Los cañeros muertos de nadie escondidos en una botella de ron
José Silva salió temprano de casa. Estela le preguntó: “José, ¿no llevas la pichinga de agua?” Él, una vez más, dijo que no, que pesaba mucho, que tenía que caminar y coger un camión para llegar a la finca en la que cortaba caña de azúcar durante todo el día. Pasó 31 años trabajando bajo el durísimo sol que barre el Ingenio San Antonio, en Chichigalpa, bebiendo el agua de cualquiera de los ríos, con sus afluentes y sus canales artificiales, que discurren por esta inmensa finca a 130 kilómetros de Managua.
Su esposa recuerda ahora lo que él no supo entonces: que beber esa agua tendría un destino fatal. La empresa lo jubiló en febrero del 2005, cuando una revisión rutinaria en el hospital de la finca certificó que sus niveles de creatinina alcanzaban los 5,6 miligramos por decilitro de sangre, cinco veces más alto de lo normal. Los valores fueron subiendo hasta que el cuerpo de José, cansado y renqueante, no aguantó más. Murió un día de finales de febrero del año 2008, al poco tiempo de decirle a su esposa “perdóname”. Después se le atascó la voz y murió en silencio.
Tenía 69 años y sufría Insuficiencia Renal Crónica (IRC), la misma enfermedad que ha llevado a la tumba a cerca de 9.000 personas, según el recuento de varias organizaciones, las mismas que señalan el origen de la enfermedad en el uso de pesticidas por parte de la Nicaragua Sugar States Limited (NSSL), propietaria del ingenio y productora del ron Flor de Caña.
En Chichigalpa, una población de edificaciones bajas y de cerca de 50.000 habitantes, las muertes las anuncia a diario la megafonía de un coche que se pasea por el pueblo. Dos funerarias que exponen sus ataúdes en la calle principal refuerzan la idea de algo extraño sucede aquí.
“En los años noventa salían diez muertos a diario de la empresa”, cuenta Carmen Ríos desde un campamento temporal -por decir algo, porque llevan casi seis años instalados- de Managua. A partir de ese momento, la empresa decidió reubicar a las 5.500 personas que vivían en el interior de la empresa. “Los muertos que salían de la empresa estaban dando que pensar a nivel internacional, ¿qué pasaba dentro de la empresa?”, prosigue Carmen, líder de la Asociación Nicaragüense de Afectados por Insuficiencia Renal Crónica (ANAIRC). La NSSL, empleadora de 8.000 personas, argumentó que el modelo expansivo de la empresa y el crecimiento de la planta obligaban a tomar esa decisión, pero no todo el mundo opina lo mismo.
Carmen también está enferma. Su padre falleció por causa de la IRC. Y su hermano. Su hijo también está afectado. En el 2009, cerca de 70 personas decidieron construir unas champas de madera y plástico a la orilla de la carretera, clamando por una indemnización que nadie les reconoce; a diario acudían al cuartel general de la empresa del ingenio, perteneciente al grupo empresarial Pellas, un impecable edificio de vidrio visible desde toda la ciudad. Apelar al grupo Pellas en Nicaragua, con intereses en varios sectores significa hablar de Carlos Pellas, uno de los hombres más poderosos del país.
La del 2009 fue la última marcha, cuando decidieron acampar indefinidamente después de que el magnate no respondiera a las más de diez cartas que le enviaron para sentarse a dialogar. La primera fue en el año 2003: diferentes organizaciones de cañeros lucharon en Managua para exigir una ley específica que reconociera a la IRC como enfermedad laboral, para así tener derecho a una pensión. Y se consiguió: el 15 de junio del 2004 vio la luz la ley 456. Pero finalmente fue vetada parcialmente por el presidente Enrique Bolaños, por lo que las pensiones se otorgaron únicamente a los cañeros, y no a toda la población afectada, bastante más amplia y que abarca desde médicos a administrativos pasando por albañiles o maquinistas.
La Marcha sin Retorno, en el año 2005, logró que se levantara el veto a la ley. Pero la situación, en la actualidad, sigue perdida entre la burocracia y el silencio. El campamento que se levantó, debido al estancamiento de las negociaciones, sigue intacto. El abandono institucional, las promesas incumplidas, la desidia y las ironías siguen engrasando esta máquina de la tristeza en Chichigalpa.
