Un punto de salida: gente caminando a oscuras entre la arena y las piedras, subiendo a un barco sobrecargado, apretándose unos con otros. Algunos han dado todo el dinero que tenían a los organizadores del viaje para poder emprender rumbo a lo que creen que será una vida mejor. Otros han hecho entrega de sus posesiones. Ya en alta mar pasan hambre, sed, viven con piojos y rodeados de vómitos, las ropas están desgastadas por el salitre, algunos enferman, varios mueren.
Un punto de llegada: las autoridades los interceptan. Algunos intentan escapar por la costa. Los agentes arrestan a la tripulación con intención de enviarla de vuelta a su país. El resto es trasladado a una pequeña isla, en condiciones de insalubridad, de la que no pueden salir durante semanas. Ni siquiera les entregan ropa limpia.
Esta narración podría ser la historia de cualquier persona migrante que llega a Europa procedente de África, pero corresponde a otro relato: el de miles de canarios que en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo huyeron de su tierra en busca de una vida mejor en Venezuela. Ahora que las islas Canarias se han convertido en foco de señalamiento, no está de más recordar que antes hubo canarios que sufrieron condiciones similares.
Islas como lugares de reclusión
“Nuevos inmigrantes en el puerto de Carúpano”, rezaba el titular del diario venezolano Agencia Comercial, fechado el 25 de mayo de 1949. En él se referían a los 106 canarios llegados en el barco La Elvira y a otros 57 procedentes de otro pesquero interceptado días antes. La Elvira era un velero de 19 metros que tardó 36 días en cruzar el océano Atlántico, empujado por los vientos alisios. A bordo iban diez mujeres y una niña, los demás eran hombres. La mayoría eran campesinos de Gran Canaria, que vendieron todo lo que tenían -su ganado, su vivienda o entregaron sus ahorros- para pagar las cuatro mil pesetas que les pedían por el pasaje clandestino. Un jornalero ganaba, como mucho, doce pesetas al día.
“En aquellos años era muy difícil viajar de forma legal. Muchas personas que querían irse habían participado en sindicatos o partidos, por lo que estaban marcados por el franquismo. Se exigía un expediente de buena costumbre, incluso por el propio cura del lugar, y era muy difícil obtenerlo”, relata en conversación con elDiario.es el catedrático Manuel Hernández González, autor del libro La emigración canaria a América.
“En 1948 en Venezuela había un gobierno democrático encabezado por Rómulo Gallegos, famoso escritor, que no tenía relaciones diplomáticas con la España de Franco. De hecho, mantenía una embajada de la República española, como algo simbólico. Bajo su mandato los emigrantes españoles eran bien recibidos, porque se les consideraba antifascistas y se sabía que sufrían la dictadura y la pobreza que llegó tras la Guerra Civil”, explica.
Cuando llegaban los recluían en la isla de La Orchila, hacinados, agolpados unos con otros, o en la de Guasina, que era mucho peor.
Pero el 20 de noviembre de 1948 se produjo un golpe de Estado en Venezuela que lo cambió todo. “A partir de ese momento los españoles que antes eran considerados antifascistas ahora eran vistos como comunistas en un sentido despectivo, como ilegales, como clandestinos. Venían sin papeles, claro. Cuando llegaban los recluían en la isla de La Orchila, hacinados, agolpados unos con otros, o en la de Guasina, que era mucho peor, con un olor insoportable y condiciones de salubridad nulas. Varios murieron en Guasina”, narra el catedrático.
La vida en Canarias no era fácil en aquellos años. Las condiciones económicas eran malas, la pobreza golpeaba duro y en la isla de El Hierro no había ni escuelas ni luz eléctrica. Solo entre 1948 y 1950 salieron unos 65 barcos de Canarias rumbo a Latinoamérica. El 10,2% de esa emigración canaria clandestina eran herreños, lo que causó un fuerte impacto social, económico y cultural en la isla, según Néstor Rodríguez Martín, autor de La emigración clandestina de Tenerife a Venezuela en los años 40 y 50: la aventura de los barcos fantasmas.
