La joven de 26 años inventó una personalidad para robar las propiedades que los 'rojos' dejaron en su huida y durante dos años María Teresa Álvarez Herreros de Tejada se llevó pianos de cola, cubertería, porcelanas y 30 pinturas, entre los casi 400 bienes requisados a los represaliados por el franquismo. Lo hizo sin problemas porque era la marquesa de Arnuossa, título que se había creado y que le abrió las puertas del expolio de las piezas que se exponían como “arte recuperado” en la posguerra. Con esta tarjeta de visita, desvalijó y se dedicó a venderlo por los anticuarios de Madrid. Parecía el plan perfecto hasta que una de las víctimas, el diplomático republicano Ricardo Baeza Durán, denunció en 1941 a la mujer por apropiarse de un cuadro que le pertenecía.
El 5 de junio de 1957 la Audiencia Provincial de Madrid declaró a María Teresa Álvarez autora de un delito de falsedad de documento oficial y otro de malversación. La Justicia franquista condenó a la falsa marquesa a un año de prisión menor y a 10.000 pesetas de multa por el primer delito, con arresto sustitutorio de seis meses si no pudiera pagar. Por la malversación, otro año de prisión menor con iguales condiciones. Además, debía indemnizar a Ricardo Baeza Durán con el pago de 35.000 pesetas por el único robo por el que fue denunciada, el de un tríptico con la Sagrada familia, atribuido a Bernard van Orley, en agosto de 1941. El tribunal declaraba en el mismo fallo la insolvencia de la procesada, liberándola de cualquier pago.
Lo más llamativo de la sentencia es que los tres magistrados de la Audiencia Provincial entregaron “definitivamente” el objeto de litigio “a su actual y legítimo propietario”: Bartolomé March (1917-1998). El menor de los dos hijos del banquero que sufragó el golpe de Estado de Francisco Franco contra la República había comprado la obra del pintor flamenco al anticuario e intermediario, Apolinar Sánchez Villalba, por 25.000 pesetas. Y el cheque lo extendió a nombre de su padre, Juan March. Eran 5.000 pesetas más de lo que el anticuario había pagado a la falsa marquesa por la preciada pieza, que había sido evacuada a Ginebra como parte del tesoro artístico español.
Más clemencia que castigo
Los jueces reconocían que el delito contemplaba la restitución del objeto ilícitamente sustraído, pero no ordenarían esta solución porque el tríptico había pasado “legalmente” al patrimonio del pequeño de los March. A su entender la compra fraudulenta era irrevocable porque cuando la adquirió en el comercio de Apolinar Sánchez frente al Congreso de los Diputados, el pequeño de los March no era consciente del delito. Esta justificación no sirve, por ejemplo, ante la justicia internacional que dirime los casos de expolio nazi.
María Teresa había sido declarada en rebeldía por no presentarse en el Juzgado de Primera Instancia nº 6 de Madrid para ingresar en prisión provisional, ante los indicios del delito de estafa. Finalmente, la localizaron en Barcelona y perdió la libertad entre el 1 de agosto y el 7 de septiembre de 1952, en la cárcel de mujeres de la ciudad condal. El Arxiu Nacional de Catalunya conserva la inscripción interna en el libro de altas y bajas, pero no su expediente porque “a diferencia de la cárcel Modelo, apenas se conservan registros de la cárcel de mujeres”, explican a este diario.
Así que llegó al juicio en libertad provisional y los magistrados de la Audiencia Provincial —que definieron a la Guerra Civil como “guerra de liberación”— rebajaron la pena de la condenada al máximo “en atención a la buena conducta de la reo, a su carencia de antecedentes penales, a su carácter de viuda madre de familia [aseguraba que tenía dos, uno enfermo de epilepsia] y naturaleza de los delitos”. Decidieron que separarían los castigos de ambos delitos “a fin de eludir el evidente perjuicio” de aplicarse en grado máximo. ¿Por qué eran tan clementes?
Víctima sin reparar
El Ministerio Fiscal había reclamado una condena triple por delitos de estafa, malversación y falsedad documental. Pedía imputarla seis años de prisión, multarla con 10.000 pesetas, indemnizar a Baeza con 35.000 pesetas (precio de la tasación de los peritos) y entregar el cuadro a Bartolomé March. El abogado de la familia propietaria reclamaba lo mismo y la devolución del cuadro a sus legítimos dueños. Además, aseguraba que el mercado habría pagado hasta 300.000 pesetas por la pintura. El letrado acusó a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada de presentarse en el Museo del Prado “atribuyéndose indebidamente el título de marquesa de Arnuossa, que ni existe ni por tanto podría usar”.
