Afganistán, el suicidio desesperado

“Llevo días aquí con ella. Duermo a su lado. Hablo con ella. La acaricio para que me sienta. La hago compañía para que no crea que está sola… pero cada vez que la miro el corazón se me hace pedazos”, confiesa haciendo una pausa para no romper a llorar. “Es mi hija, ¿sabe?”, añade con dulzura antes de colocar su mano, con extrema delicadeza, sobre su frente. La mira dedicándola una tímida sonrisa que esconde una inmensa pena.

Los ojos de la mujer que yace sobre el camastro me atraviesan. A los pocos segundos, desvía la mirada. Tiene el rostro totalmente desfigurado. “Estaba cocinando cuando sufrió un ataque de epilepsia. Cayó de bruces contra el fuego… y allí estuvo hasta que pudieron socorrerla”, relata su madre mirando fijamente y tomando la mano de su hija.

Un larguísimo suspiro, cargado de pesar, se escapa desde lo más profundo de su alma. Es el único sonido que puede emitir. Lleva más de un mes sin pronunciar una sola palabra. La tristeza se ha apoderado de ella y, cada día, la va sumergiendo más y más en la oscuridad de donde, posiblemente, jamás pueda volver a salir. “Su marido impidió que acudiese a un centro médico. La encerró en casa, durante 22 días, sin ningún tipo de asistencia. Sufría de terribles dolores por culpa de las quemaduras”, confiesa la anciana apretando, ahora con más fuerza, la mano de su hija.

“Es su segunda mujer, así que no le importaba que sobreviviese. Tenía otra más. Además, siempre puede volver a casarse de nuevo”, afirma sin inmutarse. “Tuve que ir yo a buscar a mi hija. La saqué de aquel lugar donde se estaba muriendo…”, relata estremecida la mujer, después de pedir la publicación de la fotografía de su hija, para que el mundo sepa la situación real de las mujeres en Afganistán. 

“Mi hija, cuando salga del hospital, vendrá a casa, conmigo. No permitiré que vuelva a casa de su marido”, confiesa la anciana cuyas palabras, por primera vez, están cargadas de rabia y de odio.

Las historias escondidas en el hospital de Herat

Mohammad Aref Jalali, el médico que me acompaña, me apremia para continuar con la visita. Tiene una risita nerviosa. Recorremos un larguísimo pasillo hacia otra de las salas del hospital de Herat, en el oeste de Afganistán.

En el mundo, hay lugares sombríos y macabros que dejan una huella imborrable. Costurones en el alma que tardan en cicatrizar. Este hospital, y todo lo que representa, es uno de esos sitios.

Una mujer yace en una camilla. Tiene el cuerpo recubierto con gasas impregnadas en yodo. El líquido amarillento resbala por su cuerpo hasta caer en los azulejos del suelo. Gota a gota. Un lamento agudo, capaz de perforar los tímpanos, escapa de su boca sin encontrar consuelo.

“Las que no lo logran me suplican que termine yo”

Dina, como así se llama, tiene sólo 17 años. Ha ingresado hace menos de una hora en este hospital. “Ha tratado de quitarse la vida”, confiesa el doctor. “Es algo habitual. Se roció el cuerpo con gasolina y se prendió fuego”, añade.

En Afganistán, durante 2012, cerca de 2.500 mujeres se quitaron la vida; lo que equivale al 95% del total de casos de suicidio registrados en el país, según datos facilitados por el Ministerio de Salud Pública. “Cada año pierdo entre 60 y 70 mujeres jóvenes delante de mí. ¿Por qué nadie hace nada para evitar estas muertes?”, confiesa Mohammad Aref quien finalmente rompe a llorar.

“Aquellas que no consiguen su objetivo me suplican que termine yo el trabajo. Que acabe con sus vidas. Pero no soy un talibán, no asesino mujeres. Mi función es salvar vidas, no quitarlas”, confiesa.

