Cientos de refugiados escapan del control policial ocultándose entre los maizales
“¡Hola! ¿Qué hacemos? ¿Cuál es el mejor camino?”. La voz viene del otro lado de la verja que separa Serbia de Hungría. Quien pregunta es Nabil, un hombre de mediana edad, acompañado de una veintena de personas más. Han venido caminando desde Serbia -y antes desde Macedonia, y antes desde Grecia- y no se atreven a cruzar la frontera sin cotejar antes el terreno. Cuando comprueban que no hay policía, pasan y caminan siguiendo la vía del tren que los lleva al primer punto de retención, una pradera extensa situada junto a un maizal, rodeada de cientos de policías y cubierta de una alfombra de basura que las autoridades no se ocupan de recoger.
Aquí hay familias que llevan esperando dos días a la intemperie para ser trasladadas por furgones de policía al campo de refugiados de Roeszke. Basta estar media hora en el lugar para presenciar desmayos, ataques de nervios, casos de insolación y niños enfermos con diarreas severas.
Por si fuera poco, la policía exige a los refugiados que van a ser trasladados que permanezcan de pie, en fila, a veces durante horas, en una escenificación que no tiene más razón de ser que la de humillarlos. No importa que haya ancianas, bebés o mujeres con pies hinchados como botijos. Todos deben permanecer en su sitio, de pie, bajo el sol abrasante. Así está Faisal, de pie en la fila, con su hija en brazos, enferma desde hace días. La niña está muy pálida.
En este lugar no hay más infraestructura que unas cuantas tiendas de campaña y una carpa donde se ofrece atención médica en condiciones precarias. A sus puertas llora nerviosa una niña que acaba de ver cómo su abuela se desmayaba y se la llevaban en camilla. Junto a ella, otro hombre pregunta angustiado cómo se encuentra su hermano, que también ha sufrido un desmayo.
Los más ágiles, los más jóvenes, los más fuertes, intentan escapar, y algunos lo consiguen. Este martes cientos de personas lograron burlar la vigilancia policial y huyeron campo a través, ocultándose entre los maizales. Otros emprendieron camino por el arcén de alguna carretera secundaria, para no perderse.
“Avisadme cuando se haya ido la policía”
En una de esas carreteras nos encontramos con Amal y Nabil, una pareja que ha sufrido la guerra siria en la ciudad de Homs, y sus dos hijos, Laila, de quince años y Yusef, de doce. Amal tiene los pies hinchados y no puede caminar. Piden si podemos llevarles en coche a Budapest. No tenemos coche. Nos piden llamar por teléfono a un amigo que podría venir a recogerlos. No lo localizan.
Se sientan junto a una gasolinera cercana, donde un grupo de traficantes fácilmente reconocibles les ofrece llevarlos a Budapest por 250 euros por persona. Amal esconde su cabeza entre las manos y llora. Su hija también llora. Nabil fuma compulsivamente y pregunta si es mejor ir a Alemania o a Suecia. Yusef a su vez dice: “Si llegamos a Alemania, ¿se puede ir en metro a Suecia?”, y con su comentario arranca una sonrisa de su madre.
Los traficantes están alrededor y vuelven a la carga: “250 euros a Budapest”, dicen de nuevo. Nabil aspira a fondo el cigarrillo. La familia no se decide. Su amigo no aparece. No tienen mucho tiempo. Cada vez que pasa cerca un coche policial Amal se pone blanca. “Avisadme cuando se hayan ido”, dice.
Ahí, en mitad de no saben bien dónde, junto a una gasolinera rodeada de maizales, tienen que decidir en cuestión de minutos algo que marcará su futuro: si se arriesgan a tomar un tren para llegar a Budapest, si siguen esperando a su amigo, que tiene el teléfono apagado, o si se gastan 1.000 euros en pagar a un hombre al que no conocen y que puede dejarlos tirados en el arcén de la carretera a los cinco minutos de iniciar el viaje, como les ha ocurrido a muchos refugiados.
El negocio que hacen los traficantes es suculento y su capacidad de timar a la gente es elevada. La policía hace la vista gorda y les deja hacer. A cambio, de vez en cuando ellos conducen a los refugiados no a Budapest, sino al campo. Dejamos a la familia que decida sola, deseándoles antes buena suerte. Horas después es imposible no preguntarse si lo habrán conseguido.
“Si os llevo, me arrestan”
A dos kilómetros de la gasolinera, pegado a la verja del campo de refugiados de Roeszke, está Shari, un sirio que vive en Holanda desde el año 2012, cuando escapó de la ciudad de Daara, donde un año antes habían estallado las revueltas. Shari ha viajado hasta aquí en busca de su cuñada y sus tres sobrinos:
“Me llamó por teléfono anoche diciéndome que la policía la había cogido por esta zona. Me describió el lugar y creo que era este. He preguntado a los policías si está dentro del campo, pero no quieren decirme nada”, cuenta. Su cuñada estaba casada con el hermano de Shari. “Pero a mi hermano lo mataron hace un año, y ahora ella y sus hijos son mi familia, son como mis propios hijos, pero los agentes no me quieren decir si están ahí dentro ”, explica angustiado. Vuelve a la verja, intenta mostrar a los policías la foto de los tres niños, pero le exigen que se vaya. Que no le van a decir nada. “No tienen corazón”, murmura.
Cae la tarde y los refugiados huidos continúan dispersos por la zona, caminando por el arcen de la carretera o aún ocultos entre los maizales. Algunos se han perdido de sus seres queridos. Unos niños lloriquean asustados porque al escapar de la policía tomaron un camino distinto al de sus padres y ahora no los encuentran. Otros buscan que alguien los lleve en coche hasta Budapest. Sus intentos son en vano. “No puedo llevaros, me arrestarían”, lamenta una mujer que detiene su coche ante una familia siria. Les da una botella de agua y prosigue su camino.
Ya de noche el taxi que cogemos nos pide el pasaporte antes de permitirnos la entrada en su vehículo. “No llevo a refugiados, ¿sois refugiados? Si sois refugiados me arrestan”, advierte antes de comprobar nuestra nacionalidad.