El peor parado con la sentencia —que conserva el Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares— fue el propietario legítimo del tríptico, Ricardo Baeza, escritor, masón y embajador de la República en Chile (1931-1935). Se quedó sin el cuadro que había adquirido en 1932, en la subasta de los bienes del fallecido Víctor Echaurren Valero, cónsul de Chile en España. La puja enfrentó aquel sábado a Baeza contra el embajador español en Roma, José Antonio Sangróniz. La obra estuvo en España, al menos, en los años veinte, cuando José Aleminos Aleminos, pintor restaurador de 63 años, la restauró en el número 1 de la calle San Pedro, hogar del cónsul chileno que regresó a su país, donde falleció. El tríptico volvió a España en 1933, con el matrimonio Baeza. En su chalé de la colonia del Viso, en Madrid, montaron una vitrina para conservar la pieza.
Las tres tablas ya no forman parte de la colección de la Fundación Bartolomé March y desde la institución tampoco saben cuándo dejó de pertenecer a la misma. Es probable que ni siquiera sea un Van Orley, señala Ana Dieguez, del Instituto Moll, un centro de investigación de pintura flamenca. Al recibir la imagen que tenemos de la obra, Dieguez lo cataloga de inmediato como de un seguidor de Pieter Coeck van Aelst (1502-1550), y advierte de que podría haber salido a la venta en el mercado internacional. El año pasado la casa de subastas Durán vendió un tríptico similar por 160.000 euros.
Los hechos
Aleminos recibió de María Martos, esposa de Ricardo Baeza, el encargo de pasar por la exposición del Museo del Prado a buscar el tríptico al que habían perdido el rastro desde su exilio a Argentina. El matrimonio había entregado la obra atribuida a Bernard van Orley a la Junta del Tesoro Artístico republicana, para su custodia, en Valencia, en 1936. El funcionario del Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional (SDPAN) del Prado contó a Aleminos que la pieza se la habían entregado a María Teresa Álvarez Herreros de Tejada, que había jurado por Dios y por su honor que era de su “absoluta” propiedad.
El restaurador se puso en contacto con la falsa marquesa, a la que cogió por sorpresa. Debió de contestarle lo que pudo para salir del paso “de forma incoherente”.
María Teresa le contó que el tríptico no le pertenecía a ella. Que como tenía muchos cuadros, más de 140, “no tenía mucha certeza” de si ese era o no suyo. Así se recoge en el extenso sumario 491 realizado por el Juzgado de Primera Instancia, en el que aparecen las declaraciones de hasta 15 testigos, que descubren con sus testimonios la verdadera personalidad de la marquesa de mentira. Solo dos de ellos declararon a favor de los intereses de esta mujer que durante más de dos años se dedicó al expolio y venta de bienes de los represaliados por el franquismo.
Robar a los 'rojos'
Desde Chile María Martos pidió al restaurador Aleminos que se enterara de si había vendido ya el cuadro y a quién. Para no levantar sospechas el restaurador escribió a María Teresa con la excusa de que había gente interesada en adquirir el tríptico. Esta contestó que para dar informes antes tendrían que abonarle 1.300 pesetas. Lo repartirían: 1.000 para ella y 300 para el restaurador. Él no aceptó el trato y le inquirió entonces que le dijera si lo había vendido y la comisión se la llevaría ella. María Teresa no fue clara y entonces los Baeza pusieron la denuncia contra Álvarez Herreros de Tejada.
Mariano Robles Romero fue el abogado que defendió la causa de la familia republicana expoliada y quiso citarse con la marquesa, pero le contestó con evasivas. Hasta que un día mandó al despacho del letrado a un tal doctor Romero Espínola al que le contó el caso y le indicó que deseaba recuperar el cuadro. Le mostró hasta la foto que apareció en la prensa chilena anunciando la subasta, con el tríptico en primer plano. El tal Espínola se asustó y dijo no saber nada, pero prometió hablar con María Teresa para aclarar lo ocurrido, porque él era “un hombre honorable y recto y no podía amparar esta situación”.
