Llega la noche y el rótulo que indica ‘Hotel’ ya no luce, a pesar de colgar el cartel de completo. Uno de los edificios más grandes de Atenas dejó de ser la joya de la corona para reinventarse en el techo del refugiado. En pleno centro de la capital griega, el hotel City Plaza domina la atractiva decadencia ateniense de la que escapa, desde el Monte Olimpo, la antigua grandeza del Partenón.
Una vez fue un hotel de cinco estrellas. Su aspecto sobrio no parece indicar que un día fuera de lujo y que por él pasaran turistas adinerados que se dejaban sus ahorros en este céntrico barrio ateniense.
Ahora el hotel alberga a otras de las personas que llegan a Grecia. A huéspedes sin alternativa. El año pasado fueron más de 850,000 personas provenientes de Siria, Iraq y Afganistán, entre otros países, según la Organización Internacional para las Migraciones. Hoy, estima Cruz Roja, siguen atrapadas más de 57.000 en el país heleno. Este año, la paradoja también se vuelca sobre quienes llegan: marroquíes e incluso dominicanos desembarcan en las islas griegas.
Nasim es afgano, lleva seis años en Grecia y, desde hace dos meses, es el responsable de comunicación del Hotel City Plaza. Este hotel, de gestión mixta – “es de propiedad privada pero ha sido embargado y se encuentra en una laguna legal”, dice – acoge a más de cuatrocientas personas que tienen en común las miradas perdidas, los recuerdos de un pasado mejor y la esperanza de que éste edificio sea el comienzo de una nueva vida en Europa.
Los pequeños corretean por los distintos pasillos de estas siete plantas ocupadas por el colectivo que decidió reconvertir este coloso en un refugio seguro para las familias. Refugee Accommodation and Solidarity Space City Plaza, el colectivo al que pertenece Nasim, cuenta con más de treinta voluntarios que se turnan para dar asistencia a los refugiados.
Como dice este activista el colectivo “no pertenece ni tiene relación con oenegés, el Gobierno u otras organizaciones. Se compone de activistas y está conectado con otras iniciativas”, y comienza sus actividades hace un año “para dar ayuda, asistencia y solidaridad a las personas refugiadas que llegaron el año pasado no solo a Grecia sino a toda Europa”.
Los horarios de las asambleas, las comidas y los carteles informativos cuelgan de los corchos que se hallan cerca de recepción. “Vienen de Siria, Irán, Afganistán, Iraq, Kurdistán, Palestina, Somalia, Eritrea o Pakistán”, continúa Nasim en esta noche cerrada, bajo la atenta mirada de una treintena de personas pertenecientes a la iniciativa Caravana a Grecia y acompañado de varias compañeras del colectivo. Las familias están cenando.
Algunas han acabado y se escucha a los niños – de los que el City Plaza está a rebosar – jugar en las terrazas de las habitaciones. Aquí por lo menos lucen prendas sin agujeros o roídas, pueden ducharse todos los días y hacer tres comidas, aunque sean más propias de un albergue que de un antiguo hotel de lujo.
La espera agridulce de Ala’a
Con todo, “es el mejor sitio en el que he estado desde que llegué a Grecia”. Quien habla es Ala’a, profesor de inglés sirio, marido y otra de las víctimas de una guerra que le encontró. Este hombre de mediana edad se sube a la azotea del City Plaza después de la cena para fumar y, quizá, preguntarse “cuándo llegaré a Europa”. Porque él no siente que esté en Europa. Esto no es lo que le dijeron que era.
Ala’a es uno de los primeros residentes del Hotel. Tras cuatro meses en el campamento de refugiados de Ritsona, a una hora de Atenas, lleva dos en el City Plaza junto a su mujer y viste una camiseta verde en la que se puede leer “Hotel El Cortez”. El destino le confina en hoteles.
Habla un inglés pausado y su rostro no parece creerse lo que le ha sucedido en el medio año que lleva en el país. Mueve sus manos con delicadeza mientras conversa y se frena cuando las preguntas son delicadas.
“Imagina que todo lo que te rodea es cercano a la muerte”, dice y espera una respuesta mientras su cabeza está en Idlib, de donde viene y donde los bombardeos del régimen de Bashar Al Asad y la coalición de países occidentales han dejado vidas destrozadas y ruinas.
