Casi un mes andando y decidieron volver. A cada paso hacia la frontera miraban a su hija de nueve meses, escuchaban su tos y tocaban su frente para después preguntarse si valía la pena.
La hija de Daphne y José (nombres ficticios) llevaba dos semanas enferma. El catarro, el pitido en su respiración, la fiebre y la diarrea ocasional no desaparecían. Este martes tomaron una decisión. “Me quería quedar, pero no nos podíamos arriesgar”, lamenta la joven hondureña con la niña entre sus brazos.
Daphne lo cuenta sentada en el sofá de un albergue de Guadalajara, mientras sus hasta ahora compañeros de viaje recorrían el mayor trayecto desde el inicio de su camino. La caravana de migrantes, la gran marcha de miles de centroamericanos para denunciar sus condiciones de vida y violencia, ya ha llegado a su destino: la frontera con EEUU. Daphne se unió a la caravana el 21 de octubre. “Ha sido muy difícil andar tanta distancia. La niña lleva dos semanas enferma. Yo también y ayer me llevaron al hospital. No tengo fuerzas, el camino es muy duro”, describe esta hondureña de 22 años.
La pareja comunicó durante la mañana de este martes a la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México su decisión, por lo que fue trasladada a lo más parecido que ha tenido a un hogar durante las últimas semanas: la casa El Refugio, que nació con la voluntad de ser más que un albergue de tránsito, por eso apuestan por una acogida más prolongada para los migrantes que lo requieran y fomentar su participación en la comunidad local que vive en la zona.
El de Daphne no ha sido un caso aislado. “Hay muchos niños enfermos. Muchísimos. Una amiga venía sola con su niña y ya no aguantó, se regresó”, describe la mujer, sentada en una sala de estar junto a su pareja y su bebé. Algo más de 7.000 personas procedentes de Honduras han regresado al país tras abandonar la caravana, según ha informado este miércoles el Instituto Nacional de Migración hondureño. La gran mayoría ha vuelto en autobuses desde México y Guatemala.
De ellas, unas 3.000 son menores de edad, como la niña de Daphne. Desde hace dos años, asegura, la vida de esta mujer ha estado atravesada por su proyecto migratorio hacia Estados Unidos. En 2016, lo intentó por primera vez, pero fue deportada poco después por las autoridades mexicanas. Al poco tiempo, probó suerte de nuevo. Esta vez, animada por un hombre que, relata, había conocido en su anterior tentativa. “Me dijo que me pagaba el pasaje y me llevaría a la frontera. Acepté, pero cuando ya estaba allí, era todo mentira”, señala mientras trata de calmar el llanto de su niña.
“Me llevó a una casa muy fea y me sentía secuestrada. Tenía que hacer todo lo que me decía, si no me pegaba. Me obligaba a vender marihuana... Incluso escuché de su propia boca como mató a ciertas personas”, explica Daphne. El hombre en el que había visto su “salvador” era en realidad pandillero. “Me logré zafar de él. Porque en esos tiempos hubo muchas muertes”.
Pero las amenazas continuaron y se intensificaron cuando Daphne empezó a salir con su actual pareja. “Nos amenazaban. Nos recordaban que tuviésemos cuidado, que iban a matarnos a los dos”, añade. El 21 de octubre, decidieron unirse a la caravana de migrantes. “Hemos estado cerca, pero hemos parado por ella”, sostiene mientras alimenta a la bebé de nueve meses.
Los que prefieren migrar por su cuenta
A los integrantes de la caravana que se han quedado por el camino se unen aquellas personas que nunca fueron parte de ella, a pesar de arrancar su ruta migratoria de forma simultánea. Daphne comparte sala de estar con Saúl (nombre ficticio). Hace dos semanas intentó migrar a Estados Unidos por segunda vez. Sabía que la caravana de migrantes caminaba unida con su mismo objetivo, ha coincidido durante un día con miles de sus integrantes, pero no le interesa formar parte de ella.
“Tienen menos oportunidades de entrar. Yo no quiero ir a Tijuana, Trump va a poner bien difícil entrar por ahí”, considera Saúl, que lleva tres días en Guadalajara, después de cruzar la mitad del país a bordo del tren de mercancía conocido como La Bestia. Viaja con su hijo de 13 años. “Cuando pasábamos por aquí encaramados al tren, frenó de golpe y me caí al suelo. Si llega a arrancar de nuevo, no estaría aquí”, apunta el hombre hondureño, que recuerda el momento en el que su hijo, subido en lo alto del convoy, vio a su padre desplomarse.
Los dos moratones marcados en sus piernas no van a frenarle, asegura. Está alicaído y desganado, pero quiere acabar lo que empezó. Planea descansar unas semanas y ponerse en marcha de nuevo. No quiere regresar a Honduras. “Allá no vale de nada trabajar. ¿De qué sirve si todo el sueldo se lo quedan las pandillas con el impuesto de guerra?”, se cuestiona Saúl, aportando una de las claves de su huida.
Él prefiere mantenerse al margen de la caravana y continuar por su cuenta. Daphne y su pareja optan por dejar a un lado sus ansias de conseguir trabajo en Estados Unidos hasta nuevo aviso. Son los otros rostros del flujo migratorio a través de México, mientras todos los ojos apuntan a la cada vez más próxima llegada a la frontera estadounidense de las miles de personas que han despertado la furia de Donald Trump.