Carta desde Lesbos, el lugar donde la gente ya ha perdido la esperanza
Cada vez que visitaba la clínica de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Mytilene, la ciudad más poblada de la isla griega de Lesbos, me encontraba frente a frente con algo que nunca antes había visto. Aquello era tan impactante que una vez, cuando alguien me preguntó por mis impresiones, solo se me ocurrió una manera de describirlo: “Mytilene, el lugar donde la gente ya ha perdido completamente la esperanza”.
La clínica en Mytilene no está lejos del campo de detención creado por la UE (hotspot, lo llaman ellos), así que los solicitantes de asilo y los migrantes acuden a nosotros para recibir tratamiento médico mientras esperan a que alguien, en algún siniestro despacho, decida si podrán permanecer en Europa o si por el contrario serán expulsados.
Lo que más me impactó de mi primera visita, allá por el mes de noviembre, fue la imagen de todas aquellas personas viviendo en pequeñas tiendas oscuras; acurrucadas las unas junto a las otras. Era otoño y llovía bastante. Por eso, fuera de las tiendas, alguien había hecho pequeñas presas de tierra para tratar de contener el agua que bajaba por la colina y que entraba en sus hogares.
Cada vez que pienso cómo Europa lleva meses manteniendo a miles de personas en esta miseria me hierve más la sangre. Moria, como la mayoría de los centros de detención de las islas griegas, alberga más del doble de personas de las que estaba preparado para recibir. La imagen de todos aquellos cuerpos durmiendo en el suelo, bajo la lluvia y el barro, me acompañará de por vida. Desde aquella primera visita tuve la certeza de que en ese lugar acabaría ocurriendo alguna desgracia. Y así fue.
A finales de enero, cinco personas murieron de frío en aquel centro de detención. Lucharon con todas sus fuerzas, pero no lograron sobrevivir a aquellas condiciones tan extremas de frío y nieve. Cinco personas tuvieron que perder la vida para que las autoridades europeas se dignaran a hacer algo y comenzaran por fin a preparar el centro de detención para el invierno. Hasta entonces habían permanecido de brazos cruzados viendo cómo la gente se congelaba. Me indigna pensar que aquellas cinco muertes eran predecibles y que, por tanto, eran prevenibles.
La última vez que visité el campo, hace pocas semanas, las pequeñas tiendas ya no estaban y ya no había gente durmiendo sobre el barro. Las personas más vulnerables —los enfermos, los discapacitados, los más jóvenes y los ancianos— habían sido trasladadas a hoteles y apartamentos de la isla. Moria estaba limpia, y yo debería haberme sentido feliz. Sin embargo, no era así. Estaba furioso por cómo había mejorado la situación en tan poco tiempo ¿Cómo habían sido capaces de arreglar tantas cosas en apenas cinco semanas cuando antes costaba meses llevar a cabo el más pequeño de los trámites? ¿Por qué se habían dado tanta prisa en maquillar la situación ahora que el invierno prácticamente ha terminado? La gente llevaba viviendo en unas condiciones terribles desde hacía seis meses; algunos incluso un año, así que, si era tan fácil, ¿por qué no lo hicieron antes?
Así que sí, la situación en el centro de Moria ha mejorado mucho, pero no nos llevemos a engaño: a día de hoy, nuestro equipo médico sigue atendiendo las consecuencias psicológicas que ha provocado en muchos de nuestros pacientes todo ese innecesario sufrimiento.
Las personas que he conocido en Moria huyeron de la guerra en Siria, de las persecuciones en Irán, de la violencia en Irak, de los grupos armados de la República Democrática del Congo, de la discriminación en Nigeria, de la pobreza en Argelia y de otras muchas situaciones desesperadas. Viajaron miles de kilómetros a lo largo de algunas de las rutas más peligrosas imaginables. Muchos fueron violados, golpeados, intimidados o robados, y los que sobrevivieron a todo este sufrimiento tuvieron que ver cómo muchos de sus amigos y de sus familiares no lo conseguían.
Una décima parte del trauma que sufrieron y de las atrocidades que presenciaron bastaría para hacer saltar la resistencia de cualquiera de nosotros. Sin embargo, de manera heroica y haciendo gala de un enorme valor, aquellas personas que conocí en Moria lograron seguir adelante. El sueño de llegar a un lugar en donde por fin podrían sentirse seguros les sirvió para mantener la esperanza y para seguir creyendo en que lo conseguirían. ¿Y sin embargo, cuál es la verdadera situación que se han encontrado al llegar a Europa? Más dolor, más trauma y la recompensa de tener que vivir en unas condiciones inhumanas. Y esta vez, los perpetradores no son grupos criminales, ni fuerzas de seguridad. Tampoco se trata de grupos armados en mitad de una contienda. No, esta vez, las personas que están infligiendo son los líderes europeos y sus políticas y, por extensión, los ciudadanos de la Unión Europea. Esta vez, los responsables somos nosotros.
Algunos de nuestros pacientes no quieren o no pueden hablar, muchos no pueden dormir y otros tienen la sensación física de que su corazón estuviera a punto de explotar. Hemos visto a gente autolesionarse en lo que parecía un intento de externalizar su dolor y de no permitir que éste se pudriera en su interior. Muchos nos dicen que han contemplado la opción de suicidarse, pues lo ven como la única manera de poder salir de la isla. Cuesta mucho llegar a procesar que alguien prefiera morir a quedarse en aquel lugar, pero supongo que eso sirve para ilustrar bastante bien hasta qué punto eran degradantes las condiciones de vida en Moria.
En una de mis visitas a Lesbos tuve la oportunidad de conocer a un hombre que estaba sufriendo una angustia terrible. Su hermano estaba pensando seriamente en poner fin a su vida y MSF le proporcionó atención psiquiátrica urgente.
Sin embargo, no hay ningún medicamento que haga tolerable la vida en un espacio tan deshumanizante. Era como si estos dos hermanos hubieran sido abandonados a su suerte en medio del mar; uno estaba dispuesto a rendirse y morir ahogado; el otro intentaba desesperadamente mantener a los dos a flote. Patadas, forcejeos y una dura lucha para no sobrevivir. El estrés que uno debe sentir en una situación así debe ser inimaginable.
Si me preguntan cuál es la solución al problema, yo lo tengo claro: los líderes de la UE deben despertar de una vez. Presumen del éxito que está teniendo el acuerdo que se alcanzó hace un año con Turquía, al tiempo que dan la espalda a millones de personas que han huido de las atrocidades, de la pobreza y de las persecuciones.
Llevo siete años trabajando con MSF en distintos lugares del mundo. Y aunque he presenciado una gran cantidad de sufrimiento, también es cierto que he visto mucha esperanza en la mayoría de las personas que traté en Afganistán, Siria o Libia. La vi incluso en aquellas personas afectadas por Ébola en África occidental; incluso en los momentos más difíciles.
En este tiempo, he aprendido que la gente puede recuperarse de los traumas, de las enfermedades más crueles y de las heridas más complicadas; hasta aquellos que están más débiles, a veces sacan fuerzas de donde no las tienen para lograr sobrevivir.
Y sin embargo, el estrés psicológico y físico que las políticas de la UE infligen a los solicitantes de asilo y a los migrantes resulta injusto, paralizante y a veces es incluso mortal. Es intolerable que Europa sea hoy en día el lugar donde la gente pierde la esperanza. Pensé que nunca tendría que ver algo así, pero lamentablemente ya está pasando.