de Bea de Paz. Hay, también, actrices que marcan territorio como Macarena García y otras que apuntan como Vilapuig. Hay también una investigación del autor Martínez Vila sobre el juicio que pone ciertos puntos sobre ciertas íes en porqué quemaron a Juana.

Pero la propuesta es llana, la estructura de la narración lineal y las voces en escena microfonadas en exceso crean una sensación de teatro enlatado y distante. Pero, sobre todo, a esta Juana le lastra una utilización de la imagen y el signo hueco. En ciertos momentos uno no sabe si está viendo publicidad en vivo o teatro. Decía Tecglen que la vanguardia ha de tener una razón interna. No se sabe muy bien cuál es la razón de este teatro último de Pazos.