Al entrar al pueblo, procedente de Managua, lo primero que a uno le llama la atención es la licorera de la empresa. Está ubicada detrás del Parque La Estación, donde paraba el antiguo tren que conectaba la destilería con el ingenio, separados por escasos cuatro kilómetros. Los vagones transportaban la caña de azúcar, pero también a los muertos. Las familias solicitaban permiso para transportar los cadáveres hasta el pueblo. También llaman la atención dos inscripciones más en las paredes aledañas al parque. Uno es un mensaje de la alcaldía: “Dios bendiga a Chichigalpa”. El otro no está firmado. Y dice: “Nicaragua es bella… Chichigalpa inolvidable”.
Veneno en la sangre
Veneno en la sangreEn Chichigalpa todo el mundo está esperando los resultados del análisis de las aguas que está llevando a cabo la Universidad de Boston, encargado por el Ingenio San Antonio. La acusación a la empresa para conseguir las indemnizaciones es debida el uso de pesticidas en los campos de caña de azúcar. Los diferentes productos químicos se filtran en las aguas subterráneas, emponzoñando el manto freático. Y las personas, que viven sobre acuíferos plagados de tóxicos, tanto dentro como fuera de la finca, beben de los pozos. Pellas, como se refieren a la empresa los ex trabajadores, no admite la relación entre aguas contaminadas por su actividad y la enfermedad. En realidad, tampoco admite la contaminación de las aguas, de ahí que encargara un estudio a la universidad americana cuyo primer informe de conclusiones vio la luz en el año 2010.
Dicho informe final de la universidad apuntó que no existían evidencias para concluir que la enfermedad era producida por los químicos. En el mismo documento se dice que si se quiere concluir una asociación, es necesaria la “producción de nuevo conocimiento científico”. Tampoco se vincula la enfermedad a ninguna otra causa argumentada anteriormente por la empresa, como es el calor.
El ingenio encargó un estudio en el año 2001 a Félix Zelaya, médico de la empresa. Las conclusiones apuntaban que el agua no estaba contaminada. En él también se dice que los trabajadores bebían menos agua de la necesaria para que no haya cambios orgánicos en sus riñones -10 litros al día-, que existen zonas de riesgo para contraer la enfermedad debido al intenso calor, que los enfermos no siguen las pautas dadas en el hospital para detener la evolución de la enfermedad y que la IRC no está catalogada como enfermedad laboral.
Tampoco los estudios de la Universidad de León, en Nicaragua, del año 2008 certifican causalidad. Sí admiten posibles factores, al igual que la escandalosa incidencia en la población, pero enumeran como posibles causas el consumo de alcohol y tabaco. Y seguidamente detallan: “También encontramos relación con algunos factores laborales como el trabajo en la agricultura y la exposición a plaguicidas”. Otro estudio de ese mismo año y de la misma institución abre una cuña de esperanza al admitir como factores de riesgo la intoxicación por plaguicidas. También el Centro para la Investigación de Recursos Acuáticos en Nicaragua (CIRA) encontró tóxicos en muestras de agua.
“¡Yo me afecté en la empresa!”, clama Julio Cadenas, ex trabajador del ingenio despedido en 1991, cuando en el examen médico previo a cada zafra le diagnosticaron dos puntos de creatinina. Al ingresar de urgencia en un hospital de Managua el 31 de julio del 2013, andaba por los 28. Cansado y a paso lento, llega a casa de una de las tres sesiones semanales de hemodiálisis en las que pasa cuatro horas conectado a una máquina que elimina las toxinas de la sangre. También está dolorido de su tratamiento, del trayecto de 45 minutos en autobús y de una pequeña complicación que le ha llevado a que le conecten a un gotero.
“Yo caminaba en aguas sucias porque trabajaba en el riego. No bebía agua, pero el agua entra a través de los poros. Quienes primeros se dieron cuenta de la enfermedad fue el Ingenio San Antonio, por eso empezaron a sacar a la gente de allí. Ellos dijeron: es más preferible que vayan saliendo de Chichigalpa, a que digan ‹‹se murió fulano de tal reparto, se murió el otro››. No es lo mismo que mueran personas de aquí, uno a uno, que del Ingenio San Antonio. Estamos en manos de Dios, que es el único que nos puede salvar. Aquí ha habido investigaciones de todo tipo. Estuvimos cinco meses en la Asamblea. Todos los diputados lo saben. Y son los que están ahora mandando en el Gobierno. Cuando mandaban los liberales, ellos decían que los buscáramos para que nos apoyaran; los liberales nunca nos apoyaron. Ahora que están ellos en el poder, los buscamos y nos cantan fado…”, resume este hombre entre unos dolores que le impiden seguir conversando.
