La vuelta a la casa familiar, un escenario de recuerdos y conflicto que alimenta la ficción literaria

En su libro El año del pensamiento mágico, la escritora estadounidense Joan Didion cuenta que durante un tiempo se resistió a tirar los zapatos de su difunto marido por si acaso los necesitaba cuando volviese. En Adiós fantasmas, la novela de Nadia Terranova que Libros del Asteroide acaba de publicar en castellano y L'Altra Editorial en catalán (traducidas por Celia Filippeto y Judith Jordà respectivamente), la protagonista, Ida, se aferra a una caja movida por un sentimiento parecido. Pero la diferencia esencial entre ambos es que el de Didion nunca podrá volver, pero el de Ida nunca se sabe. Es muy improbable, pero nunca apareció una prueba que lo hiciese imposible.

Esa caja está guardada en una casa en Mesina (Italia), que la madre de Ida está pensando en vender. En ella vivieron primero sus abuelos, después sus padres y ella, más tarde ella y su madre y a últimas solo su madre. Poco a poco, el piso fue cambiando y perdiendo inquilinos de un mismo linaje hasta que finalmente llegó el momento de dejarlo. Ida, que vive en Roma, recibe la llamada de su madre para que vaya a ayudarla con las cajas y a escoger qué se quiere quedar.

Al volver a esa residencia familiar regresa –o se hace más presente, porque nunca se fue– la obsesión de Ida con su padre, que un día salió por la puerta de casa a las 06:16 de la mañana y nunca volvió. La persona se esfumó, pero su presencia sigue pesando en esa casa, de la que ella también huyó en su momento.

¿Intenta la progenitora librarse de ese peso del recuerdo vendiendo la vivienda? Nadia Terranova contesta a elDiario.es por correo electrónico: “Creo que la madre nunca quiso realmente vender la casa, pero sintió que era la amenaza que necesitaba para que Ida regresara. Después de todo, es la madre quien opera el mecanismo narrativo. Es inteligente, con esa inteligencia compuesta por el talento y la intuición que tienen las madres”.

Ida busca a su padre en cada rincón de la ciudad, en cada marca de las paredes, en cada resquicio de la memoria. No consigue librarse de él porque no encuentra explicación ni un broche que cierre ese capítulo de su biografía. En sus fantasías, Ida piensa: “Vivo o muerto mi padre regresa a casa, de nuevo tiene una voz, un cuerpo, un nombre”. Un trauma que le provoca unas pesadillas vívidas con las que empieza cada capítulo de la novela.

Terranova se documentó en el tema para poder ponerse en la piel de su personaje, aunque también tiene experiencia en este ámbito: “Sí, estudié. Observé los rostros, las vidas de quienes habían perdido a alguien sin saber dónde estaba. Pero también miré dentro de mí: la muerte de mi padre fue tabú durante unos años por diversos motivos. Nunca fuimos al cementerio, no le nombrábamos. Era como si siguiera vivo, como si estuviese en algún otro lugar”.

La acción se desarrolla en Mesina, la ciudad natal de la escritora, que la describe desde una perspectiva personal, alejada de cualquier guía de viaje: “No podría haber sido objetiva, ¿por qué debería? La literatura es el reino de la subjetividad, de la mirada, del punto de vista que ve y crea cosas”, afirma. En la ciudad que retrata Terranova hay carreras de caballos clandestinas por las noches, nata siciliana –“ni demasiado dulce ni demasiado líquida ni demasiado artificial”–, hay una catedral desde la que se emite el Ave María de Schubert a mediodía y un transbordador que lleva hasta la costa de la península de Italia.

Un escenario con paredes de ladrillo

Nikos, uno de los albañiles que está arreglando la terraza del piso, le dice a Ida que: “Cada uno de nosotros tiene una sola casa en la vida”. Para Nadia Terranova: “En la novela hay dos significados de la palabra casa. Por un lado está el bien inmobiliario y tal vez sí, todos tenemos uno en la vida, incluso aunque hayamos vivido en muchos, hay uno que destaca cuando pensamos en la palabra de un modo profundo. Por otro lado está nuestro hogar, donde nos recomponemos. Yo me siento como en casa, en paz, en los cementerios. Frente a la tumba de mi padre me siento en paz, triste pero en paz”.  

Utilizar una casa como escenario esencial en una historia es un recurso habitual en la literatura. En el género del terror o el misterio por supuesto, pero también en las sagas familiares. El punto de encuentro en el que ocurren las cosas que después serán recuerdos o que sirve de eje para la trama. Los personajes viven allí, la recuerdan o la echan de menos. Allí se guardan las respuestas a las dudas, las llaves a las cajas fuertes de los secretos, se mantienen las paredes que servirán de refugio. Habrá personajes que no quieran volver, otros que se pasen allí la vida y otros a los que les duela dejarla. 

