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El autobús de las refugiadas ucranianas que vuelven a Odesa

Sasha con su niña. Vuelve a casa porque se le acaba el dinero y necesita retomar su trabajo.

Gabriela Sánchez

Enviada especial a Moldavia —
28 de marzo de 2022 22:38 h

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El silencio en el interior del vehículo solo lo rompen los vídeos musicales emitidos en una televisión hacia la que apenas nadie mira. Minutos antes de arrancar, una mujer joven apura los minutos en la estación norte de Chisináu para, con los ojos cerrados y cargados de lágrimas, estrujar bien fuerte a quien la había acogido en Moldavia durante una temporada. Un cartel apoyado en la luna del vehículo confirma que estamos en uno de los autobuses de quienes vuelven a casa a pesar de la guerra: 'Odesa'.

Son las 7:55 horas, faltan 15 minutos para arrancar y el minibús ya está repleto de mujeres y niños que un día decidieron salir de Ucrania para protegerse de la invasión rusa. Ahora, aunque ninguna de ellas confía en que la calma en la región sur del país esté asegurada, han decidido regresar, como ya lo han hecho cientos de personas en la última semana, días antes del anuncio de un supuesto cambio de estrategia militar por parte de Rusia.

Una foto del dibujo de un niño que pintó a su madre fallecida por el impacto de una granada, una imagen de los escombros de Mariúpol, un retrato de un amigo de la infancia fallecido en Mikolaiv… Marina se da la vuelta en su asiento del autobús para enseñar en su móvil una estampa tras otra del horror al que ha decidido volver a acercarse. Prefiere el miedo y la inseguridad a la impotencia del exilio. Cuando se le pregunta por qué regresa, a pesar del terror que expresan sus palabras, repite la misma frase una y otra vez: “Porque ahí está mi casa”. 

El autobús se dirige hacia la frontera, situada a unas dos horas de la capital, mientras la ucraniana, de pelo negro y ojos claros, describe atropellada la vida en la guerra, aunque los combates terrestres no hayan llegado a su ciudad. “Mucha gente no entiende qué es darse una ducha cuando, de repente, suena la alarma”, dice la mujer, de 40 años. “Suenan cinco o seis alarmas, esto es imposible de soportar”. 

Descansar el “sistema nervioso”

Hace dos semanas, María decidió huir de Odesa a Rumanía, donde fue acogida por unos amigos: “Después de enterrar a mi amigo, necesitaba un descanso para tranquilizar al sistema nervioso, pero más tarde o más temprano todos volveremos a casa”. Tras recuperar un poco las fuerzas. “Allí me he tranquilizado un poco, pero me seguían llegando los avisos de alarmas antiaéreas al móvil y ya sabía lo que estaba pasando…”. 

Desde el inicio de la contienda, su ciudad se preparaba para un “inminente” asedio ruso que no ha llegado a producirse. El pasado viernes, Rusia anunció el “fin de la primera fase” de la guerra y, tras intentar acercarse a Odesa en vano, el Kremlin asegura que centrará sus fuerzas en el Donbás. Al día siguiente, las tropas rusas bombardearon el Este del país, donde se concentra la mayoría de desplazados de guerra. 

Marina, igual que las decenas de refugiados con los que hemos hablado en Moldavia, no se fía de la palabra de Putin. No vuelve tras el comunicado ruso. Vuelve, insiste, para “estar en casa”. 

Poco antes de acomodar a su bebé sobre sus piernas, Sasha tampoco cree nada de Rusia, pero sí piensa que, como ya venían advirtiendo varios analistas occidentales antes del anuncio oficial, sus tropas se han visto forzadas a cambiar de estrategia y concentrar sus fuerzas en la región separatista del Donbás. Reconoce que, aunque está un poco más tranquila por ello, tampoco regresa a Ucrania por esta razón. Llegó el 4 de marzo a la capital moldava, donde fue acogida en la casa de unos conocidos. “Vinimos porque la situación era muy difícil, disparaban, caían bombas en zonas cercanas”, cuenta Sasha. “Claro que sigo teniendo mucho miedo... Vuelvo porque se me acaba el dinero, necesito volver a mi trabajo”.

