Qué pasó con los niños soldado secuestrados por Joseph Kony
En agosto del 2003, Kilama Adiction tenía 13 años y había luchado en el Ejército de Resistencia del Señor desde hacía uno. Estaba en un campamento en Sudán, cerca de la frontera ugandesa. Lo acompañaban cientos de rebeldes –la mayoría niños y adolescentes, como él–, y un hombre se dirigió a ellos. Alto, corpulento, con una voz grave. Quería saber si los soldados necesitaban algo.
Kilama pensó que ese hombre se trataba, sin duda, de algún comandante. Alguien importante, a pesar de que nunca lo había visto antes. La actividad en el campamento se había detenido. Los demás cuchicheaban, hablaban bajito.
―No lo supe hasta un poco más tarde, y no podía creerlo ―dice Kilama― ese hombre era Joseph Kony.
Para Kilama y sus compañeros, Joseph Kony era el líder incuestionable, un ser con poderes sobrenaturales y terribles, una especie de mago dispuesto a aplicar a sus enemigos los castigos más crueles. Por eso habían intentado imaginarlo muchas veces en los campamentos o después de los combates.
Entonces, Kilama miró sus botas cubiertas de barro, sus heridas, y se sintió decepcionado.
―Después de todo Kony era un humano, como cualquiera de nosotros.
Kilama luchó durante más de tres años con los rebeldes. