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75 años sin hogar: de la expulsión de Palestina a la persecución en el Líbano

Una de las calles principales del campamento de Shatila, en la capital libanesa, creado en 1949 para acoger a los refugiados de la nakba. Su tamaño se ha multiplicado por diez desde entonces. Joan Cabasés Vega

Joan Cabasés Vega

Campamento de Shatila, Beirut —
4 de junio de 2023 22:41 h

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“Los británicos y los israelíes pusieron bombas en Nazaret y atacaron a las familias en sus casas. Entraron en la nuestra, intentaron detener a mi padre y empujaron a mi madre y a mi hermana”, recuerda Abu Mohamed. Su familia huyó con otros vecinos de Nazaret que, empujados por el miedo, llegaron caminando hasta el Líbano.

Las noticias acerca de las recientes matanzas, como la de Deir Yasín -un pueblo cercano a Jerusalén del que fueron expulsados los residentes y un centenar de ellos, ejecutados- habían corrido más rápido que la pólvora de los disparos.

Los vecinos de Nazaret estaban entre los 100.000 palestinos que en 1948 se desplazaron al Líbano, pensando que podrían regresar a su ciudad natal. Se llevaron la llave de sus casas, que se convertiría en el símbolo de la resistencia, pero esas casas fueron destruidas. Las autoridades israelíes y sus milicias afines arrasaron unos 600 poblados que habían quedado vacíos para asegurarse de que los 750.000 refugiados no pudieran regresar. Es lo que se conoce como “nakba” o catástrofe palestina.

Abu Mohamed hace tres cuartos de siglo que no puede poner un pie en Nazaret, su madre lo intentó en dos ocasiones: la vivienda familiar estaba habitada por otra gente y los uniformados israelíes le impidieron llegar hasta allí. El anciano guarda recuerdos idílicos de su corta infancia en Palestina, que no se han visto empañados por las tensiones que tuvieron lugar durante los últimos coletazos del Mandato británico sobre este territorio. Un vecino de la familia murió asesinado tras enfrentarse a los soldados ingleses y su abuelo fue arrestado y torturado por estos, debido a su conexión con personas “que luchaban por la liberación de Palestina”, tal y como le contarían sus padres más tarde.

Recuerda el sentimiento de comunidad que unía a los habitantes de Nazaret: “Ni tan siquiera teníamos en cuenta la religión de cada uno”, dice a elDiario.es con naturalidad. “Vivíamos juntos y aprovechábamos cada ocasión para encontrarnos”. Los jóvenes del pueblo se ofrecían de forma voluntaria para construir la casa de las parejas que se casaban; los vecinos traían regalos a las bodas y las familias se hacían compañía durante los tres días de luto. Abu Mohamed todavía se entusiasma al hablar de los encuentros alrededor del tabun, el tradicional horno ovalado donde su madre cocinaba el pan árabe y, como al resto de refugiados palestinos, la imposibilidad de regresar a casa le empuja a idealizar esa tierra prohibida.

Perseguidos también en el Líbano

En el Líbano, la familia de Abu Mohamed fue enviada a un descampado sin servicios cerca de la ciudad de Trípoli (norte), donde se acabaría levantando el campamento de refugiados de Naher el Bared, uno de los doce que se establecieron como solución temporal para pocos miles de personas. A día de hoy, algunos acogen a más de 25.000 palestinos en varios puntos del país.

Las tiendas de campaña dieron paso a las construcciones destartaladas y esas parcelas se convirtieron en guetos, de estrechas calles sin asfaltar y sin servicios básicos. La densidad de población en una superficie que, a menudo, no supera un kilómetro cuadrado hace que las calles sean tan estrechas como las personas: la proximidad entre las paredes y las marañas de cables impiden que la luz del sol ilumine el suelo, y las aguas sucias circulan por los mismos callejones insalubres por los que los habitantes caminan.