Se frena en el recuerdo: “Cada cinco o seis segundos se escuchaban bombardeos. Cuando escuchaba pasar a un avión aquí las primeras noches no podía evitar sentir miedo”. Sigue abriéndose las heridas. “Al ser un profesor de escuela contratado por el Estado, el comienzo de la guerra me obligaba a enrolarme en el Ejército”, al que no podía negarse, ni siquiera alegando su trabajo de maestro, ya que “las escuelas estaban cerradas” y muchas de ellas quedaron en los escombros. Renunciar a combatir en la guerra le hubiera supuesto la cárcel.
No es sólo el trauma de ver cómo tu vida se desmorona, también es el trauma del viaje. Un viaje fácil de organizar. Ala’a cuenta que “hay mucha gente a tu alrededor que trabaja para los traficantes, como aquí”. Desde el aumento de las llegadas se han extendido por Grecia los lugares donde es posible conseguir pasaportes falsos de países de la UE en base a los rasgos físicos y las características de las familias o personas que acuden a por uno.
Las redes de traficantes, reconoce, también le ayudaron a salir de Siria: “No es difícil encontrar a alguien que te lleve hasta Europa. Preguntas a una o dos personas de tu entorno y se ponen rápido en contacto contigo”, dice Ala’a mientras sus ojos no paran de mirar la oscuridad de la noche.
Todas las familias del City Plaza tienen en común el viaje, lo que une pero también produce desencuentros, que Ala’a explica con naturalidad: “Compartimos la vida, tenemos el mismo pasado y es muy fácil tener amigos, pero pueden generarse los problemas típicos de la convivencia”.
Unos problemas, cuenta Nasim, que han provocado dos expulsiones por agresiones machistas, aunque aclara: “fueron casos aislados”. No obstante, las redes de apoyo entre refugiados son fundamentales “si se quiere seguir viviendo. Nadie puede vivir solo si quiere seguir viviendo”, se repite a sí mismo Ala’a.
Mientras vive con su mujer en una de las habitaciones de los últimos pisos, espera. “Quizá espere a nada”, dice, pero también sabe que es su única opción. “No quiero estar sin nada seguro” es la filosofía de la totalidad de las familias refugiadas que se encuentran en Grecia actualmente, puesta en boca de Ala’a. Al preguntarle acerca de qué le diría a un sirio que se vea forzado a marcharse de su país, él se vuelve a frenar y dice: “Debería encontrar un lugar seguro”.
Activistas a tiempo completo
Karima, germano-egipcia, escucha con atención las palabras de Nasim y desconecta durante unos minutos de la frenética rutina que tiene en el City Plaza. A sus 25 años y tras finalizar la Universidad, decidió coger la mochila y venir desde Alemania a Grecia. Ya hace dos meses de esa decisión y apenas ha tenido tiempo para sentarse y reflexionar.
“Es permanente la sensación de matar el tiempo y esperar. Esperar a que algo pase. Esperar a moverse, esperar a reunirse con familiares en otros países, esperar a decisiones que se toman sobre la vida de estas personas, decisiones que les afectan en todo. Esa sensación es muy intensa a veces”, relata a Desalambre por correo electrónico.
Esta activista conoció el proyecto del City Plaza a través de un amigo. Lo que no sabía, y lo que afirman muchas de estas personas, es “la solidez de la autogestión. Todos están comprometidos y todos ayudan. Comparado con campamentos del gobierno u ONG no hay una percepción fuerte de las diferencias entre personas”.
Los refugiados también ayudan en las tareas de autogestión y, como dice Karima, “los residentes voluntarios hacen lo mejor posible en la lucha por la solidaridad y la igualdad” dentro del espacio que comparten.
Aunque una tarea fundamental es escuchar: “Estas personas me cuentan historias horribles de su pasado con una energía que me parece increíble. La fuerza y resiliencia que muestran, sabiendo que su destino no lo pueden decidir ellas mismas, es increíble”. Incidiendo en esa idea, pone el punto final: “Sus corazones son más fuertes que lo que nunca podrán ser los nuestros”.