Plaza de toros y campo de concentración
En la explanada frente a la Plaza de Toros de Valencia se han formado tales colas de niños y niñas acompañados por sus padres para fotografiarse en la escultura de la escoba de Harry Potter que algunos días de la semana pasada tuvieron que desplegarse agentes de la Policía Local. Las esculturas forman parte de una exposición sobre el universo de Harry Potter, la popular saga literaria infantil creada por la escritora J. K. Rowling.
Pocos saben que ese lugar fue, en abril de 1939, un campo de concentración. No existe en la ciudad ninguna placa conmemorativa; sólo una foto, tomada hace exactamente 80 años, recuerda este símbolo del universo concentracionario franquista en la ciudad de Valencia.
—Las mujeres de los barrios próximos —contó un testigo directo, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, a la revista Interviú en 1984— se acercaban a las tapias trayendo alimento. Desde el portalón del patio de caballos pasaban calderetas de potaje y sopa. En la ciudad había hambre. Esta solidaridad emocionante era una gota de agua en el océano.
En la Plaza de Toros, de estilo neoclásico con ladrillos caravista, se amontonaban “miles de personas y tantos eran los que se acercaban para ver si tenían la suerte de saber algo sobre los suyos que los guardianes no podían evitar el contacto”, explica el historiador Ricard Camil Torres. “Los detenidos lanzaban a la calle papelitos con su nombre escrito para contactar con sus familias”, añade. Los presos “abarrotaban los grádenos, el ruedo y los pasillos”, recordaba Buero Vallejo.
Por allí pasó con su madre María Dolz, una niña de 14 años de Montcada. La mujer, ya nonagenaria, contó a su sobrino, el periodista y músico valenciano Miquel Ramos, que hasta la Plaza de Toros “iban las hijas [de los presos] a llevar la cestita con comida. ¿Qué hacían? Los porteros se la quedaban. Además decían ‘no verás a tu padre si no pasas a hacerme compañía’. ¿Qué querían? ¡Violarlas!”. Los presos le preguntaban: “escuche, ¿usted es de Montcada? Dígale a mi madre que estoy aquí”.
La única foto conocida de este campo de concentración, localizada por los historiadores de la Universitat de València Javier Esteve y Jorge Ramos en la Biblioteca Nacional, muestra una masa de soldados hacinada donde hoy están las taquillas de la Plaza de Toros y la estatua de Manolo Montoliu. Apoyados en las barandillas de los tres pisos superiores, se asoman cientos de republicanos cautivos. En los muros, ya desaparecidos, que rodeaban el monumento hay una inscripción con pintura blanca —“refugio”— junto a una bandera rojigualda adornando la puerta principal. Según el divulgador José María Azkárraga, la pintada en la pared señalaba probablemente el refugio utilizado durante la Guerra Civil en la Estación del Norte, a pocos metros de allí.
El periodista Carlos Hernández de Miguel, autor de Los campos de concentración de Franco (Ediciones B, 2019), calcula que en la España franquista hubo 296 campos. Por el de la Plaza de Toros de Valencia pasaron cerca de 10.000 hombres. Uno de ellos, el alcalde socialista de Mijas, Manuel Cortés, acabó en Valencia tras la desmovilización de su división de carabineros al finalizar la contienda. “Los que vivían lejos de allí, como yo, estuvimos dando vueltas en aquella capital, a ver qué pasaba, trece o catorce días, antes de presentarnos en la plaza de toros. (...) Sólo me preguntaron el nombre, la profesión y mi dirección”, explicó Cortés al historiador Ronald Fraser que escribió Escondido (Alfons el Magnànim, 1986).
Tras regresar a su pueblo, el alcalde socialista pasó 30 años escondido, un periodo que también relatan Manuel Legineche y Jesús Torbado en Los topos (Capitán Swing, 2010). Otro de los presos del coso valenciano fue el militar republicano José Jorro Mayans. Según el testimonio de su hija Catalina, recogido por la filóloga e historiadora Victoria Fernández Díaz en El exilio de los marinos republicanos (PUV, 2009), los prisioneros fueron “tratados como animales, insultados y vejados”.
Además de los combatientes capturados, explica en un correo electrónico el periodista Carlos Hernández, son recluidos muchos “miembros del Ejército republicano que se han marchado a sus casas ante la inminente derrota, pero que son llamados a presentarse en los campos de concentración a través de anuncios en prensa, bandos pegados en las paredes, anuncios en las radios o incluso mensajes difundidos por vehículos militares con altavoces”.
El coronel Antonio Aymat, jefe de la Columna de Orden y Policía de Ocupación de Valencia, proclamó en el diario Avance que los soldados del Ejército de la República debían “pasar por el campo de concentración para ser clasificados”. “Los que estáis en Valencia, debéis acudir a la Plaza de Toros, donde se os dará de comer con rancho en frío y se formarán distintos trenes para trasladaros a los lugares de clasificación”, explicaba Aymat, quien también decía que la clasificación “tiene que ser breve, así es que acudid en seguida para que legalicéis pronto vuestra situación”. El 9 de abril, en el mismo periódico, el coronel explicaba que a los soldados se les daría “una tarjeta de evacuación con itinerario”.
Manuel García Corachán, oficial del cuerpo jurídico del Ejército republicano que estuvo preso en Sant Miquel dels Reis, narró en sus memorias cómo acabaron en el coso miles de combatientes: “Ellos mismos, sabiendo la suerte que les aguardaba –de momento la inmediata detención- se presentaron a los vencedores, respondiendo al llamamiento por éstos hecho, algunos con la colchoneta y la ropa precisa para quedarse en la improvisada prisión. La mayoría pasaron luego largos años encarcelados, y muchos pagaron con la vida su ingenuidad”, escribió en sus Memorias de un presidiario (PUV, 2005).
Los historiadores Julián Sanz y Mélanie Ibáñez explican en la exposición itinerante que han comisariado No tindreu pau després de la guerra que “la capacidad de la plaza de toros fue rápidamente insuficiente y otros tantos miles de personas fueron trasladados en trenes a otros muchos campos de concentración”. “Sólo el 4 de abril, tres trenes con 6000 detenidos salieron de la ciudad hacia otros lugares”, añaden. El 17 de abril, según la minuciosa investigación de Carlos Hernández, seguía habiendo prisioneros en la Plaza de Toros.
Fue un campo improvisado y de corta duración, explica Hernández, “como los de Azuébar, Burriana-Nules, Moncófar, Soneja, Sot de Ferrer, que apenas están abiertos unas pocas semanas” aunque “no debemos minimizar su papel y el sufrimiento de los prisioneros”. En otras localidades valencianas, como Alicante, Utiel o Monòver, las autoridades franquistas también habían habilitado las plazas de toros como campos de concentración, recuerda el historiador Ricard Camil Torres. Desde el coso valenciano “nos trasladaban a los diversos campos. Nosotros llegamos a Soneja, en Castellón”, relató el dramaturgo Antonio Buero Vallejo.
Así fue el inicio de la represión franquista contra los derrotados republicanos. Hoy, 80 años después de aquel aciago mes de abril de 1939, en Valencia sólo queda una foto de aquella tragedia.