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CRÓNICA

Vicky Luengo se transmuta en ‘El golem’ y da a luz el gran estreno de la temporada

'El golem', un cuento sobre el poder de las palabras

Pablo Caruana Húder

25 de febrero de 2022 22:48 h

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El teatro María Guerrero de Madrid acoge uno de los estrenos teatrales más importantes de este siglo. El dramaturgo Juan Mayorga y el director de escena Alfredo Sanzol, también director del Centro Dramático Nacional donde tuvo lugar la función, han levantado una de las obras más inusuales y relevantes de las últimas décadas y, al mismo tiempo, han conseguido ratificar que tenemos una actriz de tomo y lomo: Vicky Luengo. No hay grandes obras sin grandes actores. La obra, El golem, no es solo una rara avis en el teatro de este dramaturgo, premio Nacional, académico, director de teatro y ahora director artístico del Teatro de la Abadía, sino que es un platillo volante no identificado en el teatro en español.

Dos horas de teatro de género, de teatro negro y de suspense que hunde sus uñas en el género del terror, dos horas en las que, de la mano de la filosofía del lenguaje y la tradición literaria europea de E.T.A. Hoffman, la pieza consigue vislumbrar el presente, dar luz para que podamos ver ese tiempo que es por definición el más inaprensible, el que más se oculta. Este presente en el que las plazas se llenaron igual que se vaciaron, en el que los españoles vieron desde sus casas la muerte de cientos de ancianos abandonados, un presente en el que con toda naturalidad la ultraderecha española resurge sin escollo alguno y en el que todas las posiciones, ya sea en la radio, el parlamento o el bar, se enconan. Vicky Luengo dice en escena: “En la calle hay angustia y rabia. La gente no entiende lo que ocurre”. El Estado de Derecho tiembla, cunde el miedo ante una sociedad donde el individuo es abandonado a su suerte. Este es el temblor que Mayorga afirma recogió de la calle y llevó a su libreto.

El comienzo de la novela tan premiada como leída publicada hace dos años, Nuestra parte de noche, de la argentina Mariana Enríquez, conseguía que la dictadura militar argentina, después de generar tanta literatura, tanta película y tanto pensamiento, cobrase otra luz reveladora. El viaje a las Cataratas del Iguazú de sus dos protagonistas, Juan y Gaspar, padre e hijo, por una Argentina agreste es uno de los últimos grandes ejemplos de cómo la literatura de terror es capaz de revelar los espacios de vértigo de una sociedad, sus miedos y sus flaquezas. Esa es la potencia del género de terror: ponernos frente a la sociedad desnuda y bajo potentes flexos. Esto mismo es lo que el texto de Mayorga consigue y Sanzol, en un montaje que inteligentemente opta por la sencillez, intenta galopar. Primer y fecundo encuentro entre uno de los directores más laureados y seguidos del panorama teatral (Macbeth y El bar que se tragó a todos los españoles) y Juan Mayorga el dramaturgo más relevante de su generación (Cartas de amor a Stalin, Himmelweg o El chico de la última fila). Llegará el tiempo de ver otros montajes de esta obra, otras soluciones a escenas abiertas como las de los sueños de Felicitas, otras propuestas que incidan sobre otras aristas que el texto contiene. Tan solo constatar la salud de poder ver a un autor contemporáneo escribiendo sobre nuestro presente, con un teatro no al uso, montado por el Centro Dramático Nacional en el momento preciso.

Del mito judío al presente

En escena tres actores, Vicky Luengo como actriz principal en el papel de Felicitas, Elena González en el de Salinas, una lingüista y traductora mitad nigromántica, mitad científica; y Elías González que interpreta al marido de Felicitas, un enfermo al que van a echar del hospital por recortes estatales en sanidad. Su enfermedad ya no está cubierta por la sanidad pública. Recortes. Salinas propone un trato mefistofélico a Felicitas a cambio de que sigan tratando a su marido: aprender un texto, unas palabras. Este es el planteamiento del que se sirve Mayorga para así unir el mito judío del golem con nuestro presente social.

El golem es uno de los mitos fundacionales de la comunidad judía. Hunde sus raíces en el principio de nuestra civilización y con los siglos ha ido mutando y adaptando significaciones. Tan solo apuntar que este mito ya cuenta con su versión cómic israelita en el que el golem es un héroe que lucha contra el terror islámico, cómic que incluso ya cuenta con video musical.

