Lucía Carballal estrena su tercera obra en el Centro Dramático Nacional. Esta vez se ha atrevido a dirigirla, un dirección sobria y que se sustenta en un elenco de buenos actores para abordar uno de los tótems de la industria cultural contemporánea: las series de televisión. Los pálidos es una crítica sobre el mundo en el que se mueve la ficción televisiva, un mundo capaz de fagocitar discursos políticos y nuevas identidades. Para ello, Carballal bajará hasta las cocinas donde se gestan las series, allí donde guionistas y showrunners se desmenuzan las neuronas para “conectar” con el público. ¿Quiénes son esos individuos, qué afanan, desde dónde construyen las historias que luego llegarán a miles de espectadores?
La misma autora, uno de los referentes del nuevo teatro realista, ha trabajado para televisión (Vis a vis). La obra recoge su visión sobre ese mundo donde las redes y las cuotas de pantalla determinan quién eres, si existes o ya no vales, si eres original, genio y figura, o tu discurso ya quedó obsoleto. Los personajes de la obra se afanan por ser creativos, por ser referente y tener influencia, se engañan diciéndose que están reflejando con dignidad las nuevas realidades sociales. La industria los dejará ser para luego engullirlos sin masticar siquiera. Un universo extremo que Carballal utiliza para indagar en una problemática más amplia y generalizada: la difícil inserción del individuo en el sistema político y social del capitalismo. Y en especial de la mujer. Carballal utiliza la sociedad del espectáculo como paradigma para desde ahí construir un análisis político, abiertamente feminista, sobre las estructuras laborales y culturales del neoliberalismo que dejan a la mujer fuera, incapaz de desarrollarse como individuo en un juego que tiene las cartas marcadas. “Pienso que la industria está copada de hombres blancos heterosexuales encantadoramente retrógrados”, dirá uno de sus personajes.
Los creativos, esa fauna
Los pálidos nos adentra en las cocinas de los guionistas de las series de televisión. Carballal nos presenta la versión cutre, a la española, de un Sam Levinson (Euphoria). Jacobo (Israel Elejalde), es un showrunner que acaba de triunfar con Hijas de voleibol, una serie sobre un equipo de chicas que salen de la nada y consiguen triunfar, una historia que junta sororidad, feminismo y triunfo interclasista a través del esfuerzo. Puro dogma del liberalismo capitalista cultural remozado con tintes nuevos. Les va muy bien. Pero en el último capítulo de la temporada deciden que la protagonista prefiera ser madre a seguir compitiendo. El giro les explota en la cara. Las redes y los fans se les echan al cuello. La primera temporada acaba en total fracaso.
Es justo en ese momento donde Carballal comienza su obra introduciéndonos al equipo de guionistas. Un hermano (Miki Esparbé) que es justo lo contrario de Jacobo; Gloria, la compañera (Manuela Paso) que lleva haciendo tándem con él durante años, una especie de Michelle King (The Good Wife) que verá su reinado a la sombra de Jacobo desmoronarse; y una recién llegada para ayudar a remontar el fiasco, María (Natalia Huarte), lesbiana, activista y mujer de teatro, que después de ciertas reticencias se convertirá irremediablemente en la nueva naranja a exprimir por la industria, la nueva Sally Wainwright (Happy Valley) de la televisión patria. La destinada a reformar el formato a base de mayor verosimilitud, a introducir con dignidad nuevas realidades como los cuerpos no normativos o el universo LGTBIQ+, la que será capaz de elegir temas y personajes que no sean meros elementos de mercadotecnia.
Lo interesante de la propuesta es la compleja estructura de la pieza para aunar la historia sentimental de los personajes y la crítica a un sistema liberal y machista. Para conseguirlo, la autora irá dibujando el arco sentimental de cada personaje. Le interesa saber qué les pasa y porqué se afanan tanto en seguir en sus puestos, qué causas psicológicas y emocionales tienen para querer estar ahí, en un mundo utilitarista, donde la creación está absolutamente supeditada a la corrección política y la banalización. Es ahí donde la pieza va ganando en texturas, abriéndose a una tristeza, a una amargura nostálgica y evocativa, que emana de unos seres que fueron otra cosa, que pudieron ser diferentes y se ven abocados a un fracaso personal profundo. Un fracaso que el espectador, provenga de un mundo como el televisivo o de otro de naturaleza laboral bien diferente, reconoce e interioriza.
Otros aciertos de la pieza también son notables. El trato entre Gloria y María, entre veterana y nueva, es una lectura afilada de la relación complicada de las mujeres en el trabajo que muchas veces acaban en enfrentamiento ladino. También destaca cómo dibuja la autora el universo creativo de las series en el que importa más cómo va a reaccionar la audiencia que la historia misma que se está contando. Aquí Carballal disecciona como buena cirujana la respuesta que está teniendo la industria cultural ante los cambios identitarios de la mujer en los últimos años. Ciertos diálogos son hilarantes, tan disparatados como reales.