“Eran barcos de pesca que no estaban preparados para esos largos viajes, pero usaban la ventaja de los vientos alisios. Se quedaban sin gasolina, la tripulación no solía tener experiencia de navegación. Por todo ello, a veces, en vez de llegar a Venezuela, terminaban en Martinica o en la isla Trinidad o en Brasil. A algunos los vientos los llevaron a Senegal”, señala Hernández.
Algunos llegaron a comer gofio con gusanos o mezclado con agua salada, lo que provocaba enfermedades.
En todos los casos los barcos iban sobrecargados, la gente hacinada, y el hambre pegaba duro a mitad de trayecto. “Comían fundamentalmente gofio y les faltaba agua, por eso muchos recurrían al agua salada, lo que provocaba enfermedades. Pagaban hasta 6.000 pesetas por el pasaje, como no había sistema de préstamos oficiales, se hipotecaban con préstamos de usureros con intereses elevadísimos”, prosigue el catedrático.
Juan Francisco Martín Ruiz, catedrático de Geodemografía en la Universidad de La Laguna, también ha estudiado en profundidad el fenómeno de la migración canaria en aquellos años, concluyendo que hubo una “Canarias migratoria” desde el siglo XVIII hasta la década de los ochenta del siglo XX. La mayoría de las personas que migraban eran hombres jóvenes, solteros, agricultores, muchos en edad militar o perseguidos por el régimen franquista. Martín Ruiz calcula que en solo ocho años del siglo XX salieron 128.000 canarios de las islas, rumbo a América.
Entre 1948 y 1950 Venezuela fue el destino más común. Allí, cuando llegaban en aquella época, además de ser enviados a islas-cárceles, también eran retenidos en hoteles o barracones para migrantes, donde permanecían al menos cuarenta días antes de ser usados como mano de obra barata en trabajos fundamentalmente agrícolas. En muchos casos aquellas cuarentenas, con objetivo inicialmente sanitario, terminaban prolongándose.
“A veces eran islas-retención”, indica Txema Santana, portavoz del Comité Español de Ayuda al Refugiado en Canarias. “Es interesante reflexionar sobre todo esto. En los últimos meses se ha hablado en el Parlamento canario del Telémaco, uno de aquellos barcos míticos, y de la importancia de la figura de aquellos capitanes, gente hábil capaz de llevar barcos cochambrosos llenísimos de gente. El capitán era un héroe. Sin embargo, el patrón [de las pateras] de hoy en España es presentado de forma diferente”, señala Santana.
Y prosigue: “El que capitanea nuestro destino cuando navegamos hacia la incertidumbre es un héroe, pero si ese destino es el de otros, lo convertimos en cómplice de una situación delictiva. Es interesante observar la diferencia de relatos cuando se trata de 'nosotros' y cuando son 'ellos'”.
Los 'barcos fantasma'
Algunos de los trayectos más conocidos en la Canarias de aquella época son los que realizaron los barcos Telémaco, La Elvira, Saturnino -que tardó 86 días en llegar a su destino- o El nuevo Teide, que llevó a 286 emigrantes. El Telémaco salió de la isla de La Gomera en agosto de 1950, con 171 personas a bordo, todos hombres menos una mujer, Teresa. En alta mar se agotó la gasolina y prosiguieron a vela, hasta que estalló un fuerte temporal que destrozó el timón del barco y arrastró por la borda buena parte de las reservas de comida que llevaban.
Llegaron a comer gofio con gusanos o mezclado con agua salada, según relataría posteriormente Juan Chinea, uno de los supervivientes. Cuando ya pensaban que morirían de hambre, sed o enfermedad, el Telémaco se cruzó con el petrolero español Campante, cuya tripulación les informó por megafonía de que la tierra más próxima era Barbados, pero que también podían navegar hasta Martinica, y les pidió que no se acercaran al petrolero, porque temían el contagio de enfermedades.
