La charanda es una tierra rojiza, marchitada por el maltrato al bosque. La tala inmoderada, los incendios y las plagas sin sanar, arrasaron con toda su materia orgánica. Esta arcilla pesada se endurece en periodos secos. Se reblandece y se infla por las lluvias. La loma late. Una alfombra aterciopelada que refulge fresca bajo el sol y se encarroña en la sombra. Es una tierra inservible, muerta.
—¡Es increíble, mira qué color! —se maravilla el caminante a su paso por ese suelo oxidado que pisa todos los días.
Juan Manuel Madrigal Miranda vive solo en medio de 100 hectáreas de pinos y encinos desde hace tres décadas. Un bosque ubicado en la periferia sur de Uruapan, en el corazón de Michoacán y de la guerra en México. En el último año, un frente de batalla entre cárteles de la droga que ahora también se disputan los campos y el agua.
—Ahí están los halcones (vigilantes de un grupo criminal) —señala una garita de tablones a treinta metros—. Si preguntan, eres estudiante.
El hombre de 72 años carga una cubeta en su mano izquierda y un machete en la otra, sus utensilios para salir cada mañana a regar las plantas. Su única compañía y distracción desde que las balas llovieron sobre su cabeza.
—Escuché un estruendo muy fuerte y me tiré al piso. Se estuvieron disparando como veinte minutos, pero luego duró una hora el olor a pólvora. Un aire y un silencio de muerte. Hasta los pájaros dejaron de cantar —recuerda sobre aquel 22 de mayo de 2019, a las dos de la tarde, a cien metros de su casa. Los Viagras emboscaron un convoy de su grupo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), y abatieron a 12 de sus integrantes. El enfrentamiento involucró a un centenar de sicarios de ambos bandos.
La charanda se volvió a teñir de sangre. No era el primer combate en esa arboleda, pero sí el que detonó una etapa aún más salvaje del conflicto en Michoacán.
***
Juan Manuel tiene ojos diminutos, vidriosos, los párpados inferiores hinchados como a punto de soltar una lágrima. Sus arrugas de la garganta, su perilla canosa y sus prominentes venas en las manos parecen pesarle y encorvar su delgada figura. Viste un polo amarillo con un chaleco de pana que repite todos los días y usa cordones verdes. Tiene aspecto y alma de hippie, pero es un superviviente.
Estudiaba Filosofía en la capital y militaba en las juventudes comunistas, cuando en el 68 estalló la revuelta estudiantil. Su familia lo envió a casa de una de sus hermanas en California para ponerlo a salvo. En la Universidad de Berkley, donde solía merodear sin estar matriculado, descubrió el incipiente movimiento ecologista.
—La Tierra será como sea el ser humano. Somos cabrones, pues la destruiremos. Desde ahí que empecé a hablar del calentamiento global y aquí en México me miraban como un loco —resume Juan Manuel de aquellas enseñanzas por entonces visionarias.
Pasó viajando largos periodos por todo Michoacán para impartir talleres de compostaje, huertos sostenibles y reciclaje, tanto en facultades como en comunidades indígenas. Allá donde iba, regalaba semillas orgánicas, por lo que se ganó el apodo de Juanito Manzanas, el legendario arboricultor nómada de Estados Unidos.
En 1983, fundó junto a varios colegas Viva Natura, una de las primeras organizaciones ambientalistas en el país, que logró detener algunos saqueos de madera y manantiales en la región. Naciones Unidas los invitó a Nueva York en 1991 para preparar la Cumbre de la Tierra del siguiente año.
—Lo más importante del movimiento ambientalista es que haya ejemplos vivos de lo que significa la naturaleza. Necesitábamos un lugar donde mostrar que era posible una vida sustentable —indica el profesor la idea que sacó de ese encuentro.
Viva Natura consiguió que los ejidatarios (persona con derechos agrarios en México) de Zumpimito, el barrio en ese apéndice de Uruapan, les cedieran un pedazo de su bosque charandoso, porque les resultaba improductivo. En esas tres hectáreas crearon el Ecocentro Cupatitzio con la intención de ofrecer un espacio de preservación para el estudio del entorno natural y para fines recreativos. A su inauguración en 1999 asistieron representantes de la embajada de Canadá y Reino Unido, que contribuyeron a financiar la iniciativa, y más tarde lo visitaron sendos embajadores.
Juan Manuel pernoctó varios meses en una cama de paja bajo un cedro, para cuidar los materiales de construcción.
—Nos decían que estábamos al lado de un barrio bravo, pero nosotros lo vimos como una oportunidad para hacer trabajo comunitario —rememora de unos inicios en que contrató a albañiles de esa misma barriada para levantar las cabañas del conjunto.
Desde ahí los pobladores le llaman El Biólogo, porque siempre está con las plantas.
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La historia del proyecto, de ese bosque, es la historia de la violencia.
El Ecocentro colinda con Arroyo Colorado, nombre dado por el rojizo de su suelo charandoso, cuyos desprendimientos formaron una barranca por donde penden un puñado de chabolas de lata. Un asentamiento de unas 200 familias humildes, la mayoría dedicadas al reciclaje de chatarra del basurero cercano. Siempre tuvo fama de peligroso, pero al ambientalista nunca le importó. A esa comunidad llevaba grupos de voluntarios extranjeros para dar clases, pintar la escuela o repartir juguetes y ropa en Navidad. También solían reforestar y abrir los caminos necesarios para los moradores.
Juan Manuel se sienta en unas banquetas colocadas en círculo, cubiertas de pinaza, al igual que las largas mesas de picnic:
—Aquí hacíamos unas fogatas preciosas. Venían alemanes, españoles, holandeses… hasta quince jóvenes de diferentes nacionalidades. Nos poníamos a tocar música y a charlar sobre el futuro del planeta.
Los voluntarios foráneos dejaron de venir hace más de una década, cuando reventó la llamada 'guerra contra las drogas' en México, iniciada precisamente en Uruapan. En septiembre de 2006, varios hombres entraron a un club nocturno de la ciudad y arrojaron cinco cabezas humanas, los primeros decapitados que vería el país. El 10 de diciembre, el entonces gobernador de Michoacán pidió ayuda al Ejecutivo federal para combatir a los cárteles que ese año habían provocado medio millar de muertes en el estado.
Al día siguiente, el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico y lanzó un operativo en ese estado que marcó el comienzo de una acuciante oleada de violencia que ha destrozado a México hasta la actualidad, superando máximos mes a mes, hasta registrar 34.608 homicidios dolosos en 2019, el año más letal de su historia moderna. Michoacán sumó 2.049 asesinatos, cuatro veces más que al inicio de esa cruzada. Su epicentro fue Uruapan, la décima ciudad mexicana con mayor tasa homicida y entre las veinte urbes más peligrosas del mundo.
Hacia 2014, la fuerza pública había engendrado movimientos de autodefensa —grupos de civiles alzados en armas—, que proliferaron en Michoacán y expulsaron al crimen organizado de la mayoría de municipios. Decenas de los sicarios que huyeron con sus familias se instalaron en Arroyo Colorado, donde pasaron desapercibidos.
Entre semana Juan Manuel siguió recibiendo a niños y niñas de escuelas para enseñarles sobre la fauna y flora endémicas y a universitarios que aprendían sobre agrosistemas y técnicas de conservación. Los sábados acudían familias enteras a celebrar cumpleaños o cualquier festejo, no sin antes darles un recorrido guiado.
—Maestro, yo siempre creí que la vida podía ser de otra forma y esta visita me lo demostró —le dijo una vez un estudiante—.
“Eso fue un regalazo para mí, fue la mejor recompensa, por eso ya valió la pena”, asiente el Biólogo sobre una iniciativa soñada como reserva natural, hoy abandonada y amenazada.
La maleza engulle los cinco cobertizos esparcidos que conforman el Ecocentro, de listones carcomidos y tapados con una lona para evitar que se filtre la lluvia. Una viga rota amaga con derrumbar el techo del aula principal. El moho corroe la amplia cocina. Sólo quedan la mitad de los colchones en las seis literas del dormitorio común. Un deshidratador de verduras que él mismo fabricó yace destartalado entre los matorrales.
Hace una década que el proyecto dejó de obtener subvenciones y hace más de un año que Juan Manuel no recibe ninguna visita por razones de seguridad.
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A finales de 2018, se mudaron a Arroyo Colorado decenas de miembros de Los Viagras, banda criminal surgida de las extintas autodefensas, cuyo nombre proviene del uso excesivo de gomina que utilizaba uno de sus fundadores, los hermanos Sierra Santana, para ponerse el pelo de punta. Hicieron del arrabal, su cuartel. A veces Juan Manuel se cruza con hombres —o mejor dicho, muchachos— armados y encapuchados cerca de su casa:
—Normalmente ni nos miramos, pero en una ocasión me dijeron: '¡Ah, usted es el que ayuda a la gente, el Biólogo, qué buena onda!'. Quizá mi labor comunitaria me salvó la vida y me la sigue salvando, pero pueden cambiar de opinión. Son chavitos de 16 años que van con los pinches fusiles. Son pobres sin oportunidades, producto de las circunstancias. No querría verlos en la cárcel.
—¿Por eso sale con el machete? —le pregunto.
—¡No! Es algo psicológico para sentirme seguro —se ríe—. Con los malandros (delincuentes) no sirve de nada, andan con puro cuerno (AK-47). Esto es sólo por si me encuentro algún maleante. Antes había un par de adictos que me molestaban. Algunos días sacaba una vieja escopeta para asustarlos, pero ya hace tiempo que no están. Me contaron que los mismos viagras los habían desaparecido. Ellos imponen su ley.
Por momentos Juan Manuel eleva su mirada, pensativa, misteriosa, clavada en alguna nube, unas ramas, un pájaro o quizá en nada concreto. Un ápice de demencia que disimula entre sus apuntes históricos. Se detiene al lado de un tanque de agua, pero en esta ocasión agacha la cabeza.
—No mires demasiado, ahí arriba de esa colina están los pillosos (Los Viagras), donde hacen el desmadre talando. Alguna vez los he visto bañarse aquí en mi depósito. Por ahí se dan bala con los de Jalisco. Ésos, si se enteran que soy ambientalista, nos dan chicharrón [tirotean] antes de preguntar—se refiere al CJNG—. Ya no podemos avanzar más.
El Ecocentro es uno de los frentes de la guerra entre Los Viagras y el CJNG —antes aliados— que desde 2018 se libra barrio a barrio, cerro a cerro. Una pugna por la que se derrama más que sangre para apropiarse de una calle o media hectárea.
Ese bosque es un punto estratégico para el crimen organizado porque conecta Uruapan con Tierra Caliente, una vasta depresión que divide el interior michoacano de la costa, escenario de los más feroces enfrentamientos. Por Arroyo Colorado hay brechas que permiten moverse rápido hacia ambas direcciones.
La privilegiada ubicación de la loma produce una atmósfera particular, donde crecen tanto árboles de frío como de calor, pinos y plátanos. Hacia abajo se desliza el valle que trae un aire cálido durante el día. Por la noche predominan los vientos frescos de la parte alta. Con arduo esfuerzo, cariño y mucho abono, Juan Manuel logró que en la charanda germinase caña de azúcar, mango y papaya.
—Antes tenía una hortaliza preciosa, pero no la pude conservar porque estamos en tiempos de guerra. Los vegetales son como bebés, necesitan calma, requieren de logística para cuidarlos. También tenía muchos perros que no pude mantener —se lamenta el profesor, que subsiste con un sueldo mensual de 5.000 pesos (unos 200 euros) por dar clases en la universidad.
En marzo de 2019, pocos meses después de la llegada de Los Viagras, el ruido de las motosierras quebrantó definitivamente la tranquilidad del lugar y del ermitaño. Frente a su casa transitan a menudo caravanas de mini-camiones cargados de troncos y hombres armados que al día realizan hasta treinta viajes. Las taladoras sobresaltan a Juan Manuel al alba y el estrépito se alarga hasta el anochecer.
—Incluso han metido maquinaria pesada para abrir caminos. Calculo que han cortado 30.000 pinos, la mitad del monte. Este bosque es regulador del clima de Uruapan, ya he notado un calor inusual —asevera—. Además, hay manantiales en riesgo. El agua viene de los pinos, que son como fábricas de agua. Sin este bosque, habrá menos agua en toda la región.
Varias colonias de Uruapan han sufrido un creciente desabasto de agua potable debido a la significativa disminución de su capacidad hídrica. Esto por efecto de la deforestación, según reconoció el secretario michoacano de Medio Ambiente, Ricardo Luna, quien ha externado en repetidas ocasiones su preocupación por la tala ilegal en esa foresta del Ecocentro. Las autoridades estatales y municipales tienen conocimiento del atropello, pero hasta ahora no se han tomado medidas para proteger la zona.
—Aquí vino la Policía cuando llegaron los pillosos, a menudo sobrevuelan helicópteros, pero nada. (Colegas políticos) me dijeron que eran muy peligrosos y estaban viendo cómo entrarles. Pero si los hubiesen querido agarrar, ya lo hubiesen hecho. Se pasean por el barrio con las pinches ametralladoras —se exaspera el septuagenario ante una desidia que ha denunciado públicamente. Las represalias no se hicieron esperar.
***
La modesta vivienda de Juan Manuel se mimetiza entre el ecosistema. Una cabaña de madera de dos pisos y tejado puntiagudo, con detalles verdes y paredes amarillas por donde trepan numerosas plantas marchitas y cuelga una desgastada vitrina propia de un parador turístico.
La cerradura de la puerta todavía tiene la huella de barro de una bota. El 15 de junio de 2019, varios elementos de la Policía estatal asaltaron el Ecocentro y robaron varias herramientas de valor, colchones, ropa, documentos y paneles solares, según reclama el Biólogo. Varios vecinos vieron ingresar a tres patrullas encabezadas por el comandante Daniel Alfonso Moreno, identificado por sus abusos contra la ciudadanía y relegado a otro municipio en agosto de ese mismo año.
Al momento de interponer la queja, los mismos funcionarios judiciales avisaron a Juan Manuel de que sería difícil investigar el caso, dado que en el Departamento de Asuntos Internos de la Policía Michoacán “existe mucha corrupción”. En ese segundo allanamiento en menos de un mes, los presuntos agentes dejaron una nota de advertencia:
NI TE ARRIMES
Q ya sabemos
Que tu los
Escondes aquí en
Tu ecosentro
biologo Te llamas Juan
(sic)
—No me van a callar ni me van a mover de aquí —murmura el ermitaño mientras abre la puerta. Después de entrar, la cierra de inmediato con llave, pese a vivir solo en mitad de la nada.
