La experiencia de pasear por un museo muchas veces consiste en atravesar salas llenas de reyes y reinas, héroes míticos y múltiples escenas religiosas. Nos observan vírgenes dolientes, venus ideales, Borbones con atractivos cuestionables y engalanadas naturalezas muertas. En estos casos, nuestro caminar está escoltado por un ambiente serio y solemne, casi sagrado. Algo muy distinto nos pasó al recorrer la exposición temporal El realismo íntimo de Isabel Quintanilla, que estará en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 2 de junio de 2024. Allí escuchábamos a personas a nuestro alrededor decir: “Esa vajilla la teníamos en casa de mis padres”, “esos radiadores estaban en casa de mi abuela”. Todas nos reconocíamos en puertas, ventanas, vasos, máquinas de coser y otros objetos que nos transportaban a casas, tiempos y personas concretas.
Llega tarde, pero llega: Isabel Quintanilla es la primera pintora española que cuenta con una exposición monográfica en el Museo Thyssen. Este es un reconocimiento más que merecido: Quintanilla fue una de las exponentes clave del grupo del “realismo madrileño”, cuyas obras empezaron a ver la luz a finales de los años 50 y que es conocido sobre todo por contar a Antonio López entre sus miembros. Este grupo de artistas desarrolló su pintura en torno a lo cotidiano, a los espacios íntimos y a los objetos de uso diario, algo que chocó con la moda del momento, que se decantaba por lo abstracto y por las vanguardias. En el catálogo de la exposición del museo podemos leer palabras de la propia Quintanilla que reflejan esta tendencia: “Pinto lo que veo, es más, lo que conozco”. En el grupo se da una ruptura “con el refinamiento habitual de las naturalezas muertas”. Es precisamente esta ruptura y este abandono de los motivos regios y ceremoniales lo que hace que la experiencia de mirar los cuadros de Quintanilla sacuda al visitante. En sus obras podemos recorrer una pintura autobiográfica a través de los objetos que poblaban su casa (y las nuestras) hace tan solo unas décadas. En esa sencillez y proximidad habita la emoción.
Esta emoción se aleja de lo “extraordinario”, de este adjetivo que se emplea casi como un hechizo para llamar nuestra atención. En su libro La arquitectura de las pequeñas cosas, Santiago de Molina rechaza lo extraordinario para centrarse en lo ordinario, ya que es justamente en lo invisible y lo cotidiano donde reside el valor de las pequeñas cosas: en la vida diaria, en los gestos eternamente repetidos, en la casa que nos acoge y en los objetos que contiene. Sin embargo, el arte no se hizo eco de lo cotidiano hasta el siglo XVII, con Johannes Vermeer. El pintor holandés elige los espacios interiores como escenarios de sus creaciones y sus protagonistas son mujeres representadas en momentos que antes habían sido considerados intrascendentes: leyendo, cosiendo, escribiendo o tocando música. De Molina explica que a través de estas obras se produce un movimiento fundamental al desaparecer los dioses y héroes para poner en el centro el universo de la vida cotidiana: “Mientras, y a la sombra de lo grandioso, entre sus fisuras, la tenue sombra de lo cotidiano aparece de modo indirecto y marginal como lo hace la hierba entre los huecos de un enlosado de piedra”.
Más allá del arte, este desplazamiento del interés hacia lo cotidiano tiene muchas aristas. Podríamos preguntarnos por qué la historia, la arquitectura o la filosofía se han constituido siempre desde lo excepcional y lo grandioso: nos hemos pensado desde lo extraordinario. De Molina nos recuerda que Heidegger consideraba la existencia cotidiana como una “costra” que era contraria a la “vida auténtica”. Sin embargo, él mismo necesitaba de su cabaña (que contenía todas las costumbres y gestos cotidianos que posibilitan la vida) para desarrollar su labor filosófica: “Si es posible el más excelso sistema metafísico es, precisamente, gracias a la existencia de un humilde contenedor, de un inapreciable crisol doméstico que permite su decantación”.
