Feminismo de masas
La cuarta ola del feminismo ha resultado ser un tsunami. Al menos, entre nosotros. La enorme demostración de fuerza del 8 de marzo, que se ha producido un año después de la gran explosión callejera del movimiento, configura un fenómeno social impresionante.
Cada uno tiene sus referencias urbanas para calibrar la envergadura de las demostraciones de masas en su ciudad. En Valencia, durante la tarde de este viernes de marzo, un abigarrado cinturón humano de tonos violetas abrazó a lo largo de la ronda interior casi por completo el distrito de Ciutat Vella. Fue una manifestación monumental, sin duda, similar a las registradas durante la jornada en muchas otras ciudades grandes, medianas y pequeñas, solo comparable a las protestas pacifistas que movilizó hace años el rechazo a la participación de España en la guerra de Irak.
Con toda su larga trayectoria histórica a las espaldas, desde la conquista de los más elementales derechos de ciudadanía, como el de votar, pasando por el derribo de barreras en el acceso de las mujeres al mundo político y laboral y por el ejercicio de derechos sexuales y reproductivos que desbordan la moral y los prejuicios tradicionales, el feminismo llega a estas alturas del siglo XXI convertido en un movimiento de masas que exige igualdad legal y cambios sociales para asegurar que tanto hombres como mujeres compartan el mundo público y el privado, pero también carga contra el patriarcado y plantea una nueva feminidad cuestionadora del funcionamiento de la familia y la sexualidad.
Antes y después de que Kate Millet formulara la idea de que “lo personal es político”, el feminismo ha avanzado, en efecto, como una sucesión de olas a cuyo paso quedaban modificadas las costumbres y la cultura, con transformaciones típicas de los movimientos sociales en la ideología, las normas, la organización de la sociedad y la redistribución del poder. El clamor igualitario del feminismo impugna la discriminación legal tanto como la injusticia de facto. Y en ese punto levanta la suspicacia de la derecha, tanto o más que al poner en cuestión los roles sexuales y familiares tradicionales.
De ahí la reacción y la más que visible incomodidad de las formaciones políticas conservadoras ante el empuje feminista. Una cosa es estar a favor de la igualdad legal e institucional y otra apuntarse al derribo de ciertos fundamentos del sistema basados en la acumulación y la competitividad. Los mecanismos de solidaridad que plantea el movimiento feminista son, en el fondo, bastante subversivos. Por eso, los más reaccionarios empiezan a cuestionar incluso algo tan obvio como la necesidad de combatir la violencia machista.
Trump, Bolsonaro y otros encarnan en el mundo el obsceno reflujo defensivo frente a la “revolución violeta”, la resistencia a su capacidad de contaminar lo político, lo social y, también, lo económico. A su vez, la derecha clásica se halla cada vez más perpleja ante el fenómeno, mientras la izquierda, en todas sus expresiones, viaja en el pelotón de un movimiento sin liderazgos, dotado de la indiscutible transversalidad de una gran ola.
No es casual, por tanto, que la extrema derecha asome en España con dos fijaciones, el nacionalismo centralista y el antifeminismo. Ni que Ciudadanos y el PP hayan dado una sensación de incomodidad tan grande ante el estallido de las reivindicaciones feministas. En forma de lluvia fina, de ola creciente o de maremoto, el feminista es, tal vez solo junto al ecologista, cuyo potencial en la lucha contra el cambio climático resulta ahora mismo difícil de predecir, el movimiento social que más empuja en la reforma estructural del sistema.
Como actor político colectivo de carácter movilizador, frente a un programa de involución como el que barajan las derechas en España para el conflicto nacionalista e identitario, el feminismo representa, con sus repercusiones en la igualdad, la solidaridad y la inclusión social, así como en las mentalidades y las costumbres, no solo la vanguardia, sino todo un motor del cambio.