Uruguay brilla en un desnortado comienzo del Festival de Almagro

Gabriel Calderón decidió quemar las naves, agarrarse al mecanismo borgiano de imaginar la quema de la Biblioteca de Alejandría como un día hiciera el argentino. “La idea de que no exista más el Ulises de Joyce es liberadora, me pregunto cómo podríamos escribir desde ahí”, explicaba este director y dramaturgo uruguayo que llegaba a la reserva natural del Siglo de Oro, el Festival de Almagro, para estrenar Constante.

Este montaje gira en torno a la obra insigne del teatro español El príncipe constante, la “comedia famosa” de Calderón de la Barca, amada por el Teatro de Weimar de Goethe en el siglo XIX, renovadora del teatro europeo del siglo XX a manos de la biomecánica de Meyerhold o el teatro pobre de Grotowski. Pura tradición y cima del teatro europeo. Constante, si bien recoge los principales temas de la obra del español  –el libre albedrío, la justicia y el sacrificio–, deja atrás texto, verso y parlamento calderoniano para darle la vuelta a la obra como un calcetín. Resurge así una comedia noire, policiaca, en la que nada es lo que parece y que bucea con brío y profundidad sobre el papel del individuo ante la represión del Estado. Un verdadero tour de force donde Calderón sigue revisando con ojo ácido el concepto de memoria histórica de su país.

Pobre y cara inauguración

Llegó este estreno un día después de la inauguración del Festival de Almagro. Inauguración de alto vuelo. Alto vuelo político, presencia del ministro de Cultura, Miquel Iceta, y del presidente de Castilla-La Mancha, Emilio García-Page, para entregar a Lluis Pascual el Premio Corral de Comedias.

Altos vuelos institucionales, el compromiso del ministro de financiar la ampliación del Museo Nacional del Teatro de Almagro, y la presencia de altas personalidades de la República del Uruguay que este año es el país invitado. Y altos vuelos actorales, se abría el festival con tres grandes de la escena en el principal espacio del festival, el Hospital de San Juan, sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico en Almagro (CNTC): Nuria Espert, Adriana Ozores y Carlos Hipólito. La obra: Marsillach soy yo, un homenaje a la figura de Adolfo Marsillach en el veinte aniversario de su muerte dirigido, y también interpretado, por el director de la CNTC, Lluis Homar. Pero esos fueron todos los vuelos. De teatro, muy poco. 

El director del festival, Ignacio García, al día siguiente del estreno, no pudo ser más contundente en rueda de prensa al presentar las funciones del fin de semana con un rotundo: “El festival comienza hoy”. Sentencia que ilustra a la perfección la brecha cada vez mayor entre la dirección de la CNTC y el Festival de Almagro. Lejos queda la voluntad del propio Adolfo Marsillach, que fundó la CNTC en 1985, de que Almagro debía ser el Stradford español, ciudad inglesa sede y verdadero laboratorio de la Royal Shakespeare Company. Y lejos queda la tradición de que la CNTC inaugure el festival con una verdadera producción donde su director, de algún modo, haga un manifiesto artístico de su visión de nuestro Siglo de Oro.

Ante un teatro lleno, la CNTC no mostró una producción, sino un “semi montado”, una lectura teatral en torno a los escritos de Marsillach, sobre todo provenientes de sus inteligentes y divertidísimas memorias, Tan lejos, tan cerca. Una propuesta lógica para un espacio más pequeño pero desmedida al ser presentada como la producción con la que la CNTC inauguraba el más importante certamen de teatro clásico español del mundo. La obra tan solo verá las dos representaciones en Almagro. Su coste ha sido de noventa y dos mil euros de producción y cuarenta y ocho mil euros destinados a hacer posible su exhibición. Un total de ciento cuarenta mil euros.

A pesar del buen hacer de los actores, la función no pasó de ser una lectura que incluso sorprendió con una dirección de actores que dejó incomprensiblemente desprotegida a una ya muy mayor Nuria Espert (quizá una de las últimas veces que pueda vérsela sobre las tablas) y decidió dejar en manos de Blanca Marsillach las partes donde se intentaba reflejar el humor sutil y un tanto dandi de Marsillach. Algo, si no temerario, un tanto contradictorio. Una producción que quedó en caro compadreo y que el público respondió con un apagado aplauso.

Calderón al cubo

Tras el fiasco, el fin de semana ha estado dominado por la presencia uruguaya en el festival. En Uruguay acogieron a Margarita Xirgu y José Estruch después de la Guerra Civil, justo en el teatro que hoy dirige Gabriel Calderón, el Teatro Solís de Montevideo, sede de la Comedia Nacional del Uruguay. Allí la Xirgu plantó la semilla del teatro clásico español con un primer montaje de La Celestina en 1949. Allí trabajó José Estruch con el elenco de la Comedia Nacional a Lope de Vega, Lope de Rueda, Valle o Bergamín. Hoy, en el teatro uruguayo no queda nada de eso, “el teatro de repertorio y el teatro en verso en el Uruguay es hoy inexistente, se perdió esa musculatura”, explica a este periódico Gabriel Calderón.