Por la sala principal resulta imposible caminar sin tropezarse con alguno de los montones de libros, archivos y cajas. Las tablas crujen tétricas a cada paso. Unas estrechas escaleras conducen a la parte de arriba, donde apenas cabe un maltrecho colchón, un fogón a gas y un escritorio repleto de papeles y notas. Juan Manuel se resignó a una soledad que mata dibujando y escribiendo ensayos, poemas y demás reflexiones hasta que la luz del día se lo permite. Cuando le invade la inspiración, enchufa un cable hasta la batería de su coche para encender una tenue bombilla o prende algunas velas. Las estanterías se arquean sobre su cabeza por el peso de los infinitos libros, cintas, casetes. Abarrotó las paredes de crucifijos, imágenes del evangelio, de buda, y retratos de sus padres y de sus dos hijos. Varias efigies indígenas y orientales terminan de rebosar el dormitorio-cocina-despacho de unos 20 metros cuadrados, insuficientes para almacenar toda una vida de ascetismo y activismo.
—La naturaleza es uno de los lenguajes por donde el misterio de Dios nos habla. Es belleza —concluye el Diogeniano sobre su holística percepción del mundo, cuya explicación interrumpe por momentos para alertarme—: Si ves a alguien, me dices. Corre la mosquitera para que no te vean.
Otras veces detiene la conversación para admirar un piulido, unas hojas agitadas por la brisa o el enjambre de insectos que se amontonan sobre un cesto de frutas maduras, casi podridas. Su dieta habitual.
—¡Escucha los jilgueros, cantan increíííble! —atributo que repite con el mismo entusiasmo ante cualquier detalle de la naturaleza. Inclina levemente su cuello para contemplarla por encima de sus gafas.
Desde el palmo de balcón del segundo piso, Juan Manuel medita todas las tardes con la vista perdida en un horizonte cada vez menos tupido. “Hola, don Juan, ¿cómo está”, le gritan unos chiquillos que pasan a buscar algo de leña y lo despiertan de su abstracción:
—¿Cómo me voy a ir? Esto es bello. Si me voy, lo destruyen.
La charanda es una tierra erosionada que antes fue andisol, un tipo de suelo de origen volcánico formado a partir de cenizas. Muy fértil y abundante en Michoacán, donde se dan las condiciones de terreno, clima y altura idóneas para que crezca el aguacate, el frutal más productivo del planeta. La charanda se menosprecia al convivir junto a esa superficie próspera.
—Toda la tala de este bosque en realidad esconde un plan más ambicioso, meterle luego aguacate. Los ejidatarios viejos de Zumpimito eran campesinos, valoraban su bosque, pero ahora los jóvenes, por 500 pesos (20 euros) dejan que te lleves la madera que quieras. Se venden a cualquier precio —lamenta Juan Manuel, organizador de varias manifestaciones en contra de la sobreexplotación aguacatera.
Sus enérgicas reclamaciones enardecieron a algunos productores, quienes primero lo insultaron por chats de whatsApp y hace dos años le robaron un viejo coche del 95, según les acusa. Ante su vehemencia, finalmente, concretaron sus amenazas.
—Hace un año y medio me dejaron un asesinado en la entrada. Hace varios meses, otro muerto tirado encima de un coche. Los aguacateros son muy poderosos, andan con matones para que los cuiden y también se dedican a intimidar —baraja sobre los cuerpos encontrados en la valla que da acceso al Ecocentro—. Son señales, no es por casualidad.
Aunque si en alguna parte se pudiese conjugar ese azar, sería en Zumpimito, donde el 2 de febrero [dos semanas antes de mi estancia] localizaron 11 cuerpos en una fosa clandestina; donde diez días antes, dejaron un ejecutado a pedazos y un narcomensaje cerca de una escuela, y donde aparecen con frecuencia otros encobijados —cadáveres envueltos en mantas— en la plaza del barrio a plena luz del día.
—Ya ni se molestan en ocultarlos, no es que lo hagan siempre para intimidar, es que hay tanta impunidad que no necesitan ni esconderse. Es como su tiradero de muertos. Los políticos no quieren frenar esto porque forman parte del negocio, tienen cultivos de aguacate o cobran de ellos —considera Juan Manuel, quien ha visto esa colusión de primera mano. Trabajó como secretario técnico de la Comisión de Ecología del Congreso del Estado entre noviembre de 2019 y enero pasado, cuando renunció a su cargo despavorido por las corruptelas.
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El consumo de aguacate en Estados Unidos se ha triplicado en las últimas dos décadas. Michoacán produce más del 80% de aguacates del país y es el único estado mexicano autorizado para enviarlos al vecino del norte. Esas exportaciones se han cuadruplicado en la última década hasta alcanzar un máximo de ventas por 2.453 millones de dólares en 2018 —con una leve disminución el pasado año—: el producto nacional con mayor valor de exportación por detrás de la cerveza. Y duplica las divisas del petróleo.
Los rayos se cuelan por el grueso follaje y aguijan a Javier Guerrero. El aguacatero lanza instrucciones a un par de jornaleros que descargan sacos de abono.
—Antes de que se pudiese vender a Estados Unidos (1997), nos pagaban un dólar o menos la caja. Ahora ya va por encima de 100 dólares el kilo y el precio sigue para arriba. Se pueden sacar unos 200.000 pesos (unos 8.000 euros) por hectárea. Da como veinte veces más que cualquier otro cultivo. El aguacate en este pueblo nos ha beneficiado mucho, pero también cuesta —asegura Javier, productor que ha visto multiplicar las ganancias de su huerta familiar a la par de los problemas.
El llamado 'oro verde' trajo una boyante riqueza a la región, pero también desigualdad, violencia y devastación ambiental.
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Uruapan es la capital del lucrativo negocio, donde se instalaron las grandes empresas comercializadoras. Uno de los polos económicos más dinámicos de Michoacán y donde más se evidencian los lastres del aguacate, de la repentina fortuna: modernos chalés adosados junto a barracas de ladrillo descascarillado y láminas; concesionarios de lujo al lado de comercios ruinosos; las fronteras invisibles en barrios donde quedó prohibido transitar, las calles desérticas. El vaivén cotidiano de sus 320.000 habitantes disfraza el profundo desasosiego de la segunda ciudad mexicana con mayor sensación de inseguridad (94,1%).
Cuando las autodefensas desterraron en 2014 al crimen organizado, éste se estableció en Uruapan, puerta de entrada a Tierra Caliente y lugar de paso obligado en la ruta del narcotráfico entre los principales puertos (Manzanillo y Lázaro Cárdenas) y la capital del estado, Morelia.
Desde entonces, los cárteles hegemónicos —La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios (surgidos de la renovación del primero)— ampliaron sus actividades delictivas al narcomenudeo de metanfetaminas (crystal), la tala ilegal y el expolio a la industria aguacatera. Luego se sumaron un creciente número de grupos criminales atraídos por llevarse su parte del pastel, más rentable que el tráfico de marihuana y sintéticos comúnmente instaurado en Michoacán. Los secuestros y extorsiones se pusieron a la orden del día.
—Por mi padre tuvimos que pagar un rescate de 1,7 millones de pesos (unos 70.000 euros). A dos primos se los llevaron, uno acabó muerto y el otro desaparecido —cuenta Javier—. Pedían unos mil pesos (unos 40 euros) por hectárea mensuales y diez pesos (40 céntimos) por cada kilo. Te dejaban una guía (libreta) para ir anotando tu producción y pagarles. Si te encontraban sin la guía, te robaban el camión. O directamente se adueñaban de las huertas. Te forzaban a firmar las escrituras.
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La fiebre por el 'oro verde' ha acelerado la expansión de este cultivo intensivo hasta superar las 180.000 hectáreas, como toda la provincia de Gipuzkoa. Cuatro de cada diez aguacates que hay en el mundo provienen de Michoacán, donde la mitad de municipios siembra esta fruta de la que viven más de 400.000 personas. Y en aumento.
Decenas de montículos chatos, extintos volcanes, se esparcen por los alrededores de Uruapan, abrigados por un manto de huertas. La moda por los beneficios nutritivos del aguacate devora a los pinos, encinos y oyamel (abetos). Aunque de lejos, todo se ve verde.
Michoacán perdió cerca de dos millones de hectáreas de bosque, dos tercios de su cobertura total, en las últimas tres décadas, según la Cámara Nacional de la Industria Maderera.
Michoacán perdió 65.000 hectáreas de masa forestal en los últimos 18 años, según la Secretaría de Medio Ambiente (Semarnacc) del estado.
Michoacán perdió en ese periodo 66.000 hectáreas anuales de superficie vegetal, según la Comisión Forestal perteneciente a la misma Secretaría.
No hay cifras fiables de la voraz deforestación, ni tampoco interés por dimensionar la magnitud de la catástrofe. “Ha habido abusos, aunque no de manera grave. El problema es que no tenemos estudios para medir el impacto que está provocando esta deforestación. No hay incentivos para financiar investigaciones que puedan perjudicar los intereses de la industria. Hay dinero para pagar anuncios millonarios en la Superbowl, pero para esto no”, señaló el director de la oficina michoacana del Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, en entrevista con el diario El País.
Por sexto año consecutivo, Avocados from Mexico —rama estadounidense de la poderosa asociación aguacatera de Michoacán— colocó un anuncio de sus aguacates en el descanso del evento deportivo con más telespectadores del planeta. Los treinta segundos de publicidad costaron cinco millones de dólares. Para esta edición de la Superbowl, Michoacán batió otro récord al exportar 140.000 toneladas de aguacates hass, diez veces el peso de la cúpula de la Basílica de San Pedro.
—Se vuelven locos por cultivar aguacate, ya siembran en zonas frías donde antes no se podía por las heladas. Están talando mucho. Provocan incendios para arrasar los pinos y luego tumbarlos —sigue Javier—. Ya hemos notado un calor inusual y que llueve muy poco, fuera de temporada, se vienen unas granizadas como nunca que destrozan la cosecha.
Javier se pasó al aguacate orgánico hace siete años, tanto para aminorar ese impacto ambiental como para soslayar al crimen. Ahora exporta a Europa, sus ingresos se redujeron, pero ganó tranquilidad. La huerta se amarillenta por un sol que dora a la flor marcela, abriéndose —una de las cuatro etapas de floración—. Los productores novicios se alborozan con la flor loca, la que sale antes, se corta primero y se vende a mejor precio. Pero Javier sabe que la loca no conviene porque pesa más, se cae pronto y no florecen las otras.
Oficialmente se estima que una cuarta parte de los aguacatales son ilegales, mientras que el Grupo Interdisciplinario de Tecnología Rural Apropiada (GIRA) indica que la mitad de áreas boscosas se vendieron mediante artilugios legales. Lo cierto es que hace veinte años que las autoridades estatales no otorgan ningún permiso para el cambio de uso de suelo, pero este monocultivo sigue extendiéndose a un ritmo incalculable.
—El gobierno por vía satélite identifica dónde se está talando, pero cuando vienen, les aflojan un dinero y hacen la vista gorda. Todo sigue igual —asegura otro productor que se incorpora exaltado a la conversación, aunque se rehúsa a dar su nombre.
La fuerza pública michoacana destruyó 700 hectáreas de cultivos de aguacate ilícitos en 2019, tal y como señaló su titular de Medio Ambiente al periódico La Jornada. Fuentes de esa institución me dicen que los operativos de erradicación tuvieron que suspenderse a mediados del curso “por la fuerte resistencia de los campesinos y las agresiones del crimen”.
A mediados de febrero del presente año, el gobernador del estado, Silvano Aureoles, declaró una nueva cruzada contra los aguacateros ilegales, a quienes culpó de la quema intencionada de 14.000 hectáreas forestales tan sólo en la primera mitad de 2019. En el último lustro, sin embargo, apenas se presentó una denuncia por ocasionar incendios, debido al temor o a la resignación frente a la enorme impunidad. “Los mantos acuíferos se están afectando y hay regiones que se están quedando sin agua”, alertó el mandatario sobre los efectos de esta práctica.
No obstante, la Comisión Nacional del Agua otorgó concesiones para extraer más de 200.000 m³ de agua al año a tres de las principales empresas aguacateras de Uruapan, mientras la mitad de la población de siete comunidades indígenas en ese municipio padece desabasto del vital recurso.
El árbol de aguacate requiere cinco veces más agua que un pino de 12 metros, arrojó un estudio del biólogo Alberto Gómez-Tagle. Los pinares generan agua mientras que los aguacatales necesitan mucha. La tala inmoderada seca las profundidades terrestres y eleva la temperatura atmosférica. Los incendios aceleran este recalentamiento que disminuye la cantidad de lluvias. Brota menos agua de los manantiales por el sobreconsumo de los mantos freáticos. Una demoledora rueda que, según la misma investigación, provocará el colapso de los cultivos de 'oro verde' en menos de medio siglo.
—A este ritmo, en diez años ya no quedará agua, ni para el aguacate ni para nadie —lapida Javier, a quien un funcionario le propuso facilitarle el permiso para construir otro pozo de agua y luego poder venderla—. ¿Y a cuánta gente voy a perjudicar por ganar más dinero? El problema es que cada vez perforan más y se roban más agua de tomas clandestinas. Antes los agricultores vigilaban que no les quitasen su producto, ahora andan armados de madrugada para cuidar sus depósitos de agua. Un día nos vamos a matar por el agua.
Javier se considera un productor mediano, aunque su sembradío se desvanece en el horizonte. Se oculta tras el ala de su sombrero vaquero y elude con rodeos dar la cantidad exacta de hectáreas que posee. Nadie quiere ser de nuevo blanco de la delincuencia, revivir la pesadilla.
***
Tras un lapso de relativa calma, a finales de 2018 repuntó la coacción criminal, cuando el Cártel de Jalisco irrumpió fiero en Michoacán, decidido a ensanchar su poderío al estado contiguo. Eso incluía disputarse el dominio del lucro aguacatero contra un amalgama de al menos una docena de bandas ya afincadas en la zona de Uruapan.
—La delincuencia se ha vuelto a poner muy muy fuerte. Hace poco balearon a un compañero que trataban de levantar (secuestrar), han vuelto a cobrar cuotas (extorsiones), a asaltar camiones. Afecta a todo el gremio. Las carreteras están cerradas muchas veces porque montan retenes. Hay toques de queda que ni los niños pueden ir a la escuela —explica Jaime Blanco, propietario de Yarely, una pequeña empacadora que distribuye al interior del país, por lo que sus ganancias son limitadas.
Los ingresos multimillonarios se generan de las ventas a Estados Unidos. La cuota para adherirse a la Asociación de Productores y Empacadores Exportadores de Aguacate de Michoacán (APEAM) —requisito indispensable para exportar— asciende a 300.000 dólares anuales. En 2014, el entonces presidente de dicha patronal apareció en un vídeo reunido con Servando Gómez, alias La Tuta, líder de Los Templarios, acompañado de otros empresarios y políticos locales.