Los matrimonios forzosos, entre los motivos

Los motivos por los que una mujer intenta quitarse la vida en Afganistán son, fundamentalmente, tres: los matrimonios forzosos, el consumo de opio y los problemas económicos. “Pero, en su mayoría, son chicas muy jóvenes, de entre 14 y 21 años, que sufren malos tratos en el seno familiar o se ven obligadas a casarse con un hombre que no desean y, en casi todos los casos 10 o 15 años mayor que ellas”, confiesa.

“He atendido casos de niñas de 11 o 12 años que ya han intentado quitarse la vida, por estar casadas con hombres muchísimo más mayores de ellas ¿Qué futuro las espera?”. Hace una larga pausa para reflexionar la respuesta. “Es usted consciente que esas niñas serán violadas en su noche de bodas, ¿verdad? Da igual que sean unas crías. Eso es lo de menos… Aquí la mujer es una propiedad. Si yo fuera mujer, en una situación así, también intentaría acabar con mi vida”, sentencia tajante.

Dina es un caso más en una larguísima estadística. La obligaron a casarse hace cinco años pero su marido nunca la aceptó. No llegaron a convivir ni una sola noche. Su padre le preguntó qué había hecho para que su marido la repudiase de esa manera… y decidió quitarse la vida. “Muchas de ellas, cuando llegan a este hospital me suplican que les suministre una inyección letal. Pero no soy un asesino. Créame. No puedo hacerlo…”, repite el mismo mantra que me soltó cuando nos conocimos.

Nadie sabe, a ciencia cierta, cuántas mujeres se quitan la vida en Afganistán cada año. La mayoría de las muertes son registradas como meros accidentes domésticos porque, para las familias de las jóvenes, el suicidio es un deshonor. Tanto es así que durante el régimen talibán los padres de las jóvenes que habían tratado de quitarse la vida eran encarcelados por considerarlo un pecado. El Islam, al igual que el cristianismo, considera el suicidio una aberración. Un insulto a Dios. Por lo tanto, a día de hoy, las muertes se siguen ocultado. Por vergüenza.

Depende de la provincia del país, las jóvenes optan por un método u otro para quitarse la vida. “El más popular es rociarse el cuerpo con algún líquido inflamable y, después, prenderse fuego. En otros sitios prefieren la ingesta masiva de pastillas o cortarse las venas”, describe el doctor mientras me conduce hacia otra habitación.

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Neima Ahmadid sumerge las gasas en un cuenco a rebosar de yodo. Lo escurre un par de veces para que no gotee. Comienza a vendar la mano, en carne viva, de una mujer. La enfermera lleva año y medio trabajando en este hospital de quemados. “Un trabajo tan gratificante como duro”, confiesa sin detenerse un segundo. “Todos los días notas el sufrimiento de estas mujeres. Escuchas sus lamentos. Sus sollozos. Y, al final, es inevitable que te acabes rompiendo. Sí, claro que lloro. Sería inhumano no hacerlo pero lo hago en mi casa. Nunca delante de ellas… Tengo que transmitirlas fe, esperanza, fuerza…”, se sincera la joven, de 25 años.

Cada día viene a este hospital a realizar el mismo trabajo. Posiblemente el más duro. Tiene que cambiar las gasas y los vendajes de media docena de mujeres. “Cuando las desvistes y se ven sus cuerpos abrasados es… terrible. Alguna llora. Otros gritan. En este lugar hay muchísimo sufrimiento. No puedes, ni siquiera, imaginártelo”, confiesa.

“Muchas veces me dicen, entre lamentos, que preferirían estar muertas a vivir así. Y tienen razón. Para vivir así, con el cuerpo destrozado y señaladas por la sociedad, hubiese sido mejor haber muerto”.

Una mujer, cuya cara está completamente vendada se recuesta. Espera pacientemente, y sin protestar, a que Neima vaya retirando los vendajes. Finalmente muestra su rostro. Está desfigurado por las llamas. “Dice que fue un accidente cocinando… No tengo porque dudar de su testimonio”, afirma mientras impregna unas gasas en el yodo y va limpiando toda la superficie. Para desinfectar las heridas y evitar que supuren o se infecten.