A los pocos días, Espínola entró en contacto de nuevo con Robles para informarle de que se retiraba del asunto. Y se despachó sin filtros: la marquesa de Arnuossa le había contado que había retirado ese cuadro con la firma de otros amigos [mandó a un septuagenario llamado Federico Ferrándiz] al saber que era de un “rojo”, “en compensación por los perjuicios que los rojos le habían hecho a ella”. Por si le quedaba alguna duda, Espínola aclaró que no era su administrador, sino su “habilitado”. Entonces pasó a confesar al letrado que había tenido muchos otros disgustos con ella “por asuntos similares al del cuadro en cuestión”. Ya no quería saber nada más de María Teresa, entonces de 26 años.
En esta historia cada línea se vuelve más inverosímil que la anterior. Rafael Romero Espínola tenía 63 años y conoció a la marquesa tres años antes, cuando se presentó en su casa “con el propósito de que su esposa le educase la voz”. Una vez dejó de ir por el domicilio regresó otro día con una tabla que ella atribuía a Goya, acreditada con un documento del SDPAN. María Teresa le pidió que lo guardara por un día. A la mañana siguiente se presentó en la puerta un restaurador interesado que determinó que no había Goya por ninguna parte. “Especulando con su título de marquesa se dedica a la compra-venta de porcelanas y cuadros, siendo de lo que vive”, le dijo Espínola a Robles.
Un negocio redondo
Sacaba para vivir robando los bienes “huérfanos” de los republicanos, que vendía en los anticuarios donde los privilegiados encontraron en esos años una fuente de enriquecimiento a buen precio. Maria Teresa mantenía su tinglado gracias a la complicidad de muchas personas en la cadena expoliadora que había montado. Al abogado Robles le había quedado claro que el cuadro ya estaría liquidado.
Y así había sido. Apolinar Sánchez, uno de los anticuarios de confianza de María Teresa, recibió una llamada de la marquesa para hablarle del tríptico. Cuando estuvo delante de la obra le pareció buena compra, pero al parecer ella no quiso vendérselo en ese momento. Aunque antes de salir del apartamento, le pidió 8.000 pesetas, que Apolinar le concedió. No explicó por qué tenía tanta confianza en ella pero sí recordó que pasado el tiempo volvió a llamarle. Había decidido vender el tríptico por 20.000 pesetas (a descontar las 8.000). “Y efectuó la compra con la vehemente sospecha o seguridad de su ilegítima procedencia”, aseguró el abogado de los Baeza sobre la transacción.
El cuadro no era de su propiedad y nunca sabremos si el anticuario lo sabía o lo sospechaba, pero Apolinar aseguró en los juzgados que “no tuvo la menor duda de legitimidad de la propiedad puesto que se trataba de una marquesa”. El comerciante llamó de inmediato a Bartolomé March, a quien la Sagrada Familia le gustó. Y le pagó las 25.000 a nombre de su padre.
Un ciclón de mentiras
La falsa marquesa tuvo que declarar el 7 y el 23 de enero de 1948. Tenía 34 años, vivía en la calle de Santiago, 34, en Alcalá de Henares, y demostró no temer al falso testimonio. El relato que improvisó ante el juez fue un delirio sin freno. Contó que el cuadro llegó a su poder por una herencia de su tía Yecla Herreros de Tejada, antes de la guerra. No pudo precisar el año, pero sí fue “después de la República”. Primera contradicción. Ese día se presentó en su casa una supuesta familiar que nunca antes había visto. “Una señora que según se enteró era su tía y que se llamaba Yecla, de la cual no supo nada porque sus padres le prohibieron estar presente en las conversaciones que sostuvieron, y la cual dejó en casa un gran baúl y dijo que todo lo que había en su interior era para la niña”, puede leerse en el sumario.
Ni siquiera fue capaz de recordar el parentesco con Yecla, que debía ser prima hermana de su madre, indicó. Sí recordó lo primero que dijo su padre cuando Yecla entró por la puerta de´su casa: “Ya está aquí el ciclón, la vergüenza de la familia”. María Teresa suponía que por el acento y el habla de la señora, debía ser de Cuba... En la instrucción del caso no pudieron contactar con la tía Yecla porque desde ese día no volvió a verla nunca más y desconocía su paradero.