En esta línea se encuentran los protagonistas de La casa de Paco Roca (Astiberri, 2015). Un año después del fallecimiento del patriarca, los tres hermanos se reúnen para arreglar la segunda residencia de la familia y ponerla en venta. Ese chalet, que su padre construyó a mano junto a los niños y su mujer, evoca buenos recuerdos de todos ellos, que salen a la luz mientras limpian, pintan y reparan. Durante esos días también sale a la luz algún trauma enquistado y viejos rencores, pero sobre todo llegan a una conclusión necesaria: aquel había sido el auténtico hogar de su progenitor. Y duele despedirse de los lugares que fueron importantes.

La protagonista de Las posesiones, la novela de Llucia Ramis publicada en Libros del Asteroide en 2018 comparte ese sentimiento, cuando la familia decide vender la casa de los abuelos. Can Meixura era para ella “el lugar exacto en el que empiezan mis recuerdos, paraíso perdido al que no podré regresar” y perderla “me dolía como si me hubieran arrancado un brazo o se hubiera muerto un ser querido –de hecho, todos morimos un poco, fue como malvender nuestro pasado–”. Sin embargo, esa transacción inmobiliaria viene seguida de la herencia de otra casa de campo que pertenecía a sus otros abuelos para alegría principalmente de su padre. Lo que no se imaginaba era lo que esas casas habían o iban a afectar a su familia.

Todas las historias de la familia Cazalet, escritas por Elizabeth Jane Howard (cinco volúmenes, todos publicados en España por la editorial Siruela. Traducciones de Celia Montolío y Raquel García Rojas) pasan en algún momento por Home Place. Es el punto de encuentro de los personajes y refugio tanto físico como emocional de todos, porque pese a todo lo que pueda suceder, es un lugar feliz. Y también reflejo de cómo evoluciona la posición de esa familia inglesa de clase acomodada en la sociedad de la primera mitad del siglo XX.

Más o menos por dicha época, aunque con un espíritu bastante más afilado que el de los casi inocentes Cazalet, los Radlett –el seudónimo que Nancy Mitford le puso a su familia a la hora de retratarla en A la caza del amor (Libros del Asteroide, 2017. Traducción de Ana Alcaina)– se reunían en su casa de campo de Alconleigh. “Cuando era niña pasaba las vacaciones de Navidad en Alconleigh; era una constante en mi vida y si bien algunas de ellas pasaron sin pena ni gloria, otras estuvieron marcadas por sucesos violentos y adquirieron un carácter propio”, explica Fanny, el personaje encargado de contar las disfunciones del clan. Más tarde será la mansión de los Hampton donde tendrán lugar los enredos de las Mitford/Radlett en la secuela Amor en clima frío (Libros del Asteroide, 2012. Traducción de Miguel Martínez-Lage).

Jonathan Frazen también le dio una casa de la discordia a los Lambert, ese clan que protagoniza su famosa novela Las correcciones (Salamandra, 2012. Traducción de Ramón Buenaventura). Una vivienda de tres plantas en el barrio residencial St. Jude que solo la madre quiere conservar y que, según su hijo Gary: “se está cayendo a pedazos y pierde valor cada día que pasa”. Un detonante de problemas y buen ejemplo de esos personajes que están locos por deshacerse del inmueble que detestan.

Algo parecido le pasa a Marianne, la protagonista femenina de la novela de Sally Rooney Gente normal (Literatura Random House, 2019. Traducción de Inga Pellisa). Aunque en esta historia las casas en sí mismas no son determinantes –al menos de manera evidente– para la historia, son el escenario en el que mejor se refleja la clase social a la que pertenecen cada uno de los protagonistas. Ella, que vive en una mansión y él, que reside en una sencilla casa proletaria que comparte con su madre. Sin embargo, Connell tiene un hogar al que puede regresar mientras que la casa de Marianne supone un infierno que no quiere ni pisar.

La casa de Celia está en Madrid, pero la Guerra Civil la obliga a moverse a diferentes ciudades huyendo del hambre y de los bombardeos en las páginas de Celia en la revolución (Renacimiento, 2016). Su verdadero hogar está en el barrio de Chamartín, donde se imagina viviendo con sus hermanas pequeñas y su padre cuando todo termine. “En el hall, que es grande y tiene grandes sillones, está aquel barco que mis padres encargaron cuando yo era chiquita.. Arriba los dormitorios… mi cunita de niña, los cuadritos que yo pinté calcándolos con papel de seda de las ilustraciones de un libro…¡El armario caoba de mamá!”, dice al entrar. La casa familiar a la que sería un regalo volver, algo que no depende de la voluntad del personaje sino del bando que gane una guerra. El ejemplo más cruel de todos.