“Casi no tenemos materiales. El hospital sólo proporciona los calmantes, los antibióticos y las medicinas. El resto… corre por cuenta de los pacientes. El yodo. Las gasas. Los vendajes. Todo. El problema es que muchas de estas mujeres pertenecen a familias extremadamente pobres y no pueden afrontar los costos. Así que somos los empleados del hospital quienes los compramos para dárselos”, denuncia la enfermera.

Desde 2014, coincidiendo con la retirada de las tropas internacionales, muchas de las organizaciones de ayuda humanitaria también decidieron marcharse del país dejando a hospitales como este completamente desamparados. “En nuestro caso, dependíamos de la cooperación italiana. Cuando las tropas se fueron también lo hicieron los cooperantes. Y, desde entonces, nos hemos visto obligados a prescindir de uno de los dos quirófanos que tenemos porque no hay material suficiente para que esté operativo”, se queja Mohammad Aref.

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Nos detenemos ante una cama. Una mujer se oculta bajo una sábana. Oculta su rostro. No quiere hablar conmigo. “Lleva dos meses ingresada. Tiene 23 años y más del 42% de su cuerpo quemado. Ha sufrido tres operaciones, hasta el momento. Y necesitará una más…”, relata el doctor repasando su ficha, que estaba situada a los pies del camastro. “Tenía problemas con la familia de su marido. Posiblemente la golpeasen y la humillasen. Aquí es habitual. La esposa se muda casa del hombre y allí se convierte en la sirvienta… y la tratan como tal”, revela Mohammad Aref. “Así que, cansada del trato denigrante, decidió quemarse viva.

La familia del marido consiguió sofocar las llamas antes de que pereciese y la trajeron al hospital… Cuando salga de aquí el marido la repudiará“, sentencia dejando la ficha, de nuevo, en su lugar correspondiente y encaminándose hacia la salida.

Shakiba visibilizó en 2012 los suicidios de las afganas

El suicidio de las mujeres, y en ocasiones niñas, siempre ha sido un tabú en Afganistán. Un secreto a voces. Todo el mundo lo sabía. Pero que nadie se atrevía a hacerlo público. A denunciarlo. Los trapos sucios se guardan en casa. No se airean. Pero, al final, hay quien decide dar un golpe en la mesa. Quitarse la careta y pegar cuatro gritos. Y Shakiba fue pionera en eso. Con 19 años empapó su burka con gasolina y se prendió fuego con una cerilla.

Era agosto de 2002. Y el mundo se conmocionó. La joven agonizante, en el hospital, relató, a una televisión local, su drama. Su familia había decidido subastarla al mejor postor. Tras una puja, un hombre, 10 años mayor que ella, la 'compró' por algo más de 7.500 euros, para convertirla en su segunda esposa. Los padres de Shakiba la obligaron a aceptar la unión. En Afganistán, la gran mayoría de la población vive con poco más de un euro al día, así que aquello era una auténtica fortuna. Cuando la boda estaba a punto de celebrarse la joven decidió acabar con su vida.

“Mi familia me estaba vendiendo y no sabía qué hacer, no tenía otra opción”, fueron sus últimas palabras. Su padre estaba presente. Avergonzado, sólo pudo bajar la cabeza. Días después Shakiba, quien tenía más del 50% de su cuerpo quemado, fallecía en el hospital de Herat visibilizando a miles de mujeres afganas que habían recurrir¡do al suicidio para quitarse de en medio.

La violencia machista es otra de las opresiones de las que intentan escapar las mujeres en Afganistán. “Cada mes recibimos entre cinco o seis casos en lo que el marido ha tratado de matar a su esposa. La rocían con gasolina y después las prenden fuego o las echan ácido en el rostro para desfigurarlas. Se conocen como crímenes de honor. Y el marido se creen en todo su derecho de acabar con la vida de su esposa porque cree que le está siendo infiel o porque ha pasado la noche fuera de casa o a tratado de escapar huyendo de las palizas”.