Aún siendo un niño lo intentó una vez, y dos, y tres, y a la cuarta fue la vencida. No porque consiguiera su objetivo de cruzar la frontera, sino porque perdió la pierna derecha a mitad de camino, cuando cayó de un tren de carga en México. Para Alexis, llegar a Estados Unidos era algo más que “un sueño americano”. “Se trata de una cuestión de supervivencia, quería ir a trabajar para ayudar a mis hermanos y a mi madre”, dice el joven hondureño.
Sigue soñando con cruzar algún día, aunque sabe que, aún lográndolo, nadie le garantizaría poder suspirar de alivio. Los menores que alcanzan solos la frontera estadounidense se enfrentan a una audiencia en un tribunal de inmigración en la que carecen de abogado de oficio, o a un proceso de deportación rápida si van acompañados de sus familiares.
Como denuncia un reciente informe de Unicef publicado esta semana, en los primeros seis meses de 2016, EEUU detuvo en su frontera a cerca de 26 menores centroamericanos que migraban solos y a 29.700 personas que viajaban en familia, la mayoría mujeres con sus hijos pequeños. Otros tantos quedaron por el camino, fuera de las estadísticas por haber sido secuestrados, asesinados o captados por redes de trata.
“Cuando los menores van acompañados por sus familiares, las deportaciones se producen en cuestión de días. Las Fuerzas de Seguridad les identifican y les devuelven sin ningún tipo de trámite judicial. Son procedimientos 'express' que no tienen en cuenta que son niños que huyen de las maras y afrontan peligros enormes a la vuelta”, dice a eldiario.es Blanca Carazo, responsable de programas de Unicef.
Nakisha, de 15 años, jugó suerte en 2014. Con su madre, sus hermanos de tres y ocho años y su primo de 12, cruzó el Río Grande a nado, fue atacada múltiples veces y vio caerse desde el tren de carga en México a un muchacho que “se cortó por la mitad”. Al llegar a la frontera con Estados Unidos les expulsaron. De vuelta en su país, explica que tiene miedo: “Mi primo era marero (pandillero), y tiene solo 12 años. Ahora lo están buscando para matarlo”.
“Para algunos niños, la deportación podría terminar siendo una sentencia de muerte”, afirman desde Unicef. La ONG alerta de que la cifra de repatriaciones es muy elevada y, a menudo, “ignora e imposibilita el proceso de solicitud de asilo”.
Solo en México, más del 99% de los refugiados y migrantes detenidos en lo que va de año han sido expulsados, mientras que Estados Unidos continúa con la intensificación de sus políticas anti-inmigratorias que puso en marcha hace dos años.
Estas últimas solo han permitido la entrada al país de 267 niños de los 9.500 que solicitaron asilo, y promovieron la aceleración de las deportaciones rápidas de familias enteras –aún cuando entre ellas hay también bebés y niños–, a las que previamente se encierra durante meses en centros de detención. Pese a que la Academia Americana de Pediatría lleva años advirtiendo de que este tipo de detenciones traumatizan “aún más” a niños “asustados y vulnerables, muchos de los cuales ya han sido víctimas de violencia”, Estados Unidos mantiene la política.
Estados Unidos deporta a menores solos
A los niños no acompañados que proceden de países que no comparten frontera con el país –como Honduras, El Salvador o Guatemala– sí se les garantiza que puedan defender su derecho a pedir asilo ante un tribunal, pero aún en estos casos la protección no suele ser efectiva porque no se les proporciona un abogado de oficio.
“Todos aquellos que no disponen de un abogado –cerca del 40%– tienen más posibilidades de ser deportados que quienes sí tienen representación”, dicta el informe. Los datos de julio de este año lo evidencian: un 40% de los menores que carecían de abogado fueron deportados, frente al 3% de expulsados que sí lo tenían.
Mientras tanto, esperan con incertidumbre y sin cualquier tipo de estatus jurídico en el país. Viven en centros y hogares de crianza operados por el gobierno durante el primer mes, hasta que son entregados a sus “patrocinadores” –familias de acogida–, con quienes pueden pasar incluso años.
“En el mejor de los casos van con sus propios familiares biológicos que ya están viviendo en Estados Unidos, en el peor, con gente ajena a ellos” explica Carazo. La experta destaca que en los últimos años se han denunciado varios abusos de niños que han puesto en duda el proceso de selección de los patrocinadores.
Secuestros y abusos sexuales en el camino
Las fronteras son la enésima valla en la carrera de obstáculos que afrontan estos niños. En 2015, unos 35.000 menores fueron detenidos por las autoridades de inmigración en México, según Human Rights Watch. A menos del 1% se les concedió asilo.
Al miedo a ser detenidos suman otro temor fundado. El de ser secuestrados, violados o agredidos por alguno de los grupos del crimen organizado que controlan las principales zonas de la ruta migratoria. “Aquí las niñas y adolescentes se exponen a una vulnerabilidad mayor”, apunta Carazo.
Un informe de Naciones Unidas sobre tráfico de mujeres y niñas en Centroamérica señala que “muchas niñas han terminado trabajando en prostíbulos en México y Guatemala” cuanto intentaban alcanzar Estados Unidos, y hasta 6 de cada 10 son víctimas de violencia sexual durante el viaje, según Amnistía Internacional. “La violación es tan común que las niñas toman precauciones para no quedar embarazadas con 12, 13 y 14 años”, dice María de la Paz, directora de un centro de refugiados y migrantes deportados en Guatemala.
Volver expulsados o quedarse por el camino supone para estos niños seguir viviendo en Guatemala, Honduras o El Salvador, tres de los países con las tasa de homicidio más altas del mundo, y en donde el 60%, 62% y 32% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, respectivamente. Según Unicef, hay tres consecuencias claras: “Los niños deportados corren el riesgo de ser asesinados por las maras, tienen menos oportunidades de futuro y, en muchos casos, van a volver a intentar huir una y otra vez”.
Sentados entre las paredes del cuarto de estar que les ha visto crecer, Alexis explica a su hermana Jackie (de 15) el horror que pasó al caerse del tren. Intenta quitarle de la cabeza la idea que ella tiene de huir al norte. “Por la misma razón por la que yo salí de aquí, mis hermanos lo podrían llegar a hacer. A veces la pasamos sin comer y no hay dinero para el colegio, solo para la primaria y luego se acabó”, explica. Escuchando a su hermano, Jackie lo tiene claro: “Me aterra, pero también me aterra seguir viviendo esta vida en la que no hay esperanza de nada. Me voy a ir”.