Pero hay varios elementos que desajustan la propuesta. Las series son quizá uno de los lugares de creación más fructíferos y potentes del audiovisual de los últimos veinte años. Sin embargo, el universo creativo que refleja la obra es demasiado tosco. Los dilemas artísticos que se debaten en el laboratorio de ideas y escritura se acercan a la farsa. Es todo muy cutre. No hay ni Levinsons, ni Kings ni mucho menos cabezas tan deslumbrantes como la de Wainwright. La autora prefiere una lectura que ridiculice. Y eso lastra en profundidad. El gran ejemplo es cuando Gloria es apartada del equipo y acaba levantando un proyecto personal como guionista de pornografía, pero una pornografía verdaderamente equitativa, “nadie es más que nadie, ni domina ni es dominado. Si el hombre tiene un orgasmo, la mujer también lo tiene y exactamente al mismo tiempo. Hay una script que hace un minutaje escrupuloso para que haya… igualdad real”, dice Gloria en la obra. Todo se vuelve farsa demasiado fácil, que no esperpento. Ahí la obra pierde.
El sutil quiebre del nuevo realismo
Pero quizá lo más interesante de Los pálidos es cómo la autora va siendo capaz, sin salirse una coma del registro realista, sin romper nunca la convención de la historia, de introducir elementos que propicien lecturas más amplias. Por ejemplo, nunca entrará el 'yo' en la obra, Carballal no rompe esa convención y no hablará a través de uno de sus personajes. Algo muy recurrente últimamente en esa corriente del teatro de texto que quiere salirse de sí mismo. Carballal ensanchará sin romper. En la última escena, el personaje de María —en uno de los momentos interpretativos más potentes de Natalia Huarte—, intenta explicar a Jacobo el dilema en el que se encuentra. Todo está apegado a la realidad de la historia que nos plantea la obra. María ha aceptado, aun a sabiendas de la podredumbre de quien se lo ofrece, el puesto para ser la nueva directora de la serie. El diálogo es largo, denso. María desmonta la figura paternalista de Jacobo y, al mismo tiempo, se desnuda llegando a explicitar sus propias contradicciones: ella como lesbiana que también quiere al propio Jacobo, ella como activista que está al mismo tiempo bailándole el agua a una industria patriarcal y retrógrada. Y María va diciendo: “Sabes la vergüenza que me da hacer esta escena”, “¿en qué lugar me deja a mí, esto, ya no ante ti ni ante ellos… sino ante mí, como autora? ¿Entiendes que quiera borrar esta escena, como se borra un mensaje que se envía a las tres de la mañana y que nunca debió escribirse?”.
Ahí la escena adquiere un significado metateatral que resignifica toda la obra. Carballal no se ha salido del código y, sin hacerlo, al mismo tiempo, se confiesa ante el espectador. Confiesa su incomodidad ante tener que ser referente de algo, de la autoría teatral femenina o feminista, de la renovación escénica española… El problema no es solo la televisión y sus audiencias, sino cómo el sistema cultural atrapa cualquier propuesta y la cosifica, la deforma. Y cómo con los años acaba uno deformándose, acordándose, como sus personajes, de cómo empezó, de lo que quería antes de… Y en ese problema, en el centro de él, está la propia autora.
Otro ejemplo de ese “estirar sin romper” es el momento en que Maria canta Down to the river to pray, de Alison Kraus. María canta porque le han dicho que es seca, antipática. Le dice Max: “Si al final resistes y te mantienes firme en tus ideas y tal, ya no te vamos a ver más”. María canta obligada, contraída. Ella no quiere ser como ellos, triunfadores de un sistema corrupto y a extinguir, y al mismo tiempo canta: “Oh, hermanas, bajemos, vamos abajo, vamos abajo, oh, hermanas, bajemos al río a rezar”. Es esa capacidad de estirar el teatro de texto y realista hacia un lirismo evocativo y lleno de aristas lo que atrapa de esta autora, lo que le da recorrido. Una capacidad a la que se une una escritura precisa y poética que desembocara en un triste y desolador final donde no quedará títere con cabeza. En el prólogo del libro que recoge sus últimas obras, Las últimas, editado por La Uña Rota, la poeta Elena Medel destaca esto mismo: “Late algo prodigioso en la semilla de estas obras (…) el realismo se toma como punto de partida, pero siempre ocurre algo sorprendente que lo quiebra”. Los pálidos, que acaba de nacer, es buen ejemplo de esto mismo. La obra, que estará hasta finales de marzo en el Teatro Valle Inclán de Madrid, luego comenzará gira por toda España.