La ucraniana regresa a la región de Mikolaiv, fuertemente azotada por la guerra, pero a una zona rural que, dice, “es más tranquila”. 

Ludmila cierra los ojos de vez en cuando, pero no llega a coger la postura y vuelve a abrirlos para observar el paisaje a través del cristal. Ha pasado las últimas dos semanas en la capital de Moldavia, adonde llegó con sus dos nueras y sus nietos. El primer día de guerra, salió con ellas para ponerlas a salvo en la casa de un familiar porque, dice, se lo pidieron sus hijos. Pero ella regresó a casa.

Hace dos semanas, volvió a la capital moldava para llevar cosas a sus nueras y nietos. “Como se fueron sin coger casi ropa, y la que cogieron era de invierno, volví a Chisinau para traerles la ropa de primavera”, dice la señora, dedicada a la agricultura. En su vivienda, ubicada en una zona rural de la región de Odesa, se encuentra su marido, de 58 años, y la finca de fresas que gestiona con él. Muestra fotos de los frutos rojos que cosecha. En una de ellas aparece su nieto dándole un mordisco.

“En unas semanas empieza la campaña, ¿qué hago yo aquí? Quiero estar en casa”, responde la ucraniana, que se emociona cuando habla de sus nietos, de los que acaba de despedirse. Suspira al observar fotos de ellos en Ucrania: de la tarta de chocolate que les cocinó, de las hermanas vestidas conjuntadas, del niño mordiendo uno de sus fresones... De esa vida que se paró el 24 de febrero.

El flujo en dos direcciones

Al alcanzar la frontera de Palanca, el vehículo frena por unos instantes mientras sus ocupantes preparan sus pasaportes y algunos de los pequeños aprovechan para estirar las piernas tras un par de horas de trayecto. En este punto, el más cercano a la simbólica ciudad de Odesa, el flujo de personas se produce en ambas direcciones. Mientras el autobús continúa poco después su camino y una larga fila de coches de matrícula ucraniana espera su turno para regresar al país en guerra, decenas de refugiados, la mayoría mujeres y niños, arrastran sus maletas y llegan a Moldavia en busca de protección. Las mismas furgonetas que traen a las personas refugiadas al puesto de recepción de refugiados de Palanca, se vuelven a llenar de gente que quiere ir de regreso a sus hogares, muchos de ellos en Odesa.

Frente a la garita del control moldavo del paso fronterizo, aguardan para volver a Ucrania a pie otras tantas familias. Allí espera Olga junto a sus cuatro niños, que se muestran eufóricos por volver a casa. “Tengo ganas de volver a ver a mi padre”, dice el pequeño Vitalik, de 11 años, que no deja de sonreír. “La casa es la casa...”, dice su hermana Nastea, de 16. Ilia regresa a Odesa con su hija adolescente porque, cuenta, después de haberse pedido unas vacaciones, “ha pasado un mes y la zona sigue más o menos tranquila”. “Si se complica, saldremos otra vez”, dice la mujer.

Unos metros más allá de la frontera, protegiéndose del viento helador que azotaba en Palanca este domingo, Tania espera un autobús en la dirección contraria y con el rostro desencajado. Ella también es de Odesa, pero ya no puede más. Se ha cansado de vivir con la ansiedad acumulada en cada alarma antiaérea, de conocer las noticias de bombardeos desde el mar, del miedo a que todas las imágenes que observa de Jarsón, Mikolaiv o Mariúpol se acaben repitiendo en su ciudad. “Si vemos que, de verdad, ya no hay más bombas en nuestra zona volveremos, pero estamos cansadas, no podemos seguir así, tenemos que estar tranquilas”, dice la ucraniana, rodeada de maletas.

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