La pobreza extrema, el desempleo y el abandono no son la peor parte de la vida de los palestinos en el Líbano, donde nunca han encontrado la paz. En ese país, no se libraron del yugo del mismo Ejército que les expulsó de Palestina, tal y como recuerda Kassem Aina. “Sentí que si nos quedábamos en casa nos iban a matar”, dice a elDiario.es este palestino de 77 años, que logró sobrevivir a la masacre cometida en los campamentos de Sabra y Shatila en 1982. Huyó junto a 180 niños, a los que puso a salvo en las montañas: “Pasamos una semana viviendo bajo los árboles; lo pasé muy mal, dividí a los niños en grupos por si ocurría algo”, explica.

Se cree que entre 1.500 y 3.000 personas murieron en Sabra y Shatila, una matanza ejecutada por las falanges libanesas bajo la supervisión del Ejército israelí, que había aprovechado la guerra sectaria en el país vecino para ocupar parte del territorio libanés, y armó y entrenó a las falanges cristianas. Tanto los falangistas como los israelíes se unieron contra los grupos palestinos de resistencia que operaban desde el Líbano, incluida la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yaser Arafat.

Aina ya había vivido una masacre similar, seis años antes, en el campo de refugiados palestino de Tal Zaatar, también en Beirut, tras un sitio de 57 días. A raíz de esa matanza, cofundó la organización “Beit Atfal Assomoud”, con el objetivo de dar un techo a 180 niños que se habían quedado huérfanos: los mismos niños que en 1982 puso a salvo en las colinas de Souk el Gharb. “Fue una experiencia muy triste”, concluye Aina con la mirada en el suelo: “los niños ya habían perdido a sus padres y su casa, y la perdieron por segunda vez”.

Derecho al retorno

Casi medio millón de palestinos reside en el Líbano, algunos han nacido en este país rodeados de referencias culturales palestinas y se sienten extraños. “Cuando era pequeña, ¡pensaba que vivíamos en Palestina!”, dice a carcajadas Fátima a elDiario.es. “Te das cuenta de que estás en Líbano cuando te vas haciendo mayor”, se justifica la joven, habitante del campamento de refugiados de Bourj el Barajne, en el sur de Beirut.

La Agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA), que fue establecida un año después de la creación del Estado de Israel, sigue reconociendo el estatus de refugiado a los descendientes de quienes huyeron en la “nakba”. Sin embargo, y a pesar de que se les reconocen sus derechos, la posibilidad del retorno a su tierra es imposible en la práctica. “Somos los refugiados olvidados, exigimos el cumplimiento de la resolución 194 de la Asamblea General de la ONU de 1948”, dice Aina.

El Gobierno libanés, les niega la ciudadanía, les prohíbe el ejercicio de decenas de oficios y les impide adquirir propiedades fuera de los campos de refugiados. Los refugiados en el Líbano suelen decir que “el gobierno libanés ama la causa palestina, pero odia a los palestinos”. Uno de los motivos que estarían detrás de esta política de las autoridades libanesas es el reparto del poder sectario, vigente en el pequeño país desde el final de la guerra civil en 1990. La mayor parte de los refugiados palestinos son de confesión musulmana suní y, si se les concediera la nacionalidad, este grupo religioso adquiriría más peso dentro del frágil equilibrio de poderes entre suníes, chiíes y cristianos maronitas.

“Muchos palestinos hablan con acento libanés para pasar desapercibidos cuando salen del campo de refugiados”, relata Fatima, apuntando a la discriminación que sufren en la sociedad libanesa. La UNRWA y organizaciones como “Beit Atfal Assumoud” asisten a los palestinos, ante la ausencia de servicios estatales, pero es difícil revertir las cifras: el 90% está desempleado y el 93 % es pobre. “El sueño de cualquier palestino es marcharse del Líbano, pero nuestro derecho es regresar a Palestina”, reclama Aina.

El segundo hijo de Abu Mohamed, Hadar, decidió regresar, después de que el primogénito fuera asesinado en la masacre de Tal Zaatar y de que su padre sobreviviera a la de Sabra y Shatila. Los israelíes lo encarcelaron durante 16 años, hoy reside en la Franja de Gaza y tiene un hijo de 10 años de edad. Según relata su su abuelo desde el campamento libanés, su nieto “ya habla de luchar contra los israelíes”.

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