La cuestión es que la tía Yecla traía un baúl en el que, al parecer, contenía objetos valiosos y raros. Y el dichoso tríptico. Sus padres colocaron el cuadro en su casa, cuando vivían en Alfonso XII, 56. En esta casa se encontraba la pieza “cuando se inició el alzamiento y donde apareció todo lo demás”. En todo este proceso, María Teresa, que se hizo tarjetas sin datos de localización, llegó a dar hasta cinco direcciones diferentes. El cuadro, como ya se sabe, se encontraba evacuado en Ginebra. Era imposible que estuviera en la casa de sus padres. Volvió a cruzarse con el cuadro, dijo, visitando la exposición del Museo del Prado e hizo la papeleta de la reclamación.
En 1942, como se vio necesitada de dinero, trató de venderlo pero quienes lo vieron le dijeron que no valía gran cosa. Entonces hace acto de presencia otra aparición inesperada: el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945), de quien dijo que les unía una gran amistad. El artista, al contemplar el tríptico, le aseguró que se trataba de “una copia muy mala y que no le interesaba”, sostuvo la marquesa ante el secretario del juez.
Entonces le preguntaron por su marido. Ella respondió que no tenía parientes próximos y que su marido había sido asesinado en Barcelona “por los rojos”. Pero no hizo nada para que se inscribiera su defunción. Contó a los funcionarios que se llamaba Fernando Díaz Trenor, que se casaron en la parroquia de Los Jerónimos, el 16 de julio de 1936 y que, según había oído decir, se dedicaba con sus hermanos a vender barcos de fruta, en Valencia. María Teresa también sostuvo que se enteró del fusilamiento de su marido a los pocos días de ser detenido, cuando residían en Barcelona, pero no hizo nada para denunciar su asesinato, ni le dio entierro.
La última bala
María Teresa estaba acorralada y decidió usar el comodín de la dictadura: una delación sin pruebas. Mandó al juez un extenso escrito con el único propósito de denunciar a “la esposa del embajador rojo”, para desviar la atención de sus latrocinios. Su relato incriminatorio arranca por el “embajador comunista” en Chile, “hombre de pocos o ningún escrúpulo, según referencias de personas honorables de aquel país”, que se dedicó a “toda clase de ideas avanzadas y de una absoluta falta de religión, predicó en mítines y conferencias el amor libre y otras cosas que llevó a la práctica”.
La acusación contra María Martos, a la que llama “la Baeza”, y su marido continuó: “Al estallar el glorioso alzamiento, se encontraba en su casa de Madrid y desde el primero momento colaboraron con el gobierno rojo durante los tres años de guerra, donde el señor Baeza obtuvo pingües beneficios y cargos”. A María Martos le señaló también por cooperar con Margarita Nelken (1894-1968), escritora, crítica de arte y política feminista del PSOE y del PCE, exiliada en México.
El ventilador delator que encendió la falsa marquesa tuvo un efecto favorable en los jueces de la Audiencia Provincial, que apreciaron en la ladrona de los bienes de los represaliados por el franquismo una evidente “buena conducta”. María Teresa fue una ciudadana ejemplar del régimen a ojos de la Justicia franquista.
Y ofreció al juez una nueva justificación para sus actos usando a uno de sus supuestos hijos. El que padecía epilepsia también sufrió una “bronconeumonía doble”. Así justificó la venta del cuadro: no fue con ánimo de lucro, sino para pagar el tratamiento de su criatura. “Yo sabía que solo la consulta con Jiménez Díaz eran 2.000 pesetas. El señor Zuloaga, con quien desde antaño nos unía gran amistad, me dijo que, por desgracia, lo que quedaba de mi casa era de escasísimo valor. Entonces yo le hablé del tríptico y él contestó que era el peor de todos, pues a su entender era una copia”, relató María Teresa. También acusó al anticuario de pagarle por partes una cantidad insuficiente para el tratamiento.
Antes de acabar su acusación, pidió al magistrado que localizara el tríptico, porque estaba, dijo, en poder de los Baeza. Y una vez se encontrara propuso entregarlo al orfelinato de San José de la Montaña. En el alegato final de su desvarío aseguró que Bartolomé March era un invento creado entre todos para quedarse con el cuadro y abusar de ella. Así lo recordaba la falsa marquesa de Arnuossa: “Por lo que salí llorando de la tienda y diciéndoles que eran una cuadrilla de sinvergüenzas”.
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