El sueño de Cherif Karamoko, el joven que sobrevivió al Mediterráneo y ha debutado en la Segunda división de fútbol italiana

Entre los migrantes y refugiados que llegan a Europa, hay quienes sueñan con convertirse en futbolistas profesionales. En sus países de origen no se pierden un partido de la Liga española, inglesa o italiana. Algunos llevan esa ilusión a la vista, cruzando el Mediterráneo con la camiseta de su equipo favorito. Después, la realidad con la que se topan en el continente europeo demuestra a la gran mayoría que no es más que un deseo poco realizable.

Para Cherif Karamoko la fábula empieza igual, con la diferencia de que su caso es uno de los pocos que tienen un final feliz. Hace tres años estaba encerrado en una cárcel de Libia en su intento de llegar a Italia y hace unas semanas debutó en la Segunda división de la liga de fútbol profesional de este país.

En realidad, su historia comienza en Guinea Conacry, donde nació hace 19 años. Un país con fuertes tensiones étnicas y en el que en 2011 se produjo un intento de golpe de Estado. Dos años más tarde, un grupo armado cristiano entró en su casa y asesinó a golpes a su padre, de confesión musulmana. Su madre se hizo cargo de la familia, pero poco después falleció tras contraer el ébola. Guinea fue uno de los países más golpeados por la epidemia que se desató hace cinco años en África Occidental. Cherif procura contar todo esto así, de corrido, intentando recordar solo lo justo.

Cada vez que rememora su infancia, se echa a llorar. Por eso rechaza una entrevista con este medio, después de que varios periodistas italianos tocaran a su puerta tras su estreno en el fútbol profesional. Para evitar mayor estrés, el Padova, el equipo en el que juega, grabó su relato en un vídeo, en el que explica el primer paso que le trajo a Europa: cuando su hermano –implicado en la refriega en la que murió su padre– escapó a Libia. Comenzó a trabajar allí hasta que se dio cuenta de que, si quería seguir mandando dinero a casa, la única posibilidad era tratar de pisar suelo europeo.

“Yo le decía siempre a mi hermano que quería venir a Europa para jugar al fútbol”, cuenta Cherif. Y finalmente, este le convenció de que lo intentara. Tardó un par de meses en llegar desde Guinea a Libia y cuando terminó su periplo, dio con sus huesos en la cárcel. “Los libios le pedían a mi hermano 2.000 dinares, que no tenía. Me pegaban, no comía…”, recuerda. La intención era viajar a Italia, pero tuvo que dejar pasar un tiempo debido a las malas condiciones en las que se encontraba. Era 2016.

Poco después, alguien les ofreció un pasaje en una de las precarias embarcaciones que cruzan el Mediterráneo y ninguno de los dos se lo pensó. Ya se habían embarcado cuando se dieron cuenta de que había solo un chaleco salvavidas por cada cinco o seis personas. “Mi hermano tuvo que pelear para hacerse con uno y dármelo. Me decía que si él llegaba a Europa no sabría qué hacer, mientras que yo tenía claro que quería ser futbolista y que así ganaría dinero. Yo lloraba, pero él insistía en que no tenía que estar triste, que habíamos perdido a nuestros padres, pero que yo tendría una oportunidad”, afirma.

Debió de ser una de las últimas conversaciones que mantuvieron. Durante la travesía, se hizo un agujero en el bote, comenzó a entrar agua y terminaron todos en el mar. Habían zarpado 143 migrantes y solo sobrevivieron 23, entre los que estaba Cherif. Cuando despertó en un hospital, después de haber sido rescatado por los guardacostas italianos, le dijeron que su hermano había muerto ahogado. “Es algo que no podré olvidar nunca, pienso en ello cada día”, suspira.

El salto al fútbol profesional

La vida comenzó de nuevo para él en un centro de acogida en Calabria, donde fue trasladado. No iba al colegio ni podía jugar al fútbol, lo que inquietaba a una mente de 16 años que acababa de perder a toda su familia. Si salía a entrenar, corría él solo. “Los amigos que hice allí me preguntaban si estaba loco, que no vendría nadie por la calle y me llevaría a jugar a un equipo de fútbol. Pero en mi cabeza siempre tenía que si quería jugar había que estar preparado, porque en la vida nunca se sabe”, reflexiona. Y tenía razón.

Organizaron un torneo entre migrantes y él fue elegido mejor jugador. Su actuación no pasó desapercibida para una ojeadora que realmente pasaba por allí, que le dijo que había visto a muchos jóvenes con talento, pero que él tenía algo especial. Hablaron con el equipo del Padova, donde la mujer tenía algunos contactos. La respuesta fue que, si nunca había jugado a nivel profesional, tenía poco que hacer. Pero finalmente aceptaron hacerle una prueba.

Cherif pensó que su primer día sería también el último. “Vi a los demás y pensé que eran demasiado para mí, que sería mejor dejarlo. Cuando el entrenador me preguntó en qué posición jugaba, le contesté que no lo sabía”, explica, ya entre risas. Aunque resultó que hubo un segundo entrenamiento, un tercero...solo con eso bastaba para ser feliz. Fueron pasando los días, hasta que el técnico le comunicó que había que pulir algunas cosas, pero que veía en él a un futbolista.

Entrenó durante ocho meses con los juveniles del club, adaptándose al césped sintético y a los esquemas tácticos de un conjunto profesional. Se acercaba ya el final del campeonato, cuando llegó la primera convocatoria. El joven mantiene que el entrenador le había prometido que iba a jugar, por lo que pensó que “era el momento más importante de todos”, la hora de demostrar por qué habían confiado en él. “Pasados cinco minutos, no me enteraba de nada”, confiesa.

Estuvo en el campo un cuarto de hora. No se le daría tan mal cuando en los siguientes partidos continuó jugando, cada vez más minutos. Llegó la primera titularidad y la primera asistencia de gol. Mientras tanto, al primer equipo del Padova no le iban bien las cosas en el campeonato. Descendido matemáticamente a la Serie C, despidieron a su entrenador y le entregaron las riendas al responsable del juvenil, quien había apostado por Cherif.

El técnico llamó a su discípulo el primer día para que se incorporara a la dinámica con los mayores. El jugador no comía ni dormía de los nervios. Y de nuevo, una llamada. Desde el club le informaban de que había sido convocado por el primer equipo para el último partido de la liga ante el Livorno. Es la única vez durante toda su historia que el joven repite que fue un día que no podrá olvidar. La primera ocasión fue con la muerte de su hermano.

“Kara, Kara”, le gritaron al banquillo. Él ni se enteró, de toda la tensión acumulada. Había llegado el momento. Llevaba rato calentando, el partido se acababa y no había forma de que saliera el balón para que saltara al campo. Añadieron cuatro minutos y finalmente debutó en el 93. Serían solo unos segundos, con el partido empatado y el equipo descendido. Un suspiro que, con todos los condicionantes posibles, le supo a gloria.

Ahora se prepara para la próxima temporada, en la que paradójicamente la pérdida de categoría le puede venir bien para asentarse entre los profesionales. Cuando empezó pensó que podía ser un buen atacante, aunque por sus características físicas los técnicos lo han reconvertido a centrocampista de contención. Ya decía él que lo importante en la vida era estar siempre preparado, porque en la vida quien sabe si alguien viene de repente y hace que al menos un joven cumpla el sueño de tantos otros.