Finalmente, el Telémaco arribó a Martinica con sus viajeros agotados, hambrientos, algunos enfermos. Chinea no olvida la generosidad de la gente que allí los recibió y los cuidó antes de emprender rumbo de nuevo. “Era la primera vez que muchos veíamos a negros”, contó en una entrevista años después.
Cuando llegaron a Venezuela fueron trasladados a la isla de Orchila, “que se usaba para poner el ganado en cuarentena”. Les llevaban comida una vez a la semana en un barco y dormían en el suelo, no recibían ropa limpia, por lo que algunos andaban desnudos o con jirones de ropa destrozada por el salitre del mar.
De aquella hazaña se escribieron décimas como éstas:
El Piloto no tenía,
ya que tanto fue su empeñó,
del terreno más pequeño
datos de la Geografía,
carta de mar no traía
este joven navegante,
sin tener un comprobante
latitud en que se encontraba
porque el barco no llevaba
corredera ni sextante.
“En la isla de La Orchila coincidieron varias expediciones de canarios, estarían en torno un mes o dos meses, después los llevaban al campo para trabajar, sin permiso, en condiciones de semiclandestinidad”, señala el catedrático Manuel Hernández.
Fueron varios los emigrantes que escribieron diarios en los barcos que los llevaron a Venezuela. Juan Reboso Machín creó durante su viaje clandestino a Venezuela en 1949, a bordo del Saturnino, décimas como éstas:
Imposible le es la vida,
lucha con inconvenientes
porque el sudor de su frente
muy poca cosa le alivia.
Así es que el hombre cavila
cómo se podrá valer,
de qué medios podrá ser.
No encuentra solución,
más tarde, con atención,
se lo dice a su mujer. (...)
De este modo el autor de estos versos relataba cómo hombres como él decidían embarcarse en busca de una vida mejor. Reboso Machín escribió todo un diario en décimas, en el que narró las vicisitudes de su viaje, las dificultades del temporal, el hambre y la muerte de uno de los tripulantes.
La Elvira fue otro de los barcos que hizo leyenda. Era un pesquero viejo, de más de 90 años, que salió en 1949 de Canarias. En los días anteriores algunos ocultaron en sus casas de Las Palmas a personas procedentes de otras localidades que tenían intención de embarcar. La noche elegida se escabulleron por el muelle, se subieron a varias canoas y se dirigieron al barco, que los esperaba en Fuerteventura.
Cuando estaban trepando a la cubierta la Guardia Civil intentó interceptarlos, pero el capitán optó por desplegar velas y emprender rumbo a aguas internacionales, con la suerte de que el viento sopló a su favor y pudo dejar detrás a los agentes. En el libro Fugados en velero uno de aquellos emigrantes, Gonzalo Morales, cuenta los problemas de hacinamiento y de escasez de alimentos que sufrieron en el trayecto. Se alimentaron de gofio, garbanzos y patatas podridas.
A mitad de camino una tormenta estuvo a punto de provocar su naufragio y causó la rotura del timón. La Elvira tardó 36 días en cruzar el Atlántico. Cuando llegaron, una lancha de la Guardia Nacional venezolana los remolcó y los trasladó a un centro de inmigración.
“Todas estas historias han dejado una marca en el imaginario colectivo canario”, dice Txema Santana. “Canarias tiene unas referencias sobre las migraciones que están impregnadas en el ADN de la gente de aquí. Creo que la relación de ida y vuelta con Venezuela ha acolchado la reacción que la sociedad canaria tiene históricamente con las migraciones”.
Ahora son otros los que emigran, y en muchos casos llegan a las islas Canarias, o pasan por ellas con la voluntad de proseguir rumbo al continente europeo. “De ahí que en los últimos meses, para rechazar el racismo, haya tanta apelación a las historias del pasado reciente, cuando los canarios nos íbamos a otros mundos de forma irregular, sin papeles, gastando todo lo que teníamos para el viaje, arriesgándonos a naufragios, sufriendo arrestos o retenciones en islas insalubres”, remata Santana, recordando que aquellos a los que llamamos 'los otros' fuimos también nosotros.