El teatro clásico en español ha desaparecido en Uruguay. Los cuatro montajes que llegan a Almagro son una excepción motivada por un concurso público. Proyectos que se han realizado porque existía la invitación del festival español. Entre ellos estará el histórico Teatro Galpón de Atahualpa Del Cioppo que traerá una versión libre sobre La hija del aire de Calderón de la Barca, que podrá verse el 18 de julio. Este fin de semana, aparte de Constante, también pudo verse una versión musical de La vida es sueño de la compañía La Calderona, de Chile, y un trabajo sobre Góngora de Teatro del Umbral, Góngora estuvo aquí

Pero todas las miradas se centraban sobre el montaje de Gabriel Calderon. Bien conocido en nuestro país por trabajos como Ex- que revienten los actores y su premiada obra Historia de un Jabalí o algo de Ricardo que hace dos años le valió a Joan Carrreras el Premio Max al mejor actor. Calderón es ante todo dramaturgo, aunque en los últimos años cada vez dirija con más asiduidad. Su escritura es inteligente y libre, llena de tramas y géneros, devota de la comedia y de un teatro de interminables capas de significación, capas que se contradicen y conversan, tendentes en muchas ocasiones a argumentaciones que en un principio parecieran disparates pero que se van revelando como caras ocultas de nuestro pasado y nuestro presente.

Calderón es un dramaturgo que ha encontrado para este proyecto a un gemelo homónimo al otro lado de la Cordillera de los Andes, el chileno Guillermo Calderón. Tres calderones para quemar pasado y reconstruir sobre las cenizas. Y dos calderones actuales que como si de un Borges y un Bioy Casares se tratase, pero actuales y ahítos de posmodernidad digerida, quisieran construir el futuro de un teatro ágil pero con cargas de profundidad, un teatro basado en el actor y en dramaturgias centradas en el texto. 

El comienzo de la obra es sorprendente, en un espacio geométrico que representa una habitación con vistas al mar en Montevideo transcurre la acción. En la habitación, una cama. Bajo la cama, escrita la palabra tortura. En una escena vertiginosa encontramos un hombre que quiere denunciar a la hostelera al descubrir la palabra tortura en las redes, se queja de tener malos sueños, de poder ser acusado de haber dormido en una cama con unas palabras tabú en el Uruguay, que designan una realidad cercana, una herida abierta, pero que al mismo tiempo también una palabra que se ha institucionalizado, deformado.

A partir de ahí, en la obra se van sucediendo historias imposibles en torno a esa cama, argumentaciones que parecieran fruto de la mente de un científico enredado en las probabilidades de la teoría de cuerdas. Ninguna trama, ninguna posibilidad es verdadera, ni la de los socialdemócratas, ni la de los gestores del arte, ni la de los trabajadores, quizá tan solo la de los policías. La policía en esta obra es la única que va desentramando la madeja, la que va encontrando verdad. Oxímoron histórico, boutade insoportable para buena parte de la sociedad del Cono Sur americano. Sobre esa incomodidad se trabaja en una trama imposible donde nada queda en pie, donde la constancia es tan solo el refugio del ser humano ante la imposibilidad de ser libre. Se es constante porque no se puede hacer otra cosa más que engañarse y decir que uno, por lo menos, lo intenta. Hasta en esto se destroza, se desmiembra el corpus del jesuita español.

Pero ese oxímoron incómodo, esa policía extraña que es quien va mostrando qué es real ante tanta mentira, ante tantas versiones en torno a esa cama misteriosa, va convirtiéndose en los detentadores de la verdad, en aquellos que cuentan y fijan la Historia, metáfora agria sobre la realidad del Uruguay y tantos otros países. El mecanismo es de una inteligencia sutil y está encarnada en unos actores, elenco estable de la Comedia Nacional, de una solvencia envidiable. 

Gabriel Calderón se la jugaba en varios sentidos. Este hombre de teatro que no llega a la cuarentena acaba de ser nombrado director de la Comedia Nacional. Esta obra será el primer trabajo que presente como director en la sede de la Comedia en Montevideo tras el estreno en Almagro y una pequeña gira que le llevará a Canarias la semana que viene. Parece que, de nuevo, sale indemne y por la puerta grande. Sigue indagando en el pasado político de su país y su repercusión en el presente. Cabría imaginar un trabajo similar sobre la memoria histórica en España que se permitiera reflexionar sobre nuestro pasado con esta profundidad política, pero sin los sambenitos de buenos y malos en los que se cae continuamente. Sin tanto tabú de la intelectualidad de izquierdas y pudiendo manejar conceptos y símbolos deformándolos hasta entenderlos. Quizá es esto mismo lo que hizo el propio Calderón de la Barca en El príncipe constante, en esa España de Contrarreforma y comienzos inquisitivos.