Todos contra todos
Todos contra todosMás de 2.000 ex trabajadores de la caña de azúcar están agrupados en la Asociación de Chichigalpa por la Vida (ASOCHIVIDA). Se autodefine como la “más representativa”, pero nombrar ASOCHIVIDA en Chichigalpa equivale a estar dispuesto a escuchar las quejas y lamentos, incluso entre sus miembros. En la sede de la asociación -enfrente de la puerta de entrada del ingenio- un miembro de la junta directiva prefiere no hablar.
“Es la única directiva que está dando cosas, por eso estoy ahí. Pero a nosotros nos interesa que nos indemnice. No llegan las pruebas de Boston porque el mismo ingenio las compra”, opina un chico que habla a cambio de mantener su anonimato. Recibe una pequeña pensión por incapacidad, que se suma a las provisiones que ASOCHIVIDA otorga mensualmente a sus miembros y que, según varios beneficiarios, apenas alcanza para cubrir la alimentación de tres días. Hace ya muchos años que se realiza una diálisis peritoneal. Cuatro veces al día. Casi una hora cada vez. Con una sonda que tiene en el abdomen, se sienta en su habitación y se conecta dos bolsas de un líquido que limpia la sangre.
No solo se queja amargamente de los dolores de la enfermedad -“dolor de cabeza, subida de presión, piernas inflamadas y calientes”- y de su infernal tratamiento, sino que acusa a los directivos de beneficiarse. “El que parte y reparte… Son como seis o siete. Toda la gente sabe que se quedan con más; tienen allegados y les dan a quienes les agrada. Su misión es la lucha, pero no han hecho nada en nueve años. Ellos son los que se hacen los sordos”.
El Estado cubre los tratamientos, pero no todos. Y esa es una de las luchas que los enfermos mantienen, tanto desde el campamento de Managua como desde las calles de Chichigalpa. Este chico, de mirada ausente, tiene que elegir entre comprar los medicamentos y la comida. Y opta por lo segundo: en un reciente ingreso de urgencia le recetaron catorce inyecciones de eritropoyetina. Solo pudo suministrarse una.
No todos los afectados saben quién les ayuda, como se extrae de la conversación de un par de afectados en el campamento temporal de Managua. La presidenta de ANAIRC lo aclara: “El gobierno nos apoya con el medicamento, la hemodiálisis, la diálisis peritoneal. También tenemos la pensión. El gobierno sabe que tiene que cumplir”. Pero, entonces, ¿el Gobierno os apoya? “Antes nos moríamos peor que mi perra, porque no teníamos medicamentos, no teníamos pensiones”, opina Carmen Ríos. Y prosigue: “En ese aspecto no puedo decir que no nos apoye el gobierno, como Bolaños, que nos trataba de hijos de perra”. La ayuda, en este caso, parece limitada: y esa barrera está allá donde comienzan los intereses de la empresa.
Y es que las confusiones se suman a las críticas a ASOCHIVIDA. El conflicto se respira. A esta asociación se le acusa de estar al servicio de la empresa, de no perseguir los verdaderos intereses de los afectados y que, para pasar por defensores de las víctimas, aplican a su retórica una pátina de hipocresía.
La posición oficial de la empresa, sin embargo, es la de esperar los resultados definitivos de la Universidad de Boston, cuyas primeras conclusiones no satisfacieron a gran parte de los afectados. Carlos Pellas, el presidente del imperio que lleva su apellido, en una reunión con los afectados representados por ASOCHIVIDA tras la publicación del informe, prometió reforzar las ayudas. Y dijo: “La IRC es una tragedia que los afecta y queremos contribuir a aliviar ese dolor”.
Pero esas promesas, igual que la honestidad de la asociación que dialoga con la empresa, no parecen suficientes para un miembro de ASOCHIVIDA. A la entrada del Instituto Nacional de Seguridad Social (INSS) de Chichigalpa, donde se agolpan los pensionistas para recoger sus sueldos del seguro social dispone -en voz baja y algo apartado-, una tras otra, acusaciones a la asociación: los 100.000 dólares que donó el ingenio a la asociación para repartir entre los afectados y la asociación prefirió prestarlo al 1% de interés; los rumores acerca de los supuestos 700 dólares mensuales que reciben cada uno de los directivos por parte de la empresa; la gente que va a ayudar y sale bañada en billetes para que no hablen; las últimas 100 láminas de zinc que, entre varias cientos, debían repartir a los afectados y desaparecieron junto con el libro de cuentas o la opacidad entre sus actividades. Y que la gente está harta y que algunos, sin estar afectados, reciben ayudas.
