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Ser bienvenido como refugiado ucraniano en un país que está construyendo un muro

Una niña mientras espera con su familia para salir del área fronteriza tras cruzar a Medyka (Polonia) desde Ucrania.

Víctor Honorato / Olmo Calvo

Przemysl (Polonia) —
5 de marzo de 2022 22:00 h

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El concejal de Przemysl Bartłomiej Barczak, Bartek para los amigos, pelo plateado, buen humor y sonrisa perenne que con frecuencia culmina en carcajada, termina de dar instrucciones en un almacén de la ciudad, próximo al río, donde se apilan provisiones para los refugiados que siguen llegando de la frontera con Ucrania. La ciudad está volcada con los recién llegados. Niños y mayores echan una mano en lo que pueden. Hay hoteles, a la entrada de la ciudad, que han dejado de atender reservas para acoger a gente en los sofás, mientras que la estación de tren es un constante ir y venir de jóvenes con petos amarillos y naranjas que atienden ruegos, traducen, organizan, consuelan. 

Bartek va y viene con frecuencia al punto fronterizo de Medyka, a unos 15 kilómetros de Przemysl. El jueves por la noche, acompañado de Magda, que vivió nueve años en el barrio madrileño de Carabanchel y se presta amablemente a traducir, aparca el coche en el área de tránsito fronterizo y muestra el despliegue humanitario junto a las casetas de la aduana. Sin descanso, cientos de personas van superando el control de documentación y entran oficialmente en Polonia. Aquí se encuentran con una zona abierta, pero techada, donde está instalado un gran caldero con sopa minestrone y una plancha con verduras asadas para entrar en calor, instalado por la fundación del chef español José Andrés. Hay ropa, pañales, leche de fórmula para los niños. Para los que llegan es un alivio. “Me dice el jefe de frontera que ahora mismo hay 5.000 personas esperando para entrar”, revela Bartek. El flujo puede decaer, pero nunca se detiene. “Es así las 24 horas”, explica.

Sorprende que todas los que llegan, mujeres y niños en abrumadora mayoría, son ucranianos. Se trata de gente que alcanzó en la frontera en autobús, se bajó, superó el control y ahora se sube, tras una espera que esta noche está siendo relativamente corta, a otro autocar que los llevará a Przemysl. Eso, si no tienen quién los venga a recoger. Al fin y al cabo, Prezmysl y Leópolis, la primera ciudad importante de Ucrania al otro lado de la frontera, forman parte de la Galitzia histórica, y las lindes entre países no se acabaron de definir hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Los vínculos permanecen.

Paralelo a este recinto discurre, separado por vallas, otro acceso fronterizo, habitualmente empleado para las entradas y salidas a pie. Este sendero alternativo, que va a dar a un descampado desde el que más adelante se accede de nuevo a la carretera principal, lo han empleado sobre todo los extranjeros residentes en Ucrania para salir, tras pasar por la última sala de control, atestada de gente. El fin de semana pasado, aquello fue el “armagedón”, recuerda Bartek. Ahora apenas discurren algunas personas, que desde el recinto paralelo apenas se vislumbran. En ese sendero alternativo no hay caldo caliente a todas horas y si nieva, uno se moja.

La segregación de ucranianos del resto de escapados, confirmada por múltiples testimonios que relatan episodios de racismo, es responsabilidad de las autoridades ucranianas y termina, en principio, al cruzar a Polonia. Pero hay matices. El primero, puede que menor, es este acceso inicial a una comida caliente en Medyka. Quizás se trate solamente de un problema de organización, porque en la estación de Przemysl los voluntarios atienden a todos por igual. El problema puede estar afuera, según comprobó la cadena de televisión polaca OKO esta semana, cuando radicales racistas la emprendieron a golpes con refugiados. Las diferencias se notan en detalles, como que a la enviada de Televisión Española le pidiesen que no revelase el nombre de un convento que hospedaba a refugiados ecuatorianos, no fuera a ser que viniesen los ultras a meter gresca.

El muro del norte 

 Cabe recordar que, en otra frontera, más al norte, el Gobierno polaco ha empezado a construir un muro de 185 kilómetros y más de cinco metros de altura para evitar que los refugiados de otras guerras, más lejanas, salgan de Bielorrusia. El presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, azuzó el éxodo en un momento en que su poder zozobraba. El Gobierno polaco ha estimado que la obra costará alrededor de 350 millones de euros.

Como sucedió durante la llegada de migrantes a Bielorrusia, la proliferación de bulos contra inmigrantes en redes sociales se ha multiplicado en los últimos días también en Polonia y las autoridades investigan su relación con las redes habituales rusas de desinformación. (Para consultar los bulos sobre refugiados y cualquier otro aspecto de la guerra de Ucrania, Maldita.es actualiza su recopilación aquí).

Bartek y Magda, que de camino a Medyka hablan con gran pena de tres pequeñas hermanas congoleñas a las que se busca refugio, dicen no entender que “los medios de Varsovia” digan que en Galitzia, feudo conservador, son racistas: “Lo que no queremos es que entren criminales”, dice Bartek, que se declara políticamente independiente. Magda muestra un vídeo en el teléfono en el que se ve a un hombre entrando en una tienda, cubierto con una manta, medio tambaleándose, y tiene un altercado con el dependiente, que lo reduce fácilmente. “Entró con un cuchillo, y hubo otros que robaron los bolsos a las mujeres”, afirma. Bartek se teme que “marroquíes” hayan aprovechado la guerra rusa para colarse en Polonia.

Las disquisiciones se desvanecen en el cruce de Medyka, donde Bartek y Magda reparten paquetes, sirven comida y se emocionan con los relatos de quienes entran y tienen ganas de charlar. Como el de una mujer que se acerca al caldero de sopa tiritando. Ha venido desde Jarkov, muy golpeada por el ataque ruso. Se sacude el frío, se hace entender con Magda, con quien parece bromear, pero en cuanto se pone a contar su historia recuerda que su marido ha muerto y, tras unos segundos, se aleja para que no la vean llorar. Magda pone cara de circunstancias, las pestañas pintadas se le han humedecido y le han dejado marca en las ojeras. Se acerca también Victoria, que viene con su hija de Vasilikov, a 30 kilómetros de Kiev y la primera ciudad en ser bombardeada. Tiene amigos en Alicante, y allá se dirige, porque en Kiev ya no se podía estar, durmiendo en el metro, con la niña acostumbrándose a pisotear ratas. Mientras cuenta esto, otro autobús se ha llenado y emprende el camino de vuelta. La secuencia vuelve a comenzar, y así continuará toda la noche.

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