Blanco defiende que en aquella época era común negociar con el narco para resolver percances y rebajar tensiones, por voluntad propia o bajo amenaza. Lo sabe, aunque su rudimentaria fábrica se mantiene al margen de esas presiones, según dice. Varios recolectores descargan cajas al ritmo de Los Tucanes de Tijuana y su canción Barbarino, gatillero de la vieja guardia del Cártel de Sinaloa que se hizo famoso por míticos narcocorridos dedicados a su carrera, ultimada a balazos hace un lustro:
Trae más armas que el gobierno
y más gente que Al Qaeda,
apoyado por el Mayo y Joaquín Guzmán Loera.
Me refiero a Barbarino,
hombre valuado en docenas.
El jolgorio y la música del camión enmudecen al sacar mi cámara. Tanto los mozos como los operarios del empaque se apresuran en tapar sus rostros.
—Hay mucho pánico. La gente no quiere ni salir a la calle por el miedo. Las cuadrillas (de recolectores) no quieren salir ni a cortar, porque los paran, los investigan, los esculcan. Quedan pocos municipios libres —afirma Jaime.
***
En las principales avenidas de los pueblos, tropeles de jornaleros aguardan desde temprano la oportunidad de hacinarse en la parte de atrás de alguna camioneta que les dé trabajo en la huerta. Son el eslabón más débil del ingente negocio y de una cadena productiva maniatada por la delincuencia organizada.
“¡Ya te chingaste, ya pronto se te lleva la maña (crimen)!”, bromean varios cortadores mientras hablo con uno de ellos. Los demás se esconden entre las espesas copas del aguacatal, cuyo propietario prefiere omitir su ubicación. Nos cuenta que con frecuencia el crimen organizado secuestra a las cuadrillas para llevarlos a cortar a sus terrenos. A veces los regresan y otras, los desaparecen.
A Javier Medina le cuesta encaramarse por las retorcidas ramas de esos árboles, de una altura de ocho a doce metros.
—Es peligroso, es fácil caerse. Uno ya de avanzada edad no puede seguir trabajando en esto, es arriesgado, pero aquí no hay más chamba (empleo). Uno sobrevive —dice el hombre de 49 años.
Hace diez que se metió de cortador porque la paga es mucho mejor que, por ejemplo, en los campos de maíz. Gana 400 pesos (unos 15 euros) por una jornada de nueve horas y por las tardes completa el sueldo con otros quehaceres. Un 51% de Uruapan vive en situación de pobreza.
Antes el distribuidor se encargaba de su contrato y contaba con seguro médico, pero recientemente el servicio de cuadrillas se ha delegado en subcontratas que no siempre les ofrecen esas prestaciones mínimas.
—Pues si me caigo, ya no sirvo. ¿Ya para qué el seguro, si no voy a tener para comer? Cada vez pagan menos porque lo ven a uno tarugo y ha bajado el trabajo. Antes hacíamos seis días corridos y ahora sólo tres o cuatro, porque cada vez vienen más cuadrillas de fuera —se queja Javier. “¡Por los de Oaxaca!”, vociferan a lo lejos.
—¿Supone un riesgo trabajar en las huertas? —le pregunto.
—¿Por las caídas? ¿Los bichos? —esquiva con una sonrisa nerviosa.
—Por el crimen.
—No, aquí está muy tranquilo, todo calmado —atiesa el bigote.
***
Tanto en la ciudad como en los cerros de Uruapan resulta muy difícil que alguien hable del CJNG. Quien lo hace, siempre se refiere como a “los nuevos”, “los que recién llegaron” o a lo sumo “los de Jalisco”. Aunque se sabe quiénes son y en dónde están: “pa'l norte de la ciudad es su territorio”, “controlan de la central (de buses) pa' arriba”, “se metieron por Zamora y ya tienen su base en Los Reyes”.
El CJNG se creó en 2007 como brazo armado del Cártel de Sinaloa bajo el nombre de Los Mata Zetas, su banda archienemiga compuesta de exmilitares. Luego se independizaron y se dieron a conocer en 2011 liderados por Nemesio Oseguera, alias El Mencho. Tras la caída del Chapo Guzmán y la casi extinción de Los Zetas, la organización se emplazó como la más vigorosa y despiadada del país. Consolidó su dominio por toda América y parte de Asia mediante unas prácticas tan sádicas como para no atreverse ni a pronunciar sus siglas.
La noche del pasado 8 de agosto, desparramaron hasta 19 cadáveres en el centro de Uruapan. Unos colgados de un puente, otros decapitados… regados en pedazos por tres kilómetros de una misma calle, el concurrido bulevar Industrial. México volvía a amanecer horrorizado por la enésima barbarie y el mundo escandalizado ponía el ojo en Michoacán por un día.
Una semana después, funcionarios del Servicio de Inspección Animal y Vegetal de Estados Unidos —encargados de certificar los aguacatales aptos para exportar— fueron interceptados, amedrentados y su vehículo robado tras suspender las actividades de una huerta. El Departamento de Agricultura estadounidense amenazó con retirar el permiso de exportación al fruto de Michoacán si no se tomaban medidas para garantizar la seguridad de su personal sanitario, a través de una carta enviada a la APEAM. Una advertencia insólita en los 22 años de vigencia de dicha certificación, pero más inaudito aún es que la patronal aguacatera publicase esa misiva. “Fue para mandar un mensaje al crimen y que se relajase, porque se quedaban todos sin negocio”, sostienen algunos lugareños bajo anonimato.
En efecto, se suavizó el hostigamiento contra la industria aguacatera y se moderó la incesante escabechina durante el último trimestre de 2019. Pese a ello, Uruapan cerró el curso con 243 homicidios dolosos, más del doble que dos años atrás.
Por la carretera entre Uruapan y el municipio de Peribán, a unos 200 km, nos adelantan a toda velocidad cuatro pick ups blancas con los cristales tintados. Nos estacionamos en señal de que nuestro vehículo no tiene nada que ver con lo que esté aconteciendo. “Esos son del (cártel) Jalisco. Mejor vamos despacio por si hay balacera delante”, dice el conductor, quien ya se ha quedado en medio de un fuego cruzado tres veces en el último año. Los lugareños reconocen los vehículos de cada banda, sus movimientos y zonas de influencia. Y esa dirección no corresponde al CJNG. “Últimamente se están dando duro por esta área”, agrega.
El avispero se agitó al inicio de este año. Uruapan registró 124 asesinatos sólo en el primer trimestre. El 3 de febrero, varios sicarios del CJNG masacraron a nueve personas, entre ellos a cuatro menores, en un local de máquinas tragaperras. Entraron preguntando por dos integrantes de Los Viagras y al no obtener respuesta empezaron a disparar. Se hallaron 65 balas.
México es el país en donde más se ha agravado la peligrosidad para la niñez en las últimas dos décadas. En 2018, fueron asesinados de 3 a 4 menores a diario. Una tasa de 4.9 homicidios dolosos de niños y niñas que triplica a la de Siria o Palestina.
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Juan Manuel se crió en una familia de madre soltera y seis hermanos que andaban con los zapatos agujereados. Su hogar se ubicaba a dos cuadras del bulevar Industrial, donde aparecieron los 19 cuerpos descuartizados. La neurálgica calle empedrada y sus rústicas casitas de teja atesoran el decadente encanto de lo que bien podría haber sido un 'pueblo mágico', pero que se quedó en infierno. Por donde algún día pasearon grupos de turistas desde la plaza mayor hasta un bello parque de manantiales, hoy los vecinos se apresuran en cruzar las desoladas calles. Ya las paredes se desconcharon, repletas de garabatos y persianas bajadas.
—Cuando era pequeño se hablaba de muertos o robos como algo de otro mundo. Desde por la mañana se dejaban las puertas de la casa abiertas para que le entrase aire a las plantas —recuerda el profesor sobre su infancia y la costumbre tan michoacana de decorar los pasillos con macetas—. Nunca imaginé que íbamos a llegar a este punto de violencia.
Muchos anhelan los tiempos en que una sola familia copaba todo el negocio de la droga. Desde 1990, los Valencia produjeron a sus anchas marihuana, heroína y cocaína, sin mayor pretensión que venderla a las bandas del norte. Camuflaron sus actividades en la comercialización del 'oro verde', de ahí conocidos como Los Reyes del Aguacate. Hacia 1998, estructuras de otros territorios de México envidiaron su poderío, en concreto por el control del puerto marítimo de Lázaro Cárdenas. Ese fue el año más violento hasta entonces en Michoacán con más de un millar de muertes. El cártel del Golfo —de Tamaulipas, estado limítrofe con EEUU y el Atlántico— envió al combate a su fuerza paramilitar, los Zetas, desertores de una unidad de élite del ejército mexicano. La contienda concluyó en 2002 con la eliminación de los integrantes clave de la familia Valencia. Pero, en lugar de limitarse a regentar la ruta de la droga, los Zetas diversificaron sus negocios ilícitos con extorsiones, secuestros y el sometimiento de la población. En 2006, un clan local conformó La Familia Michoacana para enfrentarlos y liberarse de sus tropelías, pero también terminaron por aplicar los mismos atroces métodos. Ese año, el Estado declaró la guerra al crimen organizado y Michoacán se sumió en un ciclón de violencia que ha involucrado a decenas de grupos. Una guerra de mil cabezas a la que en última instancia se ha incorporado el CJNG.
Los de Jalisco también tocaron a la puerta del Biólogo. Un supuesto comandante del cártel llamó a muchos habitantes de Uruapan para extorsionarlos bajo la promesa de brindarles seguridad. “Necesitamos que nos apoye para proteger a la población”, fue lo poco que escuchó Juan Manuel antes de colgarle, a sabiendas de esas llamadas que ya habían recibido algunas de sus amistades. A cada uno le pidieron diferentes cantidades dependiendo de sus posibilidades económicas. Por su lado, Los Viagras hacen lo propio en Zumpimito, donde cobran 5.000 pesos (unos 200 euros) por hectárea sembrada, a modo de 'tarifa de protección'.
—Esto jamás fue así. Siempre ha habido pobreza, pero no había tanta antítesis. El aguacate es el causante de toda esta desigualdad. Ha traído mucha riqueza, pero mucha violencia —se indigna mientras muestra fotos antiguas de colegas sonrientes en sitios emblemáticos de Uruapan—. Ha traído violencia hacia las personas y hacia la naturaleza.
La charanda se compacta como una piedra en la estación seca y se resquebraja en hondas grietas. Abrupta e impredecible.
El ochentero vocho —Volkswagen Beetle— de Juan Manuel sufre entre esos socavones de la senda hacia su cabaña. A menudo se ha quedado atascado en el pegajoso barro que se forma al humedecerse, aunque eso ahora no le preocupa mientras salimos del Ecocentro.
—Agáchate, aquí también hay halcones —me pide antes de cruzar la valla de acceso al bosque, donde rondan dos jóvenes en motocicleta que no se marchan hasta que nos alejamos del lugar.
El escarabajo está tan repleto de papeles y carpetas que debo sentarme sobre una pila de portafolios. Por mi entrepierna asoma una pestaña etiquetada como 'Estimulación, Aburrimiento, Violencia', uno de sus ensayos sobre la fórmula para la pacificación de México. Atrás lleva ropa desparramada y un saco de dormir. El coche es el segundo hogar y oficina del Biólogo.
—Nunca sé si voy a poder volver. A veces hay bloqueos de los narcos; otras, hay derrumbes o árboles caídos. Entonces debo quedarme en donde algún amigo —habla sobre los nueve kilómetros entre su vivienda y el centro de Uruapan, un trayecto donde siempre nos topamos con al menos un retén policial—. Baja la ventanilla para que no se preste a suspicacias. A veces los malandros (delincuentes) están con ellos en los controles. O los mismos agentes trabajan para uno u otro grupo. Si preguntan, eres estudiante.
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Juan Manuel solía enfilar ese camino hacia el norte cuando era adolescente y salía los fines de semana al pueblo de sus padres, Paracho, a 40 km de Uruapan. La vía franquea el Cerro de la Cruz, que el profesor recuerda como un túnel de espesa vegetación. Hoy, un paisaje de arbustos, pastizales y por supuesto aguacatales. Nos cruzamos con cuatro camiones cargados de troncos en apenas una hora por esa carretera que conduce a Paracho y por donde nos desviamos hacia Arantepacua. Ambos pueblos se ubican en la Meseta Purépecha, una región indígena que ocupa el centro-oeste de Michoacán.
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—¡Tocaron las campanas! —repite Francisco Hernández como un mantra.
Tocaron las campanas de la iglesia de Arantepacua para alertar de que por la variante hacia el pueblo avanzaba una marabunta de 300 policías estatales a bordo de camionetas y furgones encabezados por el rinoceronte, el camión blindado que aplastó la endeble barricada de acceso y todo lo demás a su paso.
—Entraron a matar, echaron bala por todos lados. Nunca tuvieron intención de dialogar, era como una guerra. Nosotros estábamos desarmados, había gente mayor —relata Francisco sobre la hora que duró la balacera—. Todos corrimos a nuestras casas a refugiarnos, pero nos sacaban a rastras, a golpes.
Eran las 14:50 horas del 5 de abril de 2017.
Minutos más tarde, Francisco recibió una llamada. Habían matado a su sobrino, Luís Gustavo Hernández, estudiante de 17 años. El operativo de la fuerza pública dejó un saldo de cuatro pobladores muertos.
Luís Gustavo había llegado desde otro municipio alarmado por los estruendosos disturbios, narra Francisco. Al ver la carnicería en la avenida principal, se echó hacia el monte para esconderse, pero el disparo de un presunto francotirador de la policía impactó en su brazo derecho. Desangrándose, se arrastró varios metros hasta que una docena de uniformados lo siguieron, lo tumbaron, lo patearon hasta cansarse y luego le dieron el tiro de gracia.
'Ya cayó el de rojo', se escucha en radiocomunicaciones policiacas difundidas por medios locales. El de rojo era Luís Gustavo.
Su tío lo encontró en mitad de un campo de papas y ahí lo enterró. Unos cien metros hacia abajo, se ve la calle por donde se desplegó la policía y desde donde el joven salió corriendo. Unos cien metros hacia arriba, empieza la arboleda donde pretendía refugiarse. Entre el fango revuelto reposa una gavilla envuelta por unas maderas blancas y una corona funeraria azul. Francisco se apoya en el austero altar para romper en llanto. Adecenta un manojo de ramas secas antes de seguir hablando:
—No entendemos por qué esa brutalidad, por qué nos quisieron humillar de esa manera, no era tan grande el problema para que actuaran así.
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Un día antes, 38 comuneros de Arantepacua fueron a Morelia (capital de Michoacán) para reunirse con el gobierno estatal a fin de resolver una histórica discordia territorial con el pueblo contiguo, Capácuaro, que en esos días se había agravado. El encuentro terminó sin acuerdos y a su regreso la comitiva de Arantepacua fue detenida y encarcelada, acusados de secuestrar al conductor del autobús que los transportaba.
