Si hay una botella en el mundo del vino que haya desafiado varias veces la muerte, es Château d’Yquem 1806, robada este miércoles de la fabulosa bodega de Atrio. Elaborada por una de las bodegas más prestigiosas del mundo, que perteneció al duque de Aquitania, también rey de Inglaterra, y que después pasó –en 1453– por las manos de Charles VII, rey de Francia. En 1593 Jacques Sauvage compró la finca, que ya se llamaba Yquem. Se mantuvo como negocio familiar y en 1785, cuando Françoise Joséphine de Sauvage d’Yquem se casa con el conde Louis Amédée de Lur-Sauces, el control de la bodega pasa a esta familia hasta finales del siglo XX, cuando tras una ardua batalla entre los hermanos, la propiedad pasa a manos del grupo LVMH.
El prestigio de Château d’Yquem, que elabora vinos dulces resultado de la podredumbre noble, era tal que en 1855, con motivo de la clasificación de vinos de Burdeos elaborada para la Exposición Universal de París, es el único vino que se hace con la calificación de Premier Grand Cru Classé Supérieur. Para hacernos una idea del furor que han causado estos vinos de la zona de Sauternes: ganó entusiastas tan dispares como Thomas Jefferson o Stalin, que pidió unas cepas para intentar aclimatarlas en Ucrania, sin demasiado éxito, por cierto.
La botella robada es 20 años más antigua que el edificio de la actual bodega. Françoise Joséphine decidió su construcción en 1826, tras la prematura muerte de su marido en un accidente mientras montaba a caballo. Desde entonces hasta ahora, todo lo que rodea a la bodega y sus vinos tiene un componente emocional. Jose Polo y Toño Pérez, propietarios de Atrio, adquirieron la botella en una subasta en el año 2000. Formaba parte de un lote de 24 botellas excepcionales, aunque a nadie se le escapó que la de 1806 era la auténtica estrella. La botella más vieja que existía del Château en el mundo. Ni siquiera la bodega guardaba una añada similar.
Cuando el sumiller de aquella época intentó sacarla, la botella se rompió por debajo del cuello. La fortuna quiso que estuviera envuelta en papel film, lo que impidió que se rompiese del todo y que se vertiese el líquido
Atrio escribió otro capítulo en la historia de este icónico Yquem 1806. Con el lote ya en Cáceres, en 2001 Jose, Toño y su equipo procedieron a meter las botellas en cajas de madera. Con lo que no contaron fue con la sutil diferencia de tamaño, porque todas eran –son– botellas hechas a mano y sopladas a boca: la del 1806 resultó ser algo más larga que las demás. Cuando el sumiller de aquella época intentó sacarla, la botella se rompió por debajo del cuello. La fortuna –uno más de los avatares que rodean la historia de la botella– quiso que estuviera envuelta en papel film, lo que impidió que se rompiese del todo y que se vertiese el líquido.
Lo que ha pasado estos días hace que recuerde, como si hubiera pasado hace media hora, la desolación con la que me llamó Jose Polo para contarme que se había roto la botella, una sensación que solo he vuelto a tener cuando me comunicó su robo. En la bodega recomendaron llevarla allí inmediatamente y ese mismo día se pusieron en carretera hasta Sauternes. El propietario, Alexander de Lur-Saluces, les esperaba en la puerta entre aterrorizado y emocionado (reconoció que nunca había probado un vino de esa añada ni cercana). Él y Sandrine Garbay, la enóloga jefa, certificaron que se conservaba en condiciones excepcionales. A la vuelta del viaje y hasta este fatídico miércoles, el Château d’Yquem 1806 lucía en la bodega de Atrio en una botella distinta, de la misma época, con una nota en la que se lee “reconditionné à Yquem le 25/01/2001 suite à un accident. Le maître de chai S. GARBAY”.
La botella se atesoraba en el piso superior del antiguo Atrio hasta que Jose y Toño encontraron el lugar donde levantar su actual proyecto en la plaza de San Mateo del centro histórico de Cáceres, el que ahora alberga un hotel –perteneciente a la cadena Relais & Châteaux– y un restaurante acreditado con dos estrellas Michelín. En la bodega actual, diseñada por Carlos Martínez de Albornoz, construida en madera y compuesta por dos círculos concéntricos, ambos decidieron concederle la máxima importancia a este vino y proyectaron una “capilla” aparte para la colección de Château d’Yquem que han ido reuniendo a lo largo de tres décadas. En una de las estanterías de este espacio, aunque no en un sitio destacado ni con una iluminación especial, porque están ordenadas por añada, descansaba la botella de 1806. Reposaba justo debajo de la botella original vacía y rota. Y no es una botella cualquiera: además de la nota en su etiqueta, al trasvasarla se añadieron unas diminutas canicas de cristal para rellenar el espacio del líquido perdido.
El precio de la botella se ha ido revalorizando a lo largo de los años, como ocurre con todos los vinos de calidad. Pero en el caso de esta, en concreto, se añade el componente sentimental y coleccionista de Jose y Toño. La carta marcaba un precio de 350.000 euros. En realidad, la botella no estaba a la venta. Un cliente japonés se encaprichó de ella hace algún tiempo y eso fue lo que le explicó Jose. Como una joya que pasa de generación en generación: una botella que simbolizaba –simboliza– el trabajo, el esfuerzo, el cariño, el amor por el detalle y una vida dedicada a la belleza.
Atrio sigue y va a seguir siendo un lugar de peregrinaje para los amantes del vino: su carta, una cuidada selección, en la que se pueden encontrar botellas exclusivas que no están en otros restaurantes o tiendas del mundo, cuenta con representación de decenas de zonas y estilos. Cada botella de las que están depositadas en las estanterías de madera de su preciosa bodega podría contar su propia historia. La de Yquem 1806 aún no ha escrito su capítulo final.