El montaje se basa en dos referentes ya clásicos: el libro escrito por Gustav Meyrink en 1915 y la película de 1920 interpretada y dirigida por Paul Wegener. De esta última, puro expresionismo alemán de entreguerras, bebe la obra en su vertiente política. El gueto de Varsovia del siglo XVI está amenazado, quieren expulsar a los judíos, el rabino Loew vaticina leyendo las estrellas que una amenaza se yergue sobre su comunidad y moldea, como Dios hiciera con el hombre, una criatura de barro. Una criatura de barro que tomará vida con una palabra mágica: emet, “verdad” en hebreo. Esa palabra a la que si le quitas su primer grafema, la letra álef, se convierte en muerte. Una de las palabras primigenias del ser humano que también obsesionará a Borges, autor que escribiría un poema sobre este mito del que Mayorga también beberá su vertiente semiológica. El golem salvará a la comunidad, pero luego la criatura, ya fuera de control, traerá el desastre.

En la obra pasamos del laberinto del Gueto de Varsovia al laberinto contemporáneo representado en un hospital: salas, pasillos y cafeterías asépticas que acertadamente el escenógrafo Alejandro Andújar representa con módulos móviles de una transparencia traslucida y mentirosa. La luz utilizada: la del neón, luz muerta de hospital que la escenografía recalca bajando el techo del peine al máximo. Las palabras mágicas que pondrán en marcha al golem en la obra de Mayorga pasarán a ser las de un contrato, verdad absoluta de nuestra sociedad mercantil. El rabino se transmuta en la obra en Salinas, una traductora que conoce todas las lenguas. Así Felicitas firmará el contrato y comenzará a aprender unas palabras que la poseerán, que la transformarán en el ser que ha de salvarnos. Así, comenzará una secuencia de escenas basadas en los diálogos de Felicitas con Salinas y con su marido. Dos horas frías, de largos parlamentos, de tiradas de texto inabarcables, de una densidad textual abrumadora. Un teatro difícil para el espectador, para el que el público no puede estar entrenado porque este teatro no existe en la cartelera de hoy ni de ayer. No hay un solo chiste, no hay ironía, no hay sainete, no hay romance, tan solo un artefacto que como los buenos cuentos de Poe circulan en aspiral y descendente.

Llama la atención el paralelismo con Luces de bohemia de Valle Inclán, esa obra que en quince escenas dibujó el teatro por venir. El golem transcurre en catorce escenas que realmente son quince. Mayorga en ellas conseguirá crear la tensión necesaria sustentado en dos herramientas: el suspense, el público no sabe bien lo que está pasando, quiere averiguar qué le está sucediendo a Felicitas, quiere saber quién y para qué se ha ideado este plan. Un suspense muy apoyado por la poderosa música de raíz claramente cinéfila que ha creado para la pieza Fernando Velázquez (asiduo de Sanzol y conocido por sus bandas sonoras como la de Un monstruo viene a verme de Juan Antonio Bayona). La segunda herramienta en la que se apoya Mayorga, y quizá la que atrape más al respetable ya que permite que se identifique, es la vertiente inexplicable, sobrenatural, de la pieza. Vemos a una persona transformada por las palabras, poseída por ellas. Es increíble lo que consigue Mayorga: una historia de terror, de posesión, pero sin infiernos, sin dioses, sin extraterrestre o fuerzas del mal, simplemente con palabras.

Pero Mayorga juega esta baza sobrenatural sin alharaca alguna, sin un gramo de humor o sátira (qué lejos queda ese teatro que usa la ciencia ficción para llegar a lo político, tan argentino, tan uruguayo y ya tan nuestro, a través de la parodia y el extrañamiento). Y además Mayorga se la juega al cocinar esa desazón que surge de lo inexplicable que tiene lo fantástico a fuego lento, sin que explote al principio, dejando que se vaya instalando en el espectador. No será hasta la escena décima donde el espacio se quiebre y esa desazón se vuelva centrípeta e invada la platea. Inmensa Vicky Luengo, inmenso texto el de esta escena. Luengo está presente en todas las escenas, vemos a través de ella. Presenciamos cómo va siendo ocupada por palabras, poseída por ellas, expulsada hasta convertirse en otro. Su andar, su posición de caderas y de espalda y una patente paralización del brazo derecho con mano agarrotada lo delatan. Y el público contempla esa mutación de tintes kafkianos sin poder dejar de identificarse: la administración del hospital le esconde sus motivos, las calles se van llenando de angustia y violencia, incluso al mutar se aleja de su ser querido (cuántas parejas siguen juntas sin ya ser las que fueron). El público se identifica con su sentimiento de impotencia y desamparo ante fuerzas mayores que tiran de ella, ante un alrededor que se descompone. Todo suena cercano. Algo incomprensible, indecible, se cierne sobre la protagonista al igual que sobre nuestro tiempo.