A fin de exigir su liberación, la comunidad bloqueó sus inmediaciones y retuvo una veintena de vehículos entre autobuses y camiones de reparto. La Secretaría de Seguridad Pública michoacana justificó que en el “rescate” del 5 de abril participaron 200 policías antimotines, que iban desarmados y sólo se defendieron del ataque con piedras y cohetones que les lanzaban los comuneros. En imágenes divulgadas por las autoridades se aprecia a varios agentes heridos presumiblemente por esos artefactos.
El conflicto entre Arantepacua y Capácuaro se recrudeció a partir de 1984, cuando el entonces presidente mexicano decretó que las controversiales 520 hectáreas de suelo eran propiedad de Capácuaro, pese a situarse en la localidad de Arantepacua y encontrarse ahí su principal fuente de agua. Desde entonces se libró una disputa a muerte por recuperar el trozo de bosque que les abastece del vital recurso. Las administraciones estatales de turno se han inclinado de un bando o del otro sin ofrecer una solución real a lo que califican de “problema étnico de límites y colindancias”. Un 64% del territorio purépecha se encuentra en litigios entre comunidades, catalogadas como 'puntos rojos'.
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En la calle por donde embistió el tropel de agentes todavía hay viviendas a medio construir. En los muros donde antes había anuncios de candidatos, ahora hay pintadas del emblemático líder revolucionario Emiliano Zapata disparando a una rata con las siglas del PRI, PAN y PRD, rodeado de palabras como 'Autonomía', 'Libertad', 'Respeto' y un mensaje en grande: '5 de abril, ni perdón ni olvido'.
Dos días después de la masacre, los 3.000 habitantes de la comunidad decidieron expulsar a los partidos políticos, a la policía, declararon un auto-gobierno y crearon su propio cuerpo de seguridad. Arantepacua sea tal vez el último municipio de México que se sublevó contra el Estado.
Dos camionetas abolladas y una decena de civiles armados custodian un retén de múltiples badenes. A un lado de la carretera, un parapeto de sacos terreros. Al otro, la antigua caseta de vigilancia policial remodelada con la colorida bandera purépecha.
—¿En quién podemos confiar, si son los políticos y la fuerza pública quienes vinieron a agredirnos? Nos quedamos desprotegidos y nos vimos en la necesidad de velar por nuestra propia integridad —justifica una de las paisanas.
Juana Morales viste un chaleco antibalas donde guarda un viejo revólver Smith & Watson Modelo 10, dos cargadores de fusil y un tubo de papeles. Mide un metro y medio, pero su presencia impone. Escudriña imperturbable cada momento. Permanece impasible, con las manos en los bolsillos, mientras varios hombres enfusilados cachean contra la pared a un muchacho de aspecto andrajoso.
Ella es la jefa de Seguridad de Arantepacua. Lidera a catorce kuaris, comuneros que tomaron las riendas de las labores de vigilancia. Su mirada penetrante sólo se empaña al hablar del 5 de abril:
—Había personas tiradas, carros chafados. No se escuchaba ni el sonido de los perros, ni los pájaros. Quedaba mucho humo, olía todo a quemado. Empezamos a buscarnos entre todos. Me abracé con mi madre y nos pusimos a llorar. Casi la matan, pero no importaba, ella por su pueblo daba la vida.
La mujer tiene una amplia tradición de lucha en Arantepacua (en purépecha, “lugar plano”). Al momento del asalto policial, había 38 hombres presos en Morelia y medio centenar acababa de partir hacia la capital para pedir su excarcelación. Las mujeres, entre ellas la madre de Juana, salieron con palos y machetes para defender a sus maridos capturados por los agentes durante el operativo. Desde entonces se consolidó el reconocimiento al papel de la mujer y su derecho a participar en la autoridad.
—Siempre me había involucrado en la lucha social. Ayudé en la logística de los bloqueos, pero desde los hechos (como suelen referirse a la arremetida policial) empecé a acercarme a las asambleas y me presenté a las elecciones del consejo. Lo hice por el dolor que traigo, porque me da fuerza para demostrarle al gobierno que seguimos en pie —asegura la joven de 33 años.
Fue la candidata más votada para formar parte de un consejo comunal integrado por seis mujeres y seis hombres. Una paridad establecida hace tres años al configurarse como una estructura de gobierno horizontal, donde nadie está por encima.
—Nunca pensé que luego el consejo me escogería para Seguridad, porque a las mujeres solía tocarles en Asuntos Sociales o Civiles. Decidí entrarle para demostrar a las demás que también podemos encargarnos de la vigilancia —argumenta Juana—. Hubo algunos en la asamblea que dijeron que éste era un trabajo de hombres. Al principio algunos compañeros sentían que les robaba la autoridad. Hubo diferencias, pero ya las resolvimos.
La joven sigue sin soltar una mueca, con el mismo semblante sosegado a la hora de dirigir un arresto o de indicar con un leve movimiento de cabeza los vehículos sospechosos que deben revisar en el retén. En ocasiones Juana se sacude para ajustarse un chaleco antibalas que le queda grande y que se nota, le incomoda. Por las mañanas, imparte clases en una escuela primaria. Por la tarde, cambia la tiza por la pistola para ejercer de comandanta.
—Cuando llego a mi comunidad, dejo de ser maestra y soy comunera. Pero mi arma son el lápiz y los libros para enseñar a los niños cómo deben defenderse del gobierno, porque a veces no son necesarios los fusiles. Nosotros nos defendemos con armas porque el gobierno nos traicionó.
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“¡Ya, vámonos, suban!”, ordena Juana al grupo que hoy comanda: cinco hombres armados, de variadas edades, y una mujer de unos 60 años con una cachiporra. Algunos usan pantalón o camiseta de camuflaje; otros, chaqueta negra serigrafiada con las palabras Kuaricha Jarhanipacua (Policía Arantepacua). Casi todos se cubren el rostro con pasamontañas o pañuelos para evitar que los reconozcan.
Los comuneros portan una escopeta calibre 12, un par de fusiles R-15, un Ruger mini-14 y una AK-47 clásica, que se echan en sendas espaldas para subirse a una Ford Ranger y una Nissan NP300. Ambas pick ups antiguas, sin matrícula, rotuladas en su capó y puertas delanteras con un indígena armado y la palabra Kuaricha, insignia de esa policía autónoma.
Juana otea la llanura, sin inmutarse, sujeta con firmeza a una de las varas del soporte que instalaron en la parte trasera. Las camionetas se empinan por una pedregosa trocha para adentrarse entre encinos y pinos sembrados hace poco. Además de custodiar los accesos a la comunidad y patrullar sus calles, la ronda comunitaria también resguarda los bosques.
—Vimos que estaban tumbando árboles para plantar aguacate, la tala estaba muy fuerte. Si los atrapamos, los detenemos por tres o cuatro días y deben pagar los daños. Ya se lo piensan dos veces antes de cometer el delito —señala Juana sobre la aplicación de su propia ley, que incluye también la obligación de reforestar. Esas pinedas tardarán unas dos décadas en alcanzar su tamaño máximo.
—¿Quiénes talan? ¿El crimen, como en otras comunidades aledañas? —pregunto.
—Es la propia gente de la comunidad que tala por necesidad, pero les hicimos entender que a la larga les perjudicaba. Antes a diario nos encontrábamos talamontes, pero ahora ya ha disminuido, sucede como cada tres meses —expone la guardabosque.
Más del 80% de la población de Arantepacua vive en la pobreza y su principal ingreso proviene de la fabricación de muebles. En Michoacán se da sobre todo una 'tala hormiga', a pequeña escala, pero constante y dilatada. Por ello, raramente se ven las impactantes imágenes de cúmulos de árboles serrados, como en la Amazonía. Por eso también, se trata de un desastre silencioso e invisibilizado.
Desde la colina se observa todo el valle pelado, reseco, una pastura por donde se esparce algún raquítico ganado. Parches de terreno asolado escalan por las montañas lejanas.
Esa tala hormiga ha depredado un 60% de las 680.700 hectáreas de superficie de la Meseta Purépecha, como arrasar con toda la Gran Buenos Aires o Seúl. Un ritmo de degradación superior al del resto de Michoacán, el tercer estado con la mayor industria maderera.
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En el altiplano se localizan 2.500 aserraderos clandestinos, de los 3.000 que se calculan en todo Michoacán, donde al año se extraen ilegalmente un millón de metros cúbicos de madera —el volumen del Empire State—, más del doble que la producción legal.
El crimen organizado entró al negocio maderero en 2006, año en que se produjo el asesinato de un agente federal del Grupo de Operaciones Especiales (GOES) en una balacera con talamontes sorprendidos por la redada policial. El cártel preeminente, La Familia Michoacana (y luego Los Templarios), tuvo aterrorizada durante años a la población indígena tanto por la feroz devastación de su entorno natural como por los secuestros y extorsiones.
“Ustedes se están metiendo en un problema, la mafia tiene el compromiso de vender la madera aquí y en el extranjero. Nadie los va a poder parar”, parafrasea un lugareño que prefiere no identificarse sobre la respuesta que les dio el entonces gobernador michoacano, Leonel Godoy, cuando le pidieron apoyo para encarar al crimen organizado. En 2011, la comunidad vecina de Cherán se alzó en armas y expulsó a los narcotraficantes y taladores. Luego conformó la primera red propia de guardabosques armados, una estructura que emularon otros pueblos originarios.
—Tenemos que encargarnos de preservar la naturaleza, porque el gobierno, como ya se ha visto, no la cuidará por nosotros —indica Juana.
Las autoridades clausuraron apenas una decena de aserraderos ilegales en todo el 2018. La administración estatal reconoció este enero que la tala ilegal, a menudo camuflada como 'tala de salvamento', ha aumentado en los últimos años sin acciones permanentes para combatirla y se ha visto acrecentado el tráfico de camiones que trasladan rollos de madera.
El problema se agravó con la irrupción del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en Michoacán. El pasado agosto, los kuaris de Arantepacua interceptaron dos camionetas con hombres armados que cruzaban el poblado al mediodía. Eran sicarios del CJNG en una de sus incursiones para expandir su dominio territorial. Mantuvieron una reunión para dejarles claro que la comunidad no iba a permitir la presencia de bandas criminales. Hasta la fecha, ningún otro cártel ha aparecido. Juana se enorgullece y enfatiza su convicción:
—En esta tierra ya no entra ni la policía, ni los narcotraficantes, ni los talamontes... esta tierra la vamos a defender aunque nos cueste la vida.
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Las patrullas de la Kuaricha se detienen en otro terraplén. El más joven, con una AK-47 culata de madera, siempre se adelanta a Juana para escoltarla y apartar las ramas. Es de los pocos que en ningún momento se cubre el rostro, con una actitud satisfecha por la función que cumple. Cierra la columna uno de los conductores, el único con una pistola semiautomática, una Colt 1911.
Caminamos media hora entre una floresta de coníferas hasta llegar a un barranco. Una lona plástica reviste el inmenso hoyo escarbado por los comuneros. Será el nuevo ojo de agua artificial de Arantepacua, que no cuenta con ninguna fuente acuícola más que la que se escurre de unos enjutos manantiales.
—En los últimos cinco años llega un 30% menos de agua, calculamos, por la deforestación y porque se la consumen toda en los cultivos de aguacate de las partes altas. Este depósito es la única alternativa que encontramos, porque tampoco nos dejan perforar (pozos) —lamenta Juana sobre una demanda añeja.
Jiménez Crisóstomo, uno de los comuneros asesinados en el operativo policial de 2017, formaba parte del colectivo que reclamaba el otorgamiento de nuevos permisos de perforación de pozos para el suministro de agua en esa comunidad ante la constante mengua de sus afluentes.
Cuatro de cada diez hogares michoacanos no disponen de agua corriente ni la reciben a diario, un porcentaje por encima de la media nacional. Las dificultades de acceso al imprescindible líquido se acentúan en las comunidades indígenas, según una encuesta oficial.
En la demarcación de Nahuatzen, donde se ubica Arantepacua, sólo hay cinco pozos de agua potable que a duras penas abastecen a sus 30.000 habitantes con un volumen anual de 516.288 m³. Mientras, en los alrededores de Uruapan no existe restricción para el uso industrial del agua. Sólo la empresa Bebidas Azteca de Occidente, la embotelladora de Coca-Cola, utiliza 300.000 m³ al año.
En total, las principales fábricas refresqueras del área consumen 842.554 m³ de agua, según los datos recopilados en el libro El agua o la vida: Otra guerra ha comenzado en México, del periodista michoacano Jesús Lemus, encarcelado en 2008, acusado de pertenecer a La Familia Michoacana. Pasó más de tres años en prisión hasta demostrar su inocencia. Había revelado supuestos nexos de familiares del presidente Felipe Calderón con dicha organización narcotraficante.
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Un grupo de mujeres lava ropa en la única pila de Arantepacua. En sus carretillas se amontonan las prendas sucias de una semana. Las más jóvenes se cubren las piernas con una bolsa de basura. Las mayores aprovechan su delantal de percal que protege la colorida falda sabanilla, su indumentaria tradicional.
—Ya no hay agua en los montes. Cuando era niña había mucha agua, era una barranca, pero ya no. En el mes de mayo que hace mucho calor, escasea mucho el agua —cuenta Juanita Martínez, de 26 años, sin levantar la vista.
Frota la pastilla de jabón contra una camisa y la restriega contra la piedra. Vierte un cubetazo y vuelta. Estruja y escurre sucesivamente hasta el atardecer.
—En casa tenemos mangueras, pero llega poquita agua. A veces ni llega. Tenemos que comprar garrafones. La gente nos juntamos aquí desde las tres de la mañana para lavar, cargar agua en carretillas, en cubetas —sigue la joven en un vacilante castellano.
Un campesino se acerca para que su caballo beba del escuálido abrevadero por donde baja el agua hasta el pilón.
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Por la humilde comunidad de Arantepacua, de casitas coloridas y adobe, los bueyes suelen obstaculizar el tráfico por las estrechas calles de losas embarradas. Pero nadie toca la bocina. Los niños corretean solos —algo ya inusual en un México pavoroso—. Se ven sobre todo mujeres. Muchos hombres migran a Estados Unidos o salen largas temporadas para laborar como cortadores en las huertas de aguacate. La mayoría de las mujeres todavía conservan los atuendos típicos y hablan purépecha entre ellas, a diferencia de las localidades aledañas.
—Hemos mantenido mucho nuestras raíces, porque un 70% del pueblo somos maestros. Hemos creado esa conciencia —explica Juana mientras recibe varios mensajes por walkie-talkie que no responde.
