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Tres libros para redescubrir a Akira Kurosawa, el perfeccionista que internacionalizó el cine japonés

Akira Kurosawa puso su grano de arena para explicar el Japón de la derrota militar en sus filmes de posguerra (Un domingo maravilloso), exploró los códigos del cine negro (El ángel ebrio) y puso en diálogo las historias del Japón feudal con el western (Los siete samuráis) o con la dramaturgia de Shakespeare (Trono de sangre). Dicen las historias del cine que fue un filme suyo, Rashomon, el que abrió las puertas de Occidente a sus compatriotas realizadores en 1950.

A pesar de ello, parte de la crítica y el público de su país asumieron una mirada nacionalista propia del Japón en guerra: sus filmes resultaban cuestionables por evidenciar influencias extranjeras. Con todo, sus relatos de samuráis sin señor y nada ejemplares (véase Yojimbo) abrieron el camino a las miradas revisionistas y politizadas a este género, habituales en los años sesenta y setenta.

En su periodo de actividad, que concluyó con la agridulce y nostálgica Madadayo (1992), Kurosawa fue seguramente el cineasta asiático más popular fuera de sus fronteras. Su trabajo de reelaboración de tradiciones establecidas facilitó que la cinefilia se acercase a una obra que, además, generó remakes evidentes y muy populares (Por un puñado de dólares, Los siete magníficos). A pesar de ello, su talante perfeccionista y obstinado, difícil de encajar dentro de un sistema de producción estandarizado, dificultó que consiguiese financiación para sus proyectos.

Tres publicaciones nos permiten examinar su figura en forma de monólogo (Autobiografía), de diálogo (No comprendo, no comprendo) y de balance múltiple, abierto e indagador, de la huella que ha dejado en la cultura internacional (El legado de Akira Kurosawa).

'Autobiografía': crónica de un ser vivo

Le llamaban “el emperador” por sus maneras autoritarias durante los rodajes, pero esta faceta tiránica de Akira Kurosawa raramente trasluce en su Autobiografía (Editorial Fundamentos, 2017). El autor repasó su vida hasta el éxito cosechado con Rashomon, y lo hizo con un talante contenidamente evocativo, más bien amable pero que proyecta un cierto recelo hacia los excesos sentimentales.

Los estudiosos difícilmente encontrarán grandes desarrollos de teoría fílmica en estas memorias personalísimas, que también rinden tributo a mentores y colaboradores del cineasta. A cambio, sus páginas suponen un estimulante pórtico a la sociedad japonesa de la primera mitad de siglo XX, sus tragedias y sus cataclismos político-bélicos.

El libro tiene algo de novela de iniciación a la vida, a la muerte y a la creación dentro de un sistema de estudios. Brilla la descripción de la juventud de un niño ligeramente fuera de lugar: sensible, algo llorón, con vocación de artista. De adolescente, aparecieron los gestos de rebeldía hacia la educación militar obligatoria en el Japón expansionista que afrontaba la II Guerra Mundial.

Posteriormente, llegaron las tiranteces con la censura (y con los productores). Años después, el realizador lamentó no haberse enfrentado más activamente a las demandas propagandísticas de la época.

No lo comprendo, no lo comprendo: diálogos con el maestro

No lo comprendo, no lo comprendo

Kurosawa era esquivo con la prensa y muy materialista en su discurso sobre el trabajo propio: hablaba como un artesano que podía explicar los procesos concretos de su labor, pero no mostraba un especial interés en elaborar grandes reflexiones sobre sus obras. El volumen No lo comprendo, no lo comprendo. Conversaciones con Akira Kurosawa (Confluencias Editorial, 2017) puede ejercer de gratificante apéndice de las memorias del realizador. Se incluyen textos del ensayista Donald Richie, y también dos charlas del japonés con el realizador Nagisa Oshima (El imperio de los sentidos) y el escritor Gabriel García Márquez.

