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Parada en el andén de la miseria

Junto a la vía del tren desde donde los turistas se asoman al trauma por las ventanillas, una mujer amasa y pone al fuego tortas de trigo para acompañar la poca cosa que baila en los cazos y sartenes. A un metro de ella duerme su último bebé, sobre una bolsa de tela que una vez fue un saco de 50 kilos de azúcar blanca, manufacturada y extraída de las interminables cosechas del país.

La caña de azúcar es con el arroz o el trigo la base de la actividad económica de India, la “gran potencia emergente”, dicen los titulares, la tercera en el ranking de FMI de economías mundiales. El PIB crece con la producción y exportación de azúcar, pero de su cultivo malviven los pobres; y de su desecho, de sus bolsas y palos, están construídas sus casas y sus camas.

Sentado con dos amigos sobre una de esas bolsas de azúcar llena de basura, el pegamento entrecierra los ojos de Saurabh. Un trapo mugriento sale y entra de su bolsillo a cada poco. Esnifan, se ríen y controlan la hiperactividad de los más pequeños. Duermen entre plásticos, roban plástico, venden plástico y se drogan con plástico. El agua lo encharca todo, las heces de animal lo manchan todo y al atardecer despiertan los mosquitos con los que miles de personas en el slum de la gran estación de tren de Varanasi (Benarés) juegan a la ruleta rusa: cada vez que un insecto aprieta su gatillo contra la piel se disparan las posibilidades de que vaya cargado de encefalitis japonesa, dengue o malaria, que afecta a 24 millones de personas cada año en India. Al norte de las vías y los andenes se extienden kilómetros cuadrados de barro, chabolas y un remolino constante de niños.

Los chavales trabajan en la estación, o más bien de la estación, parasitando la enorme actividad humana que genera el principal nodo de comunicaciones del norte de la India: rellenan botellas de agua en fuentes públicas y las venden a 5 rupias dentro de los trenes; piden dinero entre vagones con hermanos pequeños en brazos, roban carteras tirando de picaresca; sacan el combustible de las locomotoras, limpian zapatos, se prostituyen. “Mi vida está arruinada, pero me gustaría que la de mis hijos fuera mejor y en este ambiente va a ser imposible”, dice Sandosh Punjab, una madre de 3 hijos y 5 hijas.

Muchos son huérfanos o huyeron de sus padres; también hay familias enteras, unas 200 con 8 personas de media cada una, que acudieron a este cajón de miseria pensando en alguna oportunidad. En la parte de atrás de la casa donde un hombre fabrica bolsas grandes de tela cosiendo otras más pequeñas, un grupo de mujeres sentadas una tras otra en la puerta se quita los piojos en conversación animada como de peluquería.

No es sencillo entrar y salir de este campamento, pero el respeto a Manju lo apacigua todo a su paso. “La mayoría de estos niños son delincuentes, pero es lo único que pueden hacer para sobrevivir o para satisfacer a sus padres”, nos cuenta mientras caminamos por los rincones empantanados esta misionera del sur de India que renunció a evangelizar para venir a una zona del país done los cristianos no son ni el 1% para centrarse en “rescatar niños”, en salvar vidas, aunque sea una a una. Su organización, Dare, hoy es el único agente social que tiene una actividad de ayuda permanente dentro de este slum, en el que ya se han dado por vencidas muchas ONG de todo tipo, y cuenta con un pequeño centro de acogida donde intenta resguardar a una treintena de niñas, para que vivan al menos durante la semana y se alejen de las chabolas.

Son las siete de la tarde y las chicas se preparan para dormir. Preeti tiene 13 años y presume de sus notas en el colegio, donde se ha incorporado a un grupo de alumnos mucho más pequeños que ella. Su madre le obligaba a pedir en la estación con su hermano pequeño en brazos, durante todo el día. Los centenares de rupias que ganaban desaparecían pronto. “Cuando llegan aquí, siempre tenemos el problema de que al tiempo empiezan a escaparse y volver. Y luego tenemos el problema de que algunas reniegan de sus familias, se avergüenzan de proceder de la estación, y también trabajamos para que no pase”, cuenta Manju.

En Varanasi hay al menos 227 poblados chabolistas reconocidos oficialmente. Parchean el mapa de la ciudad y concentran al 38% de los 1,2 millones de habitantes de la ciudad. Hay una veintena de organizaciones que intentan llegar a donde el gobierno no puede, paralizado por la corrupción, los sobornos y las mafias. En muchas calles hay bombas de agua para el abastecimiento público con una profundidad mínima de unos 40 metros para garantizar cierta salubridad; muchas no funcionan. Nadie las repara aunque se pague y las familias acaban por instalar la suya propia en casa, por un método más artesanal, más barato y que saca agua para beber a apenas 10 metros de profundidad, llena de vertidos, bacterias y restos de la defecación pública, que es costumbre entre la población con menos recursos y menos formada en hábitos de higiene.

Ninguna ONG, ningún proyecto de asistencia, pondrá solución al problema de que solo en esta ciudad casi medio millón de personas vivan en estas chabolas, pero mirando a los ojos de los que aprenden las herramientas para salir del fango es imposible pensar que no sirven de nada los pequeños heroísmos en forma de ayuda. En India, el algo no está igual de lejos del infinito que la nada.

Lo del infinito es una abstracción obscena para la familia de Ramjan, que vive en una caseta minúscula también rodeada de bolsas de arroz sin arroz, en otro slum de la ciudad, más urbano. Vienen de un estado al este de Uttar Pradesh, cosa que en India, que es más un subcontinente que un país, equivale a decir que son inmigrantes. Parece que acaban de llegar y llevan ahí 20 años, empleando a los 7 miembros de la familia buscando entre la basura para venderla a las mafias del reciclaje y ganar unas 4.000 rupias al mes, 47 euros.

Dos calles más allá encontramos la penúltima vuelta de tuerca de la pobreza sometida de un país que siempre esconde un apretón más. Un edificio en galería alberga talleres de reparación de bicicletas y un telar donde 12 máquinas tejen bajo supervisión adolescente. La escalera de cemento visto conduce a la azotea. Allí se apelotonan las casetas de 50 familias, que pagan un alquiler por vivir su miseria en el techo. A 10 metros de altura, con el lujo de no tener barro a la puerta de casa.

La locomotora de la economía india acelera en las vías internacionales de la alta rentabilidad, a un ritmo del 7% cada año. En el tren, casi vacío, viajan empresas de software, corporaciones agrícolas y graduados en el extranjero. Por el camino se quedan millones de personas, casi la mitad de la población, tiradas en el andén de la miseria.

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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en India es posible por la invitación de Manos Unidas, que ha corrido con los gastos del viaje.