La casa y todos los objetos que contiene nos permiten rastrear el paso del tiempo, las costumbres, los avances técnicos de cada época; pero también son los espacios en los que construimos la intimidad y las relaciones con los otros. Quintanilla nos deja asomarnos a esta intimidad de la casa: vemos su estudio, su dormitorio y otros espacios de sus distintas viviendas. Nos presenta las estancias sin rastro de las personas que las habitan para que cada una de nosotras las hagamos nuestras: “Quintanilla atrapa un instante preciso de la realidad para dejar al espectador que la cargue de la historia que le sugiera”. ¿Cuántas posibilidades narrativas contiene lo ordinario? ¿Cuántas historias podemos construir a través de un lavabo, un vaso o una puerta?
Pensemos un momento en esa cama en la que falleció un ser querido, en ese armario que custodia la ropa que se ponía. En esos objetos depositamos nuestro dolor, nuestros recuerdos, la existencia material de la persona ahora ausente. Fernando Broncano considera que en estos momentos finales, una ruptura o separación (ya sea por muerte o por desamor) “convierte los espacios en un infierno insoportable del que hay que alejarse con premura”. Esto es porque, como explica en su libro Espacios de intimidad y cultura material, las relaciones humanas existen a través de distintos artefactos en los que depositamos significados, recuerdos, emociones e identidades. Los objetos funcionan como soportes materiales de lo simbólico: “Los artefactos tienen una vida social del mismo modo que las relaciones sociales tienen una existencia material”.
Esto es algo que Isabel Quintanilla entendió bien. Sus estampas de vasos duralex y otras marcas de la época; sus habitaciones vacías, puertas entornadas y luz natural nos invitan a introducirnos en los cuadros a través de nuestra propia experiencia material. El trazo de sus pinceles cartografió su propia biografía: los vasos de los que bebían ella y su familia, los relojes de pulsera que marcaban el paso de su tiempo y su época; Isabel pintó cosas que eran suyas, que entendía, que sabía ver y después mirar. Puso su genial dominio de la técnica al servicio de su presente; un tiempo que ahora recordamos con pena o cariño y que se actualiza con cada nuevo espectador. Tal como dice el catálogo: “Isabel pinta el presente, ni el pasado ni el futuro, pues éstos no pueden ser vistos, ni tocados, ni olidos. [...] Al recopilar algunos de sus enseres más personales convierte las naturalezas muertas en autorretratos”. Esos autorretratos siguen vivos en la memoria de todo un país gracias al trabajo de una artista que supo entender lo importante de la intersección entre objetos e identidad; entre lo que tocamos cada día y lo que somos.
El pensador japonés Soetsu Yanagi también entendió y defendió perfectamente dicha intersección, como podemos ver en los textos recogidos en el libro La belleza del objeto cotidiano. Ya en las primeras décadas del siglo XX proponía el término mingei, que hace referencia a la artesanía popular. Este concepto recoge los objetos ordinarios que utilizamos en nuestra vida cotidiana, los que no tienen que ver con las bellas artes (con lo extraordinario). Son esos objetos sencillos, accesibles, hechos para ser utilizados y que no van asociados al nombre de un artista, sino a artesanos anónimos. Para él, deben ser elaborados con honestidad, para que cumplan con su función. Es por eso que se posicionó contra la prisa y el consumo exacerbado, animándonos a relacionarnos con los objetos con honradez, cuidado y respeto.
Si paseáramos por el Museo de Artesanías Populares de Japón, en cuya fundación Yanagi tuvo un papel fundamental, repararíamos en la belleza de obras que no tienen espacio en instituciones centradas en narrar desde lo extraordinario. Podríamos incluso preguntarnos qué artefactos escogeríamos para contar nuestra vida, nuestra autobiografía. ¿En qué parte de nuestra cultura material colocamos nuestros afectos más profundos? Quizás, para abordar estas preguntas, tendríamos que alejarlos de la mirada intelectualizada y de los grandes nombres. Deberíamos ser capaces de ver, como señala Fernando Broncano, de qué forma la historia de los artefactos está enredada con la nuestra. En palabras de Santiago de Molina: “¿Quién ha dicho que no sean precisamente esas profundas llanuras de lo cotidiano las que hacen posibles otros paisajes? ¿Quién ha dicho que no haya posibilidades de encontrar nuevos y refrescantes manantiales de sensibilidad bajo lo cotidiano?”.