Oshima fue un exponente del nuevo cine japonés de los años sesenta, explícitamente izquierdista e iconoclasta. Uno de los iconos a derribar, por supuesto, era el autor de Yojimbo. Pasados los años, ambos realizadores se reunieron para una entrevista donde hablaron del pasado de Kurosawa como ayudante de dirección y redactor estajanovista de guiones, del cine en la era de televisión o del público de sus películas. Si bien se le acusaba de dirigir sus obras al público extranjero, él afirmó que buscaba conectar con los veinteañeros de su país.

García Márquez, por su parte, charló con el japonés en ocasión del estreno de Rapsodia en agosto. El filme abundaba en el trauma colectivo de los ataques a Hiroshima y Nagasaki, y podía pecar de un cierto victimismo al dejar fuera del cuadro la brutalidad del ejército japonés, pero atinaba al demandar el reconocimiento y el recuerdo de la masacre cometida por el gobierno estadounidense. A lo largo de la entrevista, Kurosawa también alertó sobre el uso de la energia atómica. El accidente de Chernobil era entonces un recuerdo reciente. Tiempo después, Fukushima volvería a poner en cuestión la seguridad de las centrales nucleares.

El legado de Kurosawa: pensando con el cine

El legado de Kurosawa

Coordinado por los críticos Álvaro Peña e Ignacio Pablo Rico, el equipo redactor del volumen colectivo El legado de Akira Kurosawa (Applehead Team, 2017) se propone hablar del corpus creativo de este cineasta desde el presente. Sus autores incorporan referencias de nuestro siglo (de Hero a Hasta el último hombre, pasando por Star Wars: el despertar de la fuerza) y se interrogan sobre su vigencia. Sobrevuela el volumen una preocupación: ¿nos hemos olvidado de Kurosawa, lo estamos menospreciando o simplificando?

El resultado es una aportación sugerente, muy apoyada en la pluralidad de posicionamientos que entran en diálogo y, en ocasiones, se contraponen (no faltan las interpretaciones divergentes sobre el esquema narrativo de Rashomon). El propósito es rescatar a este director de las lecturas fríamente enciclopedistas, del orientalismo entusiasta y también de la nostalgia por el cine de aventuras o los westerns pre-digitales. Y también sirve para desbrozar, de paso, qué puede haber de cierto en los tópicos que han pesado como una losa en la recepción de su obra.

El estereotipo de Kurosawa como un humanista algo trasnochado recorre diversos capítulos del libro. Tanto Peña como Diego Salgado se preguntan sobre la pertinencia de esta visión del mundo en nuestra era de mundialización capitalista, de escepticismo y, a la vez, de cuestionamientos de los ángulos ciegos del humanismo tradicional. Por su parte, el escritor y cineasta Henrique Lage trata de la dimensión política del japonés y le retrata como alguien interesado por el héroe individual y crítico con la corrupción, pero que busca “reducir diferencias”, buscar un cierto consenso que trascienda la resolución personalísima de los conflictos.

En El legado de Akira Kurosawa se combinan estos análisis temáticos con otros escritos de orientación más disciplinar (como los dedicados a la imagen y las claves pictóricas del cine del japonés, o a sus bandas sonoras y las representaciones musicales de lo oriental). La suma de esfuerzos y enfoques multiplica el valor de un volumen altamente estimulante, que exige a sus lectores y les proporciona la debida recompensa en forma de respuestas... y de nuevas preguntas.

Akira Kurosawa puso su grano de arena para explicar el Japón de la derrota militar en sus filmes de posguerra (Un domingo maravilloso), exploró los códigos del cine negro (El ángel ebrio) y puso en diálogo las historias del Japón feudal con el western (Los siete samuráis) o con la dramaturgia de Shakespeare (Trono de sangre). Dicen las historias del cine que fue un filme suyo, Rashomon, el que abrió las puertas de Occidente a sus compatriotas realizadores en 1950.

A pesar de ello, parte de la crítica y el público de su país asumieron una mirada nacionalista propia del Japón en guerra: sus filmes resultaban cuestionables por evidenciar influencias extranjeras. Con todo, sus relatos de samuráis sin señor y nada ejemplares (véase Yojimbo) abrieron el camino a las miradas revisionistas y politizadas a este género, habituales en los años sesenta y setenta.