Ante estas críticas, un grupo de personas se escindió de ASOCHIVIDA y formó su propia organización independiente. Hoy son cerca de 600 miembros y se les conoce como Los Alzados, aunque su nombre oficial es Asociación Nicaragüense de Afectados y Amigos de Personas con IRC (ASNAAPIRC). Dicen estar perseguidos por el Estado, por la empresa, por la justicia. Y para muestra, un botón: el abogado de la asociación, Emilio José Molina, está en la cárcel. En una denuncia ambiental en la que adjuntaban fotocopias de varios estudios, afirman desde la asociación, las autoridades introdujeron en el paquete de la denuncia otro documento interno de la empresa, que el abogado tenía en el vehículo. Le acusaron de falsificación documental.
El documento de marras es una fotocopia de la supuesta carta (firmada y con sello del ingenio) del año 2000 que envió Marino Castrillo, director de recursos humanos del Ingenio San Antonio, a Álvaro Bermúdez, gerente de la empresa. Esta carta muestra cómo el gerente admite “los altos niveles de contaminación por cadmio, arsénico, mercurio, plomo, residuos de DDT en todas las tomas de agua de la empresa producido por el uso de químicos (…) lo que ha desencadenado en los trabajadores la IRC”. Seguidamente admite que la reubicación de los trabajadores a finales de los años noventa “era por la contaminación biológica de pesticidas” y que se hizo “para beneficiar al ISO 2000”. Los Alzados argumentan que consiguieron la carta porque hay muchos documentos que circulan entre los afectados debido a la complicidad entre trabajadores y ex trabajadores, y no es difícil extraerlos.
Los Alzados están presididos por Juan Rivas, 31 años cortando caña y tres puntos de creatinina. Porque en Chichigalpa la creatinina marca más que la edad. Tras muchos desencuentros con ASOCHIVIDA Juan desglosa los bajos fondos de la asociación a la que perteneció: “Ellos se han superado económicamente y tienen pactos con la empresa. Cuando uno de los presidentes de la asociación se murió, le enterraron como a los grandes. Y era un cortador de caña como yo: ahí nos damos cuenta qué clase de acuerdo tiene la empresa con la directiva. Nosotros somos los malos de la película porque reclamamos el derecho que tenemos que reclamar. No estamos inventando nada”.
Su mensaje es similar al de otros afectados críticos que, sin embargo, se mantienen en la organización para recibir las ayudas. Han interpuesto una demanda reclamando 660.000 dólares, pero no prospera. Los afectados sí fueron apoyados económicamente, con unos 800 dólares por zafra trabajada. Pero se trató de una ayuda humanitaria. Denominarlo “indemnización” sería asumir la culpabilidad. Desde su humilde casa de zinc y algún madero, el presidente argumenta que tienen “documentos importantísimos” donde la empresa aceptó que son culpables. Por esa razón demandan indemnización por daños. “Si ya pagó la primera vez por la demanda que se le puso, entonces creo que hay un precedente para exigirle que pague el mal. Dicen que hasta que le demostremos en la mesa las pruebas… ¡pero si las pruebas ya están! Por eso no se sienta con nosotros”, se queja.
Los afectados tratan de reunir argumentos que les conduzcan a indemnizaciones que no llegan. La empresa, que recibió un préstamo de 55 millones de dólares por parte del Banco Mundial en el año 2006, no indicó en el informe de evaluación la enfermedad endémica, aunque su respuesta ante los ataques de los afectados tienen amplia presencia en internet, difundiendo las actividades a favor de poblaciones desfavorecidas. Según sus datos, en el año 2009 dedicó más de seis millones y medio en Responsabilidad Social Corporativa (RSC).
El pasado 18 de enero, se convocó una manifestación en la ciudad de Chichigalpa. La policía mató a un hombre e incrustó una bala en un niño, que ha quedado gravemente afectado. “¿Hay que llegar a la muerte para que nos indemnice la empresa, nos tiene que matar la policía?”, se pregunta Juan Rivas.
El Ingenio de San Antonio, cuenta un joven que se crió allí, era un paraíso. Las casas estaban dispuestas en fila. No pagaban renta, ni luz, ni colegio, ni hospital. Jugaban por las calles, felices. Disfrutaban de las iglesias y de las instalaciones. Llegó 1998 y el pueblo de 5.500 personas desapareció. Y lo único que se llevaron muchos de ellos fue una enfermedad de la que nadie se responsabiliza.
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