Hacia los años sesenta un profesor de Arantepacua se construyó una casita de tabiques, material costoso en aquella época. Sus vecinos pensaron que dar clases estaba bien remunerado y muchos se inclinaron por ese oficio. La comunidad emergió como feudo del movimiento estudiantil en la región, abanderado por las escuelas normales rurales —centros educativos para campesinos, de base marxista y con una notoria trayectoria de lucha social en todo el país—.
Una de las hipótesis que barajan los lugareños sobre las razones para emplear semejante brutalidad policial el 5 de abril de 2017, es que “el gobierno pretendía disuadir del todo las protestas de los normalistas que arreciaban en la región desde hacía un año”. La otra conjetura, que “uno de los autobuses secuestrados por los comuneros transportaba droga”. Esa misma teoría se maneja para la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en el limítrofe estado de Guerrero.
Cinco días después del operativo, la Procuraduría General de Justicia de Michoacán (PGJE) justificó que los policías estatales reaccionaron a un primer ataque perpetrado por Benito Morales, alias El Benny, expolicía y primo del alcalde de Nahuatzen. Lo señalaban de liderar una célula de Los Viagras y de ocultarse en Arantepacua. El reporte alega que dos agentes fueron lesionados por impactos de bala de alto calibre. No encontraron al Benny y nunca se volvió a saber de él, pero esa versión oficial sirvió para dar carpetazo al caso.
—Nadie del estado atendió el suceso. Tuvimos que elevarlo a nivel federal. Esperamos que en pocas semanas salga la recomendación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) para reabrir la investigación. Nada más es un primer paso, lo que realmente quiere Arantepacua es que se haga justicia con el encarcelamiento de los autores intelectuales, porque fue un crimen de Estado y no un enfrentamiento a la ligera como lo venden —rabia Juana sobre la intervención ordenada bajo el mandato del actual gobernador.
Asimismo, los comuneros de Arantepacua esperan que el posicionamiento de la CNDH contribuya a completar su autonomía con el acceso a justicia, a fin de lograr una reparación por los daños físicos, materiales y psicológicos.
El 5 de abril quedó grabado a fuego en los tres mil comuneros y marcó el porvenir de esa pequeña comunidad. En la columnata del antiguo ayuntamiento, hoy consejo comunal, cuatro retratos de bronce rememoran a los 'caídos'. Bajo el pórtico, coloridos murales de campesinos y multitudes indígenas rodean el emblema Juchari Uinapekua (Nuestra Fuerza).
—Ese día mataron a cuatro compañeros, pero hubo mujeres embarazadas que perdieron a sus criaturas, mucha gente mayor falleció luego de diabetes o de presión alta. Se están muriendo de otras enfermedades por todo el miedo que sienten desde entonces. El trauma es enorme. Cuando salimos a Uruapan y los niños ven a un policía, les piden a sus papás que les protejan, porque piensan que les van a golpear —exclama Juana.
Las dos patrullas se estacionan en la plaza principal frente al Consejo, tras una ronda que finaliza al caer el sol y relevarse por el turno de la noche. La jefa de Seguridad se dirige de inmediato al callejón trasero del edificio. Abre el candado de una puerta metálica: la cárcel comunitaria, un zulo medieval sin ventanas. Tras las rejas de una segunda puerta se asoma un desaliñado hombre encerrado en una celda de dos por tres sin nada más que una manta.
—Porfa, comandante, déjeme ir. No he hecho nada. Sólo llevaba para consumo propio —le suelta a Juana en cuanto la ve entrar. Agarraron al joven fumando marihuana cerca de una escuela.
Por andar ebrio o alteración del orden en el espacio público, los retienen algunas horas; por el consumo de estupefacientes, 24 horas; por robo o agresiones leves, un par de días y una multa; por portar armas o talar árboles, hasta cuatro días y una multa que aumenta conforme al grado del delito.
—Aplicamos esas sanciones para que sirvan de ejemplo. Como hay poco empleo, debemos prevenir el reclutamiento criminal o los robos —arguye Juana—. Hemos visto un cambio muy drástico después de los hechos. La comunidad quedó lesionada. Se quebrantaron los valores, se disparó la drogadicción entre los jóvenes y el alcoholismo.
Suenan las campanas de la sobria torre parroquial. Son las siete de la tarde. El atardecer colma de ambarino el tímido zócalo y languidece sus sombras. Juana se funde en ese letargo:
—El viernes después del miércoles de ceniza era la festividad del pueblo. Todas las familias subíamos al bosque. Las niñas llevaban cántaros, los escondían entre los manantiales y los niños tenían que buscarlos. Luego del 5 de abril, dejamos de organizar el festejo. Por la tala tampoco se puede celebrar, porque el agua se está secando. ¿Dónde esconderían los cántaros? Peleo para que mi comunidad vuelva a ser la de antes: un pueblo armónico, solidario, tranquilo. Pero es tan difícil sanar esa herida.
La charanda retiene poca humedad. Por las lluvias torrenciales, cada vez más fuertes en Michoacán, sus terrones desprovistos de vegetación se deslavan y arrastran todo a su paso. El azolve obstruyó centenares de tomas de agua y dañó válvulas en Uruapan el pasado agosto. Unas 100.000 personas —un tercio de la ciudad— se quedaron sin agua en sus domicilios durante varios días.
Algo parecido sucedió en el siglo XVI en un oasis natural en el centro de Uruapan, hoy el Parque Nacional Barranca del Cupatitzio, donde nace el río que le da nombre y la fábula de La Rodilla del Diablo. La leyenda cuenta que ese manantial dejó de emanar agua por causa de una presencia maligna, aunque en realidad se debió a la acumulación de desechos. El monje franciscano español Juan Fray de San Miguel, fundador de la ciudad en 1533, realizó un ritual para destaponarlo. Ante sus oraciones el diablo salió ahuyentado de una cueva, tropezó y dejó la marca de su rodilla en un pedrusco.
Juan Manuel fue director del Parque a comienzos de los ochenta. Hacia 1986, su organización Viva Natura consiguió frenar la entubación de esos manantiales con el propósito de extraer agua para los cultivos de aguacate y hoteles.
—Nos dimos cuenta de que detrás de cuestiones ambientales, siempre había motivaciones de poder. Armamos manifestaciones, juntamos unas 6.000 personas, mucha gente en esa época. Fue uno de nuestros primeros logros. Cuando detuvimos el proyecto, nos bañamos en este río para celebrarlo. Aquí también aprendí a nadar de niño —señala la hendidura en la roca por donde brota el agua hacia esa piscina natural, que hoy apenas les cubriría medio cuerpo.
La Rodilla del Diablo ha disminuido dos tercios su aforo en las últimas dos décadas. Pese a decretarse parque natural en 1938, la Barranca del Cupatitzio sufrió durante décadas el saqueo de su agua para venderla, la invasión urbana y hasta la construcción de una granja de truchas. En años recientes, ese manantial de agua cristalina se ha enturbiado por la basura de toda índole que transportan las lluvias por la Barranca de La Guerra, donde se vierten residuos domiciliarios, aguas fecales y agroquímicos.
El Biólogo se embelesa por los helechos y musgos que bordean las exuberantes cascadas. La frondosa vegetación refresca el paseo de decenas de visitantes, los pocos que todavía se atreven a acercarse a la que fuese una de las principales atracciones turísticas de Michoacán. Las tenderas saludan a Juan Manuel.
—Este lugar es especial, desde la época precolonial fue un centro ritual. Siempre agarro fruta y me siento aquí a comerla mientras contemplo esta belleza. Mi alma es el parque —afirma el anacoreta, quien por ese afecto bautizó a su proyecto como Ecocentro Cupatitzio (en purépecha, “río que canta”)—. Este parque es el mismo ecosistema del Ecocentro, sólo que la mancha urbana cortó el corredor natural. Mi intención fue crear un lugar de estudio para tipificar esa fauna y flora, pero nunca hubo demasiado interés de las universidades. Entender el Ecocentro es entender el parque, es un termómetro del nivel de conciencia ambiental del municipio y sus impactos.
Las 19 hectáreas de esa lengua selvática son un vertedero de residuos y excrementos que en el último lustro atascan las fuentes de agua cuando empieza la temporada lluviosa. Los contaminados manantiales del Cupatitzio abastecen de agua a toda Uruapan y a gran parte de Tierra Caliente.
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El calor azuza a medida que descendemos. Por la ventanilla zumba un viento abrasante. Las pinedas y aguacatales dan paso a un desierto de infinita variedad de cactus. La temperatura mínima no baja de los 34 grados, de ahí viene el nombre de Tierra Caliente, aunque bien podría darse por ser una de las zonas más violentas del país. Las 19.000 hectáreas de valle árido —el tamaño de Madrid y Asturias juntas— atraviesan todo Michoacán y se adentran en el Estado de México y Guerrero.
Apatzingán de la Constitución —130.000 habitantes— se considera la capital de ese far west mexicano, donde las camionetas blindadas sustituyeron a los caballos. Gregorio López Jerónimo es sacerdote, pero viste una camisa de cuadros y unos jeans con andares vaquerizos.
—La mayoría de jóvenes se han enrolado en los cárteles. Si no son asesinados, terminan drogadictos. Aquí les damos un techo y terapias para atender toda la ecuación de la indigencia —afirma el más conocido como 'padre Goyo'.
En el amplio local sin puertas ni ventanales, una veintena de camas rodean una larga mesa presidida por la Virgen María. El albergue el Buen Samaritano Una Luz de Esperanza acoge a personas en situación de calle. Varios deambulan por las baldosas como zombis. Uno dice tener una cadena de tiendas, otro asegura ser hijo de Donald Trump… resulta imposible mantener una conversación coherente con alguno de ellos. Otro duerme inmóvil durante toda la mañana.
—Todos se han quedado idiotizados por inhalar los químicos en los laboratorios o por usarlos como cobayas para probar la droga. El crimen los agarra para cocinar (droga) y, después de un año o dos que ya no sirven, los arrojan a las calles. Luego los mismos cárteles utilizan a esos indigentes como carne de cañón para cometer asesinatos y robos. Apatzingán se ha vuelto un basurero humano y yo me dedico a recoger esos desechos para darles una vida digna —dice el eclesiástico de 52 años sobre su pretensión de atajar ese círculo vicioso mediante la apertura del albergue en octubre pasado.
En Tierra Caliente se concentran muchos de los laboratorios de metanfetamina y ahora de fentanilo, el incipiente opioide cien veces más potente que la morfina y que provoca unas 30.000 muertes anuales en Estados Unidos, más letal que la heroína. Un tercio (460) de los laboratorios desmantelados en México entre 2005 y 2015 se hallaron en Michoacán.
Apatzingán, a unos 80 km al sur de Uruapan, es “la joya de la corona para los criminales”, según las propias autoridades. Se ubica a 200 km de Lázaro Cárdenas, el principal puerto de entrada de los precursores para drogas, junto al de Manzanillo, la segunda ciudad mexicana más violenta en 2019. Los químicos llegan en su mayoría desde China y se suelen intercambiar por barita, piedra que se utiliza para la perforación de pozos petroleros, así como por otros minerales valiosos que se extraen de la sierra cercana.
Las sustancias se procesan en los escondrijos de Tierra Caliente, de amplia tradición en el camuflaje de cultivos de marihuana. El sintético final sale hacia Estados Unidos a menudo a través de la línea ferroviaria del tren de carga Kansas City Southern, que cruza todo México hasta las norteñas ciudades fronterizas de Nuevo Laredo y Matamoros (Tamaulipas), emblemáticos pasos de contrabando.
—¿Nunca ha pensado en negociar con los narcos? —le pregunto sobre una táctica que han empleado algunos párrocos en el colindante estado de Guerrero.
—Tengo invitaciones a comidas y demás, pero con el diablo, ni a las canicas. Un delincuente no tiene palabra, ha vivido siempre fuera de la ley. Con un delincuente no se pacta, se le ataca —zanja en un recurrente tono belicista.
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En la costa michoacana permanecen operativas algunas de las últimas policías comunitarias. El comandante del ejido de Coahuayana, alias Teto, omite atendernos porque se encuentra ocupado en combates contra el CJNG en Aquila y Chinicuila, municipios sierra adentro donde el crimen organizado utiliza la minera transnacional Ternium como fachada para explotar minas ilegales.
El camarada de Teto en la vecina comunidad indígena de Ostula, alias Toro, quien abandonó su trabajo de profesor para comandar la policía rural, nos concede una entrevista con la condición de no tomar imágenes ni grabación de voz. Las últimas apariciones en prensa les han traído contratiempos de seguridad a ambos. En abril, las autodefensas de Ostula hicieron un llamado a un nuevo levantamiento armado en todo Michoacán y se ofrecieron a colaborar con la fuerza pública para combatir al Cártel de Jalisco.
Por los 200 km de carretera comarcal que bordea la costa desde Ostula hasta Lázaro Cárdenas, atravesamos decenas de ríos desecados. Vadeamos tres camionetas abandonadas en la cuneta, calcinadas. El deterioro de sus carrocerías denota que llevan ahí pocos meses. A la altura de Pichilinguillo, dos civiles con fusil y el rostro cubierto, charlan con la señora de uno de los escasos merenderos. Al paso de mi vehículo, se levantan y observan con el dedo en el gatillo.
Es frecuente que el crimen organizado coopte a lugareños en posiciones estratégicas y los obligue a ejercer labores de vigilancia (halcones). Y uno de los puertos del Pacífico con mayor contrabando debe blindarse como un baluarte.
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El padre Goyo encabezó el movimiento de autodefensas en Apatzingán, alzado en armas en 2013 para echar al cártel de Los Templarios. En el sótano de la catedral ayudó a instalar las oficinas del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), los servicios de inteligencia. El gobierno federal impulsó y se alió con esos grupos de civiles para combatir al crimen organizado en Michoacán, cuyos tentáculos habían penetrado en todas las esferas de poder. El pasado diciembre, EEUU arrestó por su vínculo con el Cártel de Sinaloa al secretario mexicano de Seguridad Pública, Genaro García Luna, encargado de dirigir la fallida guerra contra el narco durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012).
—Hubo un momento en que la delincuencia no estaba fuera, sino dentro del sistema. Eran los propios policías, jueces, fiscales, que estaban coludidos. Tuvimos que tomar la Fiscalía para reclamar el Estado de Derecho. Apoyé con estratagemas a organizar a la sociedad y concientizar, poniendo los valores del ser humano pisoteado por encima incluso de la ley. Pero no siento que me levanté en armas —valora el vicario, quien en aquella época usaba chaleco antibalas sobre su sotana, se movía acompañado de un séquito de pobladores con armas cortas a modo de escoltas y él mismo cargaba una pistola hasta hace apenas un par de años.
Por su rol, el padre Goyo sufrió tres intentos de atentado durante 2013. El más grave se produjo el 25 de abril, cuando después de un evento religioso en La Unión de Guerrero, un pelotón de sicarios templarios lo esperaron en las inmediaciones y amenazaron con explotar un puente en su camino de regreso. El Ejército tuvo que sacarlo en helicóptero. Se retiró a Italia varios meses de 2014 hasta que se calmase la situación, pero nunca abandonó su lucha.