Lingüística y política

Otro de los aspectos relevantes de la obra es la riqueza polisémica de los textos presentados en diálogos naturalistas entre Felicitas, Salinas y su marido. Nada más lejos. Los diálogos cuando realmente lo son funcionan, pero en muchas ocasiones se convierten en verdaderos meandros de reflexión sobre el lenguaje. Sobre la capacidad de las palabras de engendrar mundos, de constreñirlos, de expandirlos o aniquilarnos. Este mismo mes de marzo la editorial La Uña Rota publica el texto de la obra. El libro contiene un texto del filósofo Santiago Alba Rico que, si bien en la esfera de lo teatral es inconcluso, esclarece muchos de los puntos puestos en solfa por el autor en la obra: la diatriba lejana (ya expuesta en el Crátilo de Platón) entre un lenguaje natural donde palabra y objeto están unidos y otro en el que estos tienen un vínculo arbitrario, la necesidad o torpeza de separar razón y magia, historia y mito. Todo esa profundidad está inserta en los textos de la obra. En un ambiente de suspense cinematográfico que recuerda a las buenas de Hitchcock, de realidad pervertida a través del terror, los actores van reflexionando qué somos, hasta que punto estamos conformados por las palabras, hasta qué extremo nuestro alrededor está conformada por ellas. Dice Alba Rico con acierto: “golem somos todos. Torpes criaturas de barro a las que han metido en la boca las palabras de otro, las palabras del otro; y las repetimos y las desgastamos y las renovamos en paralelo y a contrapelo de los drones, los tuits y las finanzas”.

Acaba la obra con Felicitas transmutada en salvador de la comunidad. Se ilumina la platea y una Luengo que ya es otra (qué es sino la actuación) dice uno de los textos más incómodos del teatro contemporáneo de los últimos tiempos. Sanzol ilumina al máximo la platea con luz blanca, con luz muerte donde no exista sombra en la que cobijarse. El texto es una arenga política, de un líder que convoca para el combate y el triunfo. Dice Luengo: “No soy un profeta, pero sé que nuestra primera tarea será soportar la visión de lo que va a suceder. No hay guerra más cruel que la civil, en que cada bando niega la humanidad del enemigo. Ojalá fuese posible evitarla. Pero los tiranos son más crueles que nunca, y mayor que nunca nuestra desesperación. No habrá zonas neutrales en que refugiarse, y quien no combata estará frente a nosotros”.

Queda en el aire si este discurso representa el desastre por llegar tan temido o la salvación tan esperada. Queda en el aire si es un discurso realizado desde la izquierda o la derecha ideológica, aunque la sintaxis y las figuras sean más propias de la izquierda. Es imposible, por ejemplo, que esta frase: “Nos llamarán violentos, porque ellos quieren seguir decidiendo qué es justicia y qué es violencia”, no resuene en la izquierda militante que llenó las calles para protestar por las privatizaciones de la sanidad y la educación hace más de un decenio en este país. Explicaba a este periódico su director, Alfredo Sanzol, durante los ensayos de la obra: “Es un texto que se mueve en el filo, ambivalente, que puede levantar todas las suspicacias. Lo que producen las situaciones de crisis es el peligro de pensar que la solución tiene que ver con algo traumático. Creo que lo que se está advirtiendo con este texto es recordarnos lo que ha pasado a lo largo de la historia cuando se han tomado medidas traumáticas en vez de retomar eso que también sabemos hacer, darse tiempo y respeto, llevar a cabo todo aquello que supone la democracia. Es un texto que habla de la incivilización, que enciende una luz de aviso ante un punto de no retorno. Lo que más le cuesta al ser humano es la civilización y, al mismo tiempo, es lo que mejores resultados le da”. El texto resonó en la platea de un Madrid, capital de una Europa otra vez en guerra. Cuando Luengo llegó al momento en que el texto dice: “No hay guerra más cruel que la civil, en que cada bando niega la humanidad del enemigo. Ojalá fuese posible evitarla”, la platea del María Guerrero crujió con estremecimiento frío.

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