Dio una gira por Estados Unidos para pedir la liberación de centenares de autodefensas presos. Después de arrinconar a varias estructuras del narco gracias a su apoyo, el ejecutivo de Enrique Peña Nieto persiguió a los líderes de ese movimiento civil a partir de 2014.
“En lugar de buscar a los criminales que dañan a la comunidad, el ejército mexicano, por órdenes superiores, fue a desarmar a las autodefensas (…) y agredir a personas indefensas”, denunció el obispo de Apatzingán, quien tildó a Michoacán de “estado fallido por la ausencia de la ley y la justicia”. La carta pastoral ponía en duda un despliegue de la fuerza pública, que finalmente sólo debilitó a alguno de los cárteles dominantes y favoreció el surgimiento de otras bandas.
—El gobierno vino a corromper a las autodefensas metiendo a delincuentes que hoy son un nuevo cártel. Ahí el ejemplo de Los Viagras, que el gobierno los armó y luego los pervirtió —se irrita el padre Goyo, a quien el Obispado de Apatzingán suspendió de su ministerio durante seis meses como castigo por su activismo—. También hay presión de la misma autoridad religiosa. Tienen miedo y esa omisión les hace cómplices. Nos han tratado de sacar, de hacernos callar con la amenaza de destituirnos.
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Otro de los clérigos rebeldes en Tierra Caliente es el padre José Luís Segura, compañero de batallas de Goyo. Suele advertirle de los riesgos que corre o directamente los narcos lo utilizan de mensajero para sus intimidaciones.
—'Te están buscando como agua al chocolate', 'Estamos esperando la oportunidad para bajarnos a ese canijo'. José Luís siempre me manda las razones (recados) —bromea el padre Goyo tras abrazar a su colega, con quien coincidió cuando éste era el párroco de La Ruana, poblado limonero que también se alzó en armas.
—Ese de ahí, el de rojo, es el policía que me sigue a todas partes —lo primero que suelta José Luís, serio. Nos escabullimos del céntrico restaurante ante esa incomodidad.
El padre Segura estableció un corredor humanitario para introducir alimentos a La Ruana, asediada por Los Templarios, después de su destierro en 2013 por parte de los comuneros liderados por Hipólito Mora, estandarte del movimiento de autodefensas en Michoacán; hoy escondido, contando los minutos hasta que alguien acuda a matarlo.
Cuando el cártel retomó La Ruana un año después del levantamiento, el padre Segura permaneció como capellán de esa comunidad. Los delincuentes se tomaron su venganza. Pasaban toda la noche rompiendo botellas contra la iglesia, justo en la pared de su habitación, y disparando al aire. Un hostigamiento que se intensificaba las madrugadas del sábado previas a la misa dominical y que jamás cesó hasta que lo trasladaron en 2016.
—¿Por qué cree que no lo mataron? —le pregunto.
—No lo sé, pero seguro que no fue por ser hombre de Dios. Eso ni lo respetan. A muchos párrocos los matan por negarnos a casar a narcos o a bautizar a sus hijos, porque incumplen los requerimientos. Es muy aleatorio —asegura y pone como ejemplo al joven sacerdote Víctor Manuel Diosdado, ultimado a tiros en junio de 2012, pocas semanas después de suceder a José Luís en la parroquia de San José de Chila (Aguililla).
Durante el sexenio de Peña Nieto (2012-2018) fueron asesinados 26 clérigos, seis de ellos en Tierra Caliente. “Quienes atentan contra religiosos buscan limitar las actividades del trabajo pastoral de la Iglesia en México, que tiene su acción en campos donde difícilmente llegan otras entidades civiles, políticas o gubernamentales”, denunció en su informe el Centro Católico Multimedial sobre la ausencia del Estado en extensos territorios del país.
El padre Segura regenta la capilla de Presa del Rosario, un suburbio de Apatzingán de calles sin asfaltar. Cuando lo trasladaron allí en mayo de 2016, los narcos eran amos y señores de la comunidad, incluso organizaban las fiestas santas, verbenas con peleas de gallos al son de mariachis.
—Además del poder político, judicial, social, también han copado el poder religioso. Al principio también trataron de intimidarme, se paseaban armados como diciendo 'cuidado que aquí estamos' —cuenta el septuagenario sacerdote—. Antes salía más en medios (de comunicación), pero yo mismo preferí bajarle. Una autocensura. Tengo que ver hasta dónde puedo decir las cosas para que no me callen.
Callar, en el argot mexicano, “matar”. Ahora utiliza las redes sociales para al menos visibilizar los atropellos que se producen a su alrededor. En una ocasión le bloquearon su página de Facebook y el día que nos encontramos [28/02/2020] le habían quitado internet después de subir una crítica contra el gobierno, al que achaca de esa mordaza.
—La violencia está muy disimulada en la región. No hay asesinatos en las zonas urbanas, sino rurales. Las autoridades tratan de ocultar la violencia, pero en la periferia hay más homicidios, extorsiones, secuestros, desapariciones… Busco que se sepa. Ayer hubo dos balaceras que ni salieron en los medios —se enfurece José Luís con la misma impavidez que conserva al hablar de su tormentosa vida.
En 2018, cinco municipios de la Tierra Caliente michoacana rebasaron la tasa de asesinatos de Tijuana, que ese año fue la ciudad más violenta del mundo. Ante ese mortífero repunte, el presidente Andrés Manuel López Obrador (Amlo) anunció que la Guardia Nacional (GN) —corporación que fusionó a policías federales y militares, pilar de su estrategia de seguridad— daría prioridad a Guanajuato, Jalisco y Michoacán por ser los estados con “más problemas de violencia”.
No por acaso, en febrero del presente ejercicio, Amlo inauguró el primer cuartel de la GN en Jiquilpan, Michoacán, donde se instalaron 22 de las 69 comandancias hasta la fecha. A lo largo del pasado año se desplegaron 76.000 elementos en toda la República, 4.217 de ellos en territorio michoacano, la segunda entidad con mayor presencia de la GN.
—Nada más (los guardias nacionales) realizan rondines para hacer notar su presencia, andan por las carreteras quemando gasolina. Es un engañabobos porque no atrapan a nadie —se queja el padre Segura sobre los planes de seguridad de Amlo bajo el lema 'abrazos, no balazos'—. Con abrazos no va acabar al crimen, ellos no trabajan así. Ahora parece que se les dio derechos (a los cárteles), hay que tratarlos bien. Tampoco creo en la guerra contra el narco, sino que se detenga de forma quirúrgica a los cabecillas. Pero que no los dejen libres, porque hay tanta impunidad que siempre salen de prisión.
Por toda la región nos cruzamos a diario con un par de destacamentos de la GN a bordo de camionetas Cheyenne, siempre abanderadas con una metralleta Browning M2 calibre 50 sobre el techo. A pesar del fuerte despliegue de la Guardia Nacional, en este primer trimestre aumentaron un 58% los homicidios dolosos respecto al mismo periodo del año anterior. Michoacán ya se sitúa como el quinto estado con mayor cantidad de asesinatos.
Tampoco ha mejorado el acceso a la Justicia. Tan sólo uno de cada diez atentados contra la vida obtuvo sentencia condenatoria en 2019.
—La gente vive atemorizada, pero es un miedo que ya es cotidiano, soportable y natural. Nadie se sorprende de nada. Suceda lo que suceda, la gente aguanta y callan, porque saben que si denuncian, las matan —describe el religioso la normalización de esa violencia—. Mi función es consolar a esas personas, aunque tampoco diré que un asesinato es voluntad de Dios. Siempre voy a las comunidades por muy peligrosas que estén. Les llevo ropa, alimentos, medicinas. Cuando ya tienen que huir, las oriento y canalizo para que se vayan a Estados Unidos.
Michoacán es el estado donde más personas se tiran pa'l norte, una expresión recurrente por estas latitudes: 84.590 oriundos residen en Estados Unidos, más del 10% del total de migrantes mexicanos.
Al salir del recinto parroquial en Presa del Rosario, un hombre con una pistola en su cintura aguarda a unos treinta metros. Habla por teléfono, o quizá trata de cubrirse el rostro con el aparato. Otros dos jóvenes observan desde un banco un poco más apartado, pero no llego a identificar si también van armados.
—No los mires. Ya vete —masculla nervioso el padre Segura.
El pistolero sólo termina su llamada y se aleja, cuando me subo al coche y abandono la plazuela.
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El zócalo de Apatzingán rebosa de tenderetes por el Festival Internacional de Cine que se celebra en esas fechas [del 28 de febrero al 1 de marzo]. Una multitud pasea entre el bullicioso tráfico del centro. Dos efectivos de la GN, uniformados de camuflaje gris y enfusilados, pasan desapercibidos bajo un árbol en un costado.
Nadie diría que en 2018 se produjeron dos centenares de asesinatos, y el pasado año fue el tercer municipio michoacano con mayor incidencia delictiva, en la posición 38 de todo México.
Nadie diría que en la ciudad donde se firmó la primera Constitución en Latinoamérica (1814), hoy su población vive con el permiso de los narcotraficantes.
—Nadie diría que estamos en guerra —interrumpe el padre Goyo la panorámica—. Apatzingán siempre será ícono de la delincuencia. Es una tierra pródiga que da en abundancia, pero, si el producto del campo no se paga bien, ¿a qué te dedicas? Ser delincuente sale mejor, es la carrera que más dinero deja.
Su caldo de cultivo es la falta de oportunidades. Un 78% de la población de Apatzingán sufría dificultades para acceder al seguro social en 2010 y el municipio se declaró en “crisis económica extrema” por el cierre de comercios y el desempleo tras los enfrentamientos de 2014. La localidad todavía no se ha recuperado de ese impacto ni ha cerrado las cicatrices de un conflicto enquistado.
—Además, tenemos al personal corrompido. Hay policías metidos en la delincuencia que reciben dos nóminas. La ley está coludida con el crimen. Es un terreno fértil para el narco —agrega el padre Goyo mientras conduce su Volkswagen Amarok, una robusta 4x4 con la suspensión levantada para poder meterse por todo tipo de terrenos, atender cualquier llamado y “escapar rápido de los malos”, guasea.
Hasta hoy le llegan amenazas de muerte, al menos una vez al mes. Una de las últimas vino de un tal Tiburoncillo, a quien le pagaron 10.000 pesos (poco menos de 400 euros) por quebrarlo —otro de los verbos autóctonos para “matar”—. A la semana el mercenario se fue a Estados Unidos y los narcos lo balearon en uno de sus túneles de contrabando. El padre Goyo lo cuenta jocoso, se mofa del peligro contra su vida, de la posibilidad de recibir un disparo en cualquier esquina o misa.
—¿Para qué me voy a paniquear (asustar)? Todavía temo por mi vida, claro, pero ese riesgo ya nunca se irá. Estoy dispuesto a jugarme el pellejo y a morir, porque esto lo requiere. Tiene que correr sangre para que se arreglen las cosas —recupera una belicosidad que a ratos lo asemejan más a un comandante que a un religioso—. Los delincuentes me tienen miedo porque saben que soy capellán militar. Atiendo a cinco comandos. En cualquier momento puedo tener mil escoltas a mi alrededor. Estoy decidido a caer por la gente, pero tampoco me voy a dejar matar. Trabajo para un buen patrón, que es Dios.
En 2016 se apartó por un par de años a la Ciudad de México debido a la intensificación de las amenazas. Estudió en la Universidad Pontificia, donde realizó su tesis Mística horizontal de ojos abiertos, sobre el deber moral de la Iglesia católica para apoyar a los desfavorecidos.
—Hay tiempos que se enrojece más el asunto, se torna la cosa más agresiva. Había que salirse de inmediato porque mi vida corría peligro. Me fui a la capital para bajar el perfil —alega.
Cuando regresó a su natal Apatzingán a mediados de 2019, puso en práctica las reflexiones de su estudio. Además del albergue, rentó varias hectáreas de tierra en un rancho a las afueras de la ciudad donde los exconvictos (víctimas y victimarios del narco) cultivan chile y limón. Un trabajo que favorece su reintegración.
—Aquí están los más perseguidos. A los que sus antiguos cárteles buscan para matarlos. Trato de mantenerlos más alejados para protegerlos —indica el padre Goyo en un campo donde faenan tres hombres y dos mujeres—. No los juzgo ni les pregunto a qué banda pertenecieron, a cuántos mataron. Mi labor es darles cobijo.
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Valentín (nombre ficticio) dice haber matado a más de 40 personas.
En 2013, asesinaron a uno de sus seis hijos [información contrastada, no incluidos los detalles por precaución]. Valentín regresó de Estados Unidos, donde residía, con el objetivo de vengar su muerte.
—Me traje cinco R-15 y cinco cuernos (AK-47) de Sonora y nos juntamos seis amigos en solitario. Matamos al menos una cuarentena de gentes —murmura el hombre de unos 50 años.
Un 70% de las armas de fuego usadas en algún delito en territorio mexicano proceden de Estados Unidos. Gran parte de las 700.000 armas que se contrabandearon en 2019 ingresaron por Sonora, una porosa frontera idónea para el tráfico ilícito, el segundo estado donde más armamento se confiscó (531) durante el primer año de mandato de Amlo. Michoacán, el tercero (521).
—Andábamos seis pistoleros que le entramos a arreglar cuentas con la gente. Nos metimos como autodefensas para encubrirnos. Nos tenían miedo, nos llamaban Los Seis de Michoacán. Les dimos duro a La Familia Michoacana, los que asesinaron a mi hijo. A nosotros sólo nos mataron a dos —menciona Valentín sobre su pandilla de bandoleros. Aunque no existen referencias claras sobre ese mote, varias noticias de esos años tratan eventos con un arsenal idéntico al que describe Valentín, quien elude entrar en detalles sobre ese periodo.
El vengador se refugió en Sonora hasta 2017, cuando regresó contratado como escolta para un alcalde del este de Tierra Caliente, vinculado al narcotráfico [información contrastada, se omiten nombres por seguridad]. Cobraba 5.000 pesos (unos 200 euros) mensuales —arriba del salario mínimo de 3.746 pesos en México—, por protegerlo del CJNG.
El Cártel de Jalisco se disputa la plaza con Los Viagras a través de células locales, cuadrillas criminales asentadas desde 2014 que cambian de bando según sople el viento. Por estos confines es muy difusa la línea entre la autoridad política y los capos de la droga, entre policías y sicarios —a menudo clonan indumentaria y vehículos oficiales—. Valentín ha combatido toda su vida en esos frentes de Tierra Caliente, en los lindes de Michoacán con Guerrero. Conoce personalmente a sus caciques y los movimientos de un tablero complejo de dilucidar [se prescinden detalles para salvaguardar la integridad del entrevistado].
—Mi hijo no va a revivir, me arrepiento de todas las muertes que dejé. Hace más de un año que ya no me meto con nadie, pero no me dejan en paz. No se vale que sigan matando a mi familia —balbucea Valentín.
Hace un mes (enero 2020) secuestraron a su madre, hermana, cuñado y dos sobrinos mientras almorzaban y luego los ejecutaron. El padre Goyo medió para enviar un helicóptero de la Guardia Nacional a sacar los cadáveres, porque sus mismos verdugos impedían el acceso [el evento se archivó como 'clasificado' y nunca salió a la luz]. Su esposa y su hija murieron hace unos meses por el impacto de supuestas balas perdidas en Zicuirán.
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En Zicuirán (La Huacana) gobierna Miguel Ángel Gallegos Godoy, alias Migueladas o El Señor de Zicuirán, quien colaboró en el levantamiento popular de 2013, pero en realidad se le considera el verdadero capo de los capos michoacanos desde hace dos décadas.
En el último año se asoció al CJNG, que ha asaltado Michoacán con una demostración de soberbia nunca vista desde los tiempos del Chapo: caravanas de hombres con los fusiles en alto disparando al aire para anunciar su conquista de municipios; lanzamiento de cientos de panfletos desde una avioneta para ofrecer recompensas por la cabeza de algún enemigo; retenes a plena luz del día exhibiendo sus siglas; cuatro arremetidas contra la fuerza pública en apenas la primera quincena de este año… tomándose el lujo de grabar muchas de las acciones y subirlas a las redes.
El 26 de mayo de 2019, pobladores de La Huacana sometieron a una decena de militares para que devolviesen las armas que habían decomisado minutos antes a sicarios de Migueladas. Tras asegurar el arsenal, los elementos del Ejército fueron interceptados por hombres enfusilados y en el enfrentamiento dos vecinos resultaron heridos por balas perdidas. Esto desencadenó la furia de la comunidad, que desarmó a golpes a los soldados.
En uno de los numerosos vídeos subidos durante la captura, se escucha a uno de los civiles que exhorta a un supuesto comandante militar al otro lado del teléfono:
Tú matas en nombre del pueblo. Tú sabes cuáles son las armas, no te voy a decir cuáles… Aquí están tus muchachos y no se van a ir hasta que me lleguen nuestras armas… No estás en cuestión de pedir nada, aquí están los muchachos, si vieras las caras que tienen… Mira, ¿vienes o no? No te hagas, las armas que le quitaste a los muchachos que nos estaban defendiendo se las llevaste a Gabino Barrera en Churumuco (el líder del antagónico cártel de Los Viagras en la localidad vecina).
Simultáneamente a esa retención, 24 camionetas con las iniciales del CJNG ingresaron al centro de Zamora —tercera ciudad más poblada y violenta de Michoacán— y asesinaron a cuatro uniformados. Su forma de presión para el cumplimiento de las demandas en La Huacana, a 220 km.
Los militares fueron liberados a cambio de la entrega del arsenal confiscado, armas de alto alcance entre las que destacaba un fusil antiblindaje Barrett calibre 50, el rifle más letal del mundo y preferido por el narco para enfrentar a las Fuerzas Armadas mexicanas, que ni siquiera pueden utilizarlo porque estarían cometiendo un crimen de guerra. En 2016, también en La Huacana, un francotirador de Migueladas derribó a un helicóptero policíaco con dicha Barrett.
En agosto pasado, otra patrulla de la Guardia Nacional fue agredida con palas y escobas en pleno centro de Los Reyes, una de las trincheras del CJNG en su avance territorial.
En octubre, el mismo cártel masacró a 13 policías estatales en una emboscada en Aguililla, cuya autoría firmó en una nota entre los cadáveres. “Fue una circunstancia que se dio como la que se da en todos los eventos en el país todos los días, a todas horas, en todos los lugares del país”, respondió a la matanza la secretaria de Gobernación —análoga a Ministra del Interior—, Olga Sánchez Cordero, en un México donde ya no cabe la conmoción, donde su funesta declaración también pasó desapercibida. En 2019, se contabilizó el asesinato de 446 policías, 41 en Michoacán, la segunda entidad con mayor número de estos atentados contra la autoridad.
Aguililla es un inhóspito pueblo de 9.000 habitantes y lugar de nacimiento del Mencho, el narco mexicano más acaudalado y buscado. La Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) ofrece desde marzo 10 millones de dólares a quien aporte información para su captura, el doble de la recompensa por el Chapo y cinco veces el precio que pusieron a Pablo Escobar.
El patrón del CJNG estaría oculto en algún recóndito punto de la insondable sierra que separa a Tierra Caliente del océano Pacífico, según información de la inteligencia mexicana. Testimonios de la zona apuntan a que el Mencho querría terminar sus últimos días en su tierra. Para su regreso definitivo a Aguililla, el líder de los Jalisco debe convertir su comunidad en “un búnker de murallas humanas”, lo que pasa por dominar también los municipios colindantes.
El 25 de abril —en plena contingencia por la covid-19— el CJNG lanzó un ataque indiscriminado en Aguililla que dejó un saldo de 21 víctimas mortales, tal y como recogieron testimonios que también hablan del arribo de sicarios en avionetas particulares. No por casualidad tampoco, el pasado marzo, hombres armados saquearon una parroquia de esa comunidad y tirotearon su fachada.
Apatzingán es la urbe donde se bifurca la única carretera en condiciones hacia Aguililla, a unos 80 km. Una calzada donde en los últimos meses se han sucedido virulentos enfrentamientos y narcobloqueos con la quema de camiones. Otro campo de batalla del CJNG y Los Viagras, cuyo bastión en la circunscripción de Buenavista ocupa parte de esa vía. Por la cercanía entre ambas localidades, algunos de los combatientes son primos en bandos contrarios.
En ese tramo, una muchedumbre de pobladores de Buenavista —auspiciados por Los Viagras— atacó a huevazos a una patrulla de la Guardia Nacional este febrero. En uno de los videos, un vecino increpa a gritos a un militar:
Aquí no somos jaliscos (del cártel), hijos de su puta madre. Aquí somos Michoacán… ¿quieren que los desarmemos, cabrón? Aquí los vamos a sacar todo el pueblo
El CJNG hizo su declaración de guerra en Tierra Caliente el 5 de marzo del pasado año. Durante toda la noche, un notorio convoy recorrió las calles de Apatzingán mientras sus tripulantes disparaban ráfagas al aire. El tenebroso desfile terminó a las puertas de la periférica Acahuato. Tres semanas después, el CJNG arremetió contra varios de sus cárteles rivales en diversas colonias de la ciudad. La refriega duró seis horas y se detonaron incluso granadas.
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—Esto es Irak —repite lacónico el padre Goyo.
La acometida del CJNG y el despliegue de la Guardia Nacional en el centro urbano orillaron a Los Viagras a las afueras de Apatzingán. Instalaron su cuartel en el humilde poblado de Acahuato, una zona bajo su influencia desde el final de las autodefensas. Diez kilómetros hacia el norte por la enésima “carretera de la muerte” en México, si es que el sobrenombre no ha quedado caduco en el estado con mayor cantidad de matanzas: 11 en apenas nueve meses.
—Los secuestrados los traen para acá, ésta es su sede. La delincuencia siempre busca pueblitos en torno a las grandes ciudades para ocultarse y operar a sus anchas —asegura el religioso dando un acelerón para enderezarnos por la yerma loma.
La serpenteante carretera recorre cada uno de esos episodios. Veinte minutos de un macabro trayecto por los vestigios de una guerra perenne, imperceptible, que se manifiesta sin avisar. En cada curva contenemos la respiración a la espera de toparnos con lo peor, pero sólo hay más roca, otro bofetón de sofocante aire, más asfalto, tal vez una señal, más paisaje desértico. Nada.
Pasamos frente a una de las lujosas propiedades de Francisco Galeana Núñez, alias El Pantera, uno de los siete principales líderes de Los Templarios. El caserón de estilo californiano, varios negocios opulentos alrededor y hasta una bóveda con tarima para espectáculos, contrasta con las infraviviendas y anodinos talleres de esa ranchería. El conjunto luce abandonado desde hace tiempo, los arbustos del jardín engullen los mellados paredones.
El Pantera fue abatido el 27 de febrero de 2014 en un operativo de la policía federal. Se le conoció como uno de los cabecillas templarios más despiadados. Obligaba a sus novias y secuaces a tatuarse una pantera. Las autoridades lo dieron por muerto en una balacera un año antes, pero, tras aniquilarlo de verdad, informaron que en la anterior ocasión sólo fue detenido. Se desconoce por qué o cuándo lo liberaron.
—El tipo tenía un emporio. (Los narcos) pagan a muchachitos para que cumplan sus condenas, para que se metan de chivos (expiatorios) en la cárcel. Y al rato los sacan porque no tienen pruebas —asevera el padre Goyo, quien prefiere no detenerse frente a la vivienda por si colocaron vigilantes para evitar su incautación.
En el siguiente recoveco sobrepasamos un río completamente seco, como casi todos en la región. Esa quebrada de piedras era un salto de agua hace apenas una década.
Más adelante en una cuneta hay estacionado un coche blanco con tres civiles que se comunican por radio al ver nuestro vehículo asomarse. Los halcones ya han avisado del ingreso de desconocidos a su fortín. En ese punto, un mes después [este 2 de abril], varios delincuentes disfrazados de policías secuestraron a algunos conductores, según narró una de las víctimas liberada a los cuatro días.
En la pequeña comunidad de Acahuato, sus 700 habitantes viven en un alto grado de marginación, aunque por su puñado de calles se ven más pick ups lujosas que transeúntes. En una esquina de la plazoleta se junta un grupo de jóvenes recostados en un par de motocicletas. No nos quitan el ojo en ningún momento. El padre Goyo los saluda de lejos.
—Aquí la raza ya me conoce. Los Viagras me respetan aunque somos contras. Les interesa llevarse bien con diferentes ámbitos —vacila el párroco para aligerar la tensión que se respira.
Goyo visitaba a menudo Acahuato desde que en 1995 fundase un seminario, pero en los últimos tiempos viene con menos frecuencia. Cuando en 2017 se instaló en esas tierras el Rifle, jefe viagra, tuvo que trasladar la institución a otra localidad por el peligro que entrañaba.
—Utilizaban el seminario de trinchera. Cuando había combates se refugiaban como si fuese su búnker. Además, también reclutaban a los niños cuando salían de sus clases —susurra el vicario—. Por aquí los niños anhelan enrolarse en el narco, su vocación es ser sicarios. Cada vez nos cuesta más encontrar alumnos, porque ha bajado el interés en estudiar.
En 2018, había unos 460.000 menores de edad en las filas del narco, un 153% más que tres años atrás. Los cárteles han roto cualquier mínimo código de conducta que pudiesen respetar en la época de las grandes empresas criminales que operaban como multinacionales. La fragmentación de esas estructuras y la diversificación de sus actividades delictivas han arrocinado (más si cabe) sus métodos. La semilla ya estaba plantada: seis de cada diez menores mexicanos son criados a golpes en sus hogares.
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Los Viagras eran un grupo de autodefensa que el gobierno armó para integrarlos a una unidad especial de la Policía Rural encargada de combatir a Los Templarios. Tras cumplir con su objetivo, Los Viagras emergieron como el cártel “más sangriento y peligroso” del estado, según el propio gobernador. Forjaron su apogeo gracias a la subestimación de las autoridades y a las alianzas y traiciones tanto a Los Templarios como a los de Jalisco.
—Desde que se establecieron aquí (Los Viagras), han aumentado los pagos de plaza. Primero extorsionaban por los cultivos, luego a los comercios y ahora por el agua —dice el padre Goyo.
Acahuato es otro enclave valioso, compuerta entre Tierra Caliente y el Pico de Tancítaro, la zona más productiva para el cultivo de aguacate. Desde el mirador de la localidad se extiende una planicie baldía que abraza a Apatzingán. Al otro lado se divisa el verde de un macizo que se pierde en el horizonte. La Policía Comunitaria que resguarda la localidad de Tancítaro y a sus aguacateros, nos niega el ingreso tras solicitar su autorización por seis meses. Están prevenidos ante la intrusión de periodistas y foráneos debido a varias publicaciones que se refieren a su negocio como 'el aguacate de sangre' y que sugieren su posible vínculo con el narcotráfico. Tancítaro es un monte acorazado.
—La siembra de aguacate en la parte alta ha disminuido el agua que baja hasta acá. Los manantiales se están secando. Esa escasez ha venido a afectar a la economía fuertemente. Antes se sembraba lima, mamey, café. Ahora sólo nopal (un cactus comestible) —musita el jefe de Tenencia local, Jaime Álvarez, amilanado durante toda la escueta conversación.
—Los aguacateros han abusado sobremanera de los manantiales. Antes había chorros, cascadas y ahora los ríos se han secado —enfatiza el padre Goyo—. Y la poca agua que baja, probablemente llegue infectada por los agroquímicos aplicados en las huertas. Sobre esa contaminación y sus afectaciones en la salud tampoco hay estudios concluyentes.
Paradójicamente, Acahuato significa “lugar del agua” en náhuatl y da nombre a la patrona de Tierra Caliente. A su santuario peregrinan cada año miles de paisanos para agradecerle por los favores recibidos, por el agua en sus campos. Durante los noventa, entre los exvotos también acudían narcotraficantes para corresponder a la santísima, pero por sus fructíferos cultivos de marihuana.
La Virgen de Acahuato preside un pomposo altar desde donde al parecer no se alcanzan a oír las plegarias. En 2017, el gobierno reconoció por primera vez la carencia de agua en algunos lugares de Michoacán, contradictoriamente la entidad con más agua superficial de México. Citaron a Acahuato y Apatzingán como las localidades más acuciadas por esta problemática. Sus pobladores tienen que conseguir el agua de camiones cisternas (pipas) o en garrafones.
—Los delincuentes cobran cuota (extorsión) al repartidor por cada viaje y ellos le suben el precio a la gente. Tienen que escoltar las pipas para que no se las roben —añade el sacerdote.
De ida al pueblo nos cruzamos con un camión de bomberos que acababa de distribuir agua, acompañado de dos patrullas policiales. Uno de cada tres hogares mexicanos no dispone de agua corriente, siendo el país donde más agua embotellada se consume. Para las familias de bajos recursos representa un desembolso del 20% de sus ingresos, un sacrificio sobrehumano que se agudiza en las zonas rurales.
—Los Viagras tienen muchos terrenos y huertas (de aguacate) en la zona y se apoderaron de los cuatro ojos de agua que abastecían al pueblo. Los campesinos tienen que pagarles para recibir agua. Si te rebelas, te aplican la ley de fuga: 'O te vas, o te bajamos' (una expresión más para “matar”) —prosigue.
—Aquí se ha ido mucha gente, han tenido que salirse —interviene Álvarez, capataz de un pueblo donde a simple vista la mitad de las viviendas aparentan estar deshabitadas.
No obstante, el jefe de Tenencia insiste en que “todo está calmo” por estos lares, aunque la presencia del narco es omnipresente y adquiere múltiples rostros. A comienzos de abril, durante la crisis por la covid-19, Los Viagras repartieron decenas de despensas —con productos robados— a la población de Acahuato. En un video se escucha la voz de uno de los hombres armados:
Esta ayuda que viene aquí, se la está haciendo la gente de Acahuato, Nuestra Señora de la Virgen que viene a regalar una despensa a cada uno. Son los que mandan aquí.
A mediados del pasado año, el párroco de Parácuaro —contiguo a Acahuato— denunció que las presiones del crimen han dejado muchos 'pueblos fantasma' en ese municipio y en otras partes de Tierra Caliente. Se estima que más de 10 millones de personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares desde 2011. Michoacán es el tercer estado con mayor desplazamiento forzado, una problemática invisibilizada en México, donde a menudo se disfraza de migración.
Un creciente número de estos episodios se relacionan a la devastación de los recursos naturales por parte del crimen organizado. El arzobispo de Morelia advirtió que la guerra del agua ya empezó en el estado. “Es una guerra que puede volverse una catástrofe mundial, si no logramos resolver esos conflictos locales”, sentenció monseñor Carlos Garfias, en alusión a la apocalíptica declaración del Papa Francisco: “Me pregunto si en esta Tercera Guerra Mundial en pedacitos que vivimos, no estamos en camino de la Tercera Guerra Mundial por el Agua”.
El padre Goyo observa alrededor con disimulo antes de aportar su conclusión:
—Los delincuentes entregan agua a cambio de estar sirviéndoles y mantenerse callados. Quien tiene el agua, tiene el control. El agua es un arma de guerra que utilizan contra la comunidad.
Cinco jóvenes con armas cortas rodean nuestro vehículo en tres motos hasta que salimos del pueblo. En el mismo retén de la ida, ahora hay dos coches, uno a cada lado, y el doble de hombres. Esta vez nos muestran sus cartucheras.
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—Hay un vacío de poder, un Estado fallido. La ley es la impunidad y la corrupción, que está en todos los niveles. Hay viudas que pasan hambre porque los cárteles usurparon su negocio familia —enumera desencajado el clérigo—. A una mujer le desaparecieron a 13 familiares y no hizo la denuncia a la Fiscalía por miedo a que estuviesen involucrados. Fui al primero al que se lo contó, varios meses después, y aún miraba alrededor temerosa.
El padre Goyo se pasa el día de un lado al otro, siempre en la calle. Tan sólo regresa a su iglesia para dar la misa de las siete de la tarde.
—A mí no me interesa la viejita comeostias que se la pasa en la capilla, sino los jóvenes que están metidos en las drogas, en los cárteles. Hay que salir permanentemente a las periferias a buscar a los descartados sociales, a la gente violentada, al 90% que no vienen a la iglesia porque no les defendió —se sulfura el párroco con aspavientos—. Como Iglesia necesito buscar a ese feligrés dolido, para hacer su causa, mi causa.
Pese a las constantes amenazas de muerte, la verja de entrada al recinto sacro está abierta de par en par. En lugar de muro, la fachada principal la componen tres portones metálicos. Más que un templo parece un hangar. La única ala del crucero se dejó a medio construir con sus vigas al descubierto.
El padre Goyo frenó las obras de ampliación de la Parroquia del Carmen, donde fue asignado tras su retorno a Apatzingán, para invertir todo el presupuesto de la financiación municipal en abrir el albergue, alquilar la parcela del rancho… y ahora planea comprar un islote de un río cercano para alojar un centro de rehabilitación de máxima seguridad.
—Hace tres semanas vinieron al albergue por la noche varios tipos armados que buscaban a uno de los jóvenes. Aquí no es seguro para ellos. El cártel no avisa, si sabes demasiado, te chingan (el enésimo localismo para “matar”). Además, quiero dedicar un espacio para mujeres, ahora tienen que estar mezclados —se entusiasma, tan enérgico como cuando blande críticas en contra de la delincuencia durante su homilía desde un austero presbiterio. Aunque ahora se concentra en acciones caritativas, cada tanto llama a construir unas nuevas autodefensas para combatir al narco.
Se apresura en ponerse su hábito blanco y la estola violeta. En el pasillo hacia la sacristía cuelga un retrato de Juan Pablo II, el único adorno en esas paredes de hormigón desnudo.
—¿Por qué no ponen la imagen de Francisco? —le pregunto.
—El Vaticano todavía ni nos envió la de Benedicto. Aquí no llega el Papa ni en foto.
La charanda es una bebida alcohólica típica de Michoacán, un destilado de caña de azúcar. La primera bodega de este aguardiente se ubicó a comienzos del siglo pasado en un céntrico cerro de Uruapan llamado La Charanda (en purépecha, “tierra colorada”).
Como en los últimos veranos, al iniciar la temporada de lluvias se activaron las alarmas por el riesgo de desprendimientos en los asentamientos que penden de las barrancas de la ciudad. El pasado 13 de agosto, un recio aguacero desgajó la cárcava y el alud sepultó un domicilio en la falda de La Charanda. En su interior falleció asfixiado un menor de 16 años.
Una semana antes, otro argayo derrumbó un puente en una carretera cercana. Y en 2010, una avalancha acabó con la vida de 34 personas en Angangueo, al este de Michoacán. Estos bruscos eventos climáticos se han intensificado debido a la acción humana.
México es el cuarto país del mundo con mayor deforestación desde 2001. Perdió un tercio de sus bosques y selvas en las últimas tres décadas, según cálculos oficiales. Sería como asolar la mitad de España, el Reino Unido entero u otras 167 naciones.
—La destrucción de la naturaleza acabará con nosotros, si antes no nos matamos entre todos —sentencia Juan Manuel, quien convive con los criminales y su devastación de los recursos naturales. Ve de cerca la muerte.
El 20 de octubre de 2017, un comando asesinó a Felipe Ramírez, activista indígena. Siete sujetos en motocicleta lo interceptaron en una carretera y, después de balearlo, huyeron escoltados por policías estatales. Hasta la fecha no hay pistas de los responsables, pero la principal hipótesis apunta a Los Templarios como autores materiales. Ramírez protestaba desde los años setenta por la instalación de la Central Hidroeléctrica de Zumpimito —al lado del Ecocentro Cupatitzio—, gestionada por la Comisión Federal de Electricidad (CFE). Utiliza más de 20 millones de metros cúbicos de agua, superando por mucho el consumo de Urbi Construcciones del Pacífico, la empresa mexicana que más agua traga. La explotación de esa hidroeléctrica nacional aceleró el desabasto en Uruapan, pese a ser una de las ciudades con mayor recurso hídrico.
En enero de 2018, hallaron en una zanja el cadáver estrangulado de Guadalupe Campanur, ambientalista indígena de Cherán, ícono del autogobierno. La joven de 32 años había trabajado como guardabosques en la Policía Rural y se dedicaba a combatir la tala criminal de los bosques purépecha.
En 2019, fueron asesinados 33 defensores de Derechos Humanos en todo el país: 21 eran ambientalistas y la mayoría pertenecían a pueblos originarios. Un 41% de los ataques fueron perpetrados por servidores públicos, según datos gubernamentales. Ninguno ha obtenido sentencia.
Ese curso, Michoacán contabilizó una defensora asesinada, Zenaida Pulido, tiroteada cuando regresaba de interponer una denuncia. Había recibido amenazas por su tarea en la búsqueda de familiares desaparecidos. Colectivos civiles, sin embargo, señalaron la ejecución de al menos seis ambientalistas y la desaparición de otros tres. Es la cuarta entidad con más activistas (74) bajo el Mecanismo de Protección que brinda el gobierno.
El primer homicidio de 2020 fue el de Homero Gómez González, cuyo cuerpo localizaron sin vida en un pozo agrícola dos semanas después de su desaparición, el 13 de enero. Este líder ejidal administraba uno de los santuarios de la Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca, al este de Michoacán, a sólo 130 km de la capital mexicana. La Comisión Estatal de Derechos Humanos indicó que su fatal desenlace se debió a sus esfuerzos por preservar el hábitat de la mariposa monarca.
“El crimen organizado ha penetrado en la industria aguacatera, que ya ha expandido sus terrenos hacia el oriente de Michoacán mediante una tala ilegal que pone en peligro inminente a esa reserva”, considera una portavoz del Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA), organización civil que registró 39 ataques contra ambientalistas el pasado año.
En la zona de la Reserva donde asesinaron a Homero, varios comuneros confirman que los taladores se han metido hasta el corazón del área protegida y han percibido los efectos. “Antes las vacas comían mariposas, se cubría todo el pasto”, me cuentan sobre los millones de Monarcas que vuelan cada invierno 4.000 km para huir del frío en Estados Unidos, uno de los fenómenos naturales más asombrosos del planeta. Su llegada marcaba el tradicional Día de Muertos, pues los habitantes creían que las mariposas eran las almas de sus seres queridos. Pero al este de Michoacán ya no hay mucho que festejar, la leyenda se esfumó por el declive de esa migración.
El 2019 fue el año más violento para los protectores de la Tierra en México, el cuarto país del mundo en asesinato de activistas, de acuerdo a una lista de Front Line Defenders (FLD), que sitúa a cinco países latinoamericanos entre los seis más peligrosos para la defensa de los Derechos Humanos.
—Lo más importante para la defensa del medioambiente es que haya ejemplos vivos de lo que significa la naturaleza —considera el Biólogo.
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Después de la matanza de una docena de sicarios a menos de cien metros de su casa y la advertencia de muerte, los hijos de Juan Manuel le pidieron que se mudase del Econcentro. Pero la única medida de protección que tomó el profesor fue sacar sus objetos de valor (un ordenador, documentos y libros) y resguardarlos en casas de amigos.
—Mi hijo me llamó en cuanto se enteró de la balacera: 'No te hagas el pendejo, salte de ahí ya, no seas necio'. Se preocupan mucho. Pero les digo que ahora cualquier parte de Uruapan es insegura —considera.
Pone como ejemplo que hace poco paseaba por mitad del zócalo una pareja del CJNG uniformada con sus siglas, y ni las autoridades hicieron nada. Por nombrar lo menos en una ciudad que en enero ardió en automóviles incendiados por los narcos, desatados por la detención de varios de sus líderes.
Otra anécdota en el país de los cien asesinatos al día, de las más de 60.000 desapariciones, de los dos millares de fosas clandestinas. Un México acostumbrado a sumar récords de violencia hasta rebasar los 275.000 homicidios desde 2006. Cifras de una guerra en un territorio sin guerra declarada, pero que vive el segundo conflicto más mortífero del siglo XXI, sólo por detrás de Siria.
Frente a la adversidad
El Biólogo se resiste a abandonar su bosque,
aunque la parcela ni siquiera sea de su propiedad.
Se resiste a que el crimen organizado arrase sus árboles,
aunque no le aporten ningún beneficio económico.
Se resiste a que sus coníferas dejen de oxigenar a su ciudad,
su suelo se deslave y arrolle a sus paisanos,
su cerro deje de emanar agua y el aire achicharre
y nos ahogue.
Aunque seguramente
ya no esté para verlo.
O tal vez sí.
Juan Manuel se paraliza bajo la copa de un pino retoño. Dice sentir el frescor. Acaricia un tallo con mimo. Entre sus dedos, las agujas se suavizan.
—Estoy abierto a todas las opciones, así no habrá derrota posible. Hay jóvenes que están retomando las luchas ambientales, pero asumo que no hubiese un relevo en el Econcetro. Sería una forma de aferramiento pensar que alguien vendrá para seguir protegiendo este bosque. Me doy por bien servido con lo que he hecho —cavila antes de citar al poeta mexicano Octavio Paz: “Basta una sola persona que lea tu poema para entrar en el río de la conciencia”.
Sus palabras suenan a despedida. Afronta con resignación ese 'adiós'.
—¿Ve cercana su muerte?
—Si no me han matado ya es porque no han querido. Quizá se ablandaron por las imágenes religiosas de los cobertizos; quizá porque trato de ayudar a la comunidad; o porque se pensarán que ya me queda poco y les doy lástima.
—¿Le da miedo vivir aquí solo?
—Me da nervios, pero no miedo. Acepté la posibilidad de morir por la naturaleza, por este lugar. Cuando uno decide morir, ya está todo claro. Ya se puede seguir viviendo tranquilo —evoca Juan Manuel un consejo que le dio Mireles, reconocido autodefensa seriamente amenazado de muerte.
El hombre de 72 años escucha a lo lejos a las madres de Arroyo Colorado cuando riñen a sus hijos. Escribe entre las sombras de una tenue vela. A menudo se ducha con una cubeta de agua fría y percibe los incendios en los cerros circundantes. Ya no recolecta sus propios frutos, porque dejaron de florecer, pero apenas come alimentos cocinados. La soledad lo ha vuelto el alma del bosque, pero sobre todo, una de sus últimas especies.
—¡Mira las clavellinas, son increíbles! —se distrae Juan Manuel para olfatear un manojo de flores fucsias, que colorean los porches del desmadejado conjunto.
Hace tres décadas se veían coyotes por el Ecocentro. Su agilidad y pelaje rojizo los camuflaban entre la charanda, donde cavaban sus madrigueras. Tan sólo se hacían notar por su aullido y el destello de sus ojos en la noche. En un cerro cercano también había venados grises, su animal preferido y sagrado en varias culturas originarias de México. Un ciervo sigiloso, de afinado olfato y oído. Por su gran sensibilidad en las pezuñas, se asientan en ecosistemas sanos. Son indicadores de la calidad de conservación del suelo.
Tanto el venado como el coyote, en peligro de extinción en Michoacán.
Sólo el Biólogo sobrevive en la charanda.
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Actualización: Este 20 de julio (al cierre del reportaje), la Diócesis de Apatzingán suspendió al padre Goyo de sus actividades dentro de la Iglesia Católica, alegando “faltas graves que han ocasionado serios problemas en la comunidad eclesial y que también han sido faltas a la dignidad de los sacramentos”. El presbítero consideró que la decisión tiene que ver con su activismo contra el crimen organizado: “Ni me quitan el sacerdocio ni me excomulgan (…). Me quitan algo que me estorbaba, la verdad. Siendo cura te tienen con un bozal en el hocico y un tapujo en los ojos. A nosotros nos dicen: lo que veas y oigas no lo digas; tú nomás celebra, reza y cuenta limosna. Es lo que tienes que hacer. Pero hay temas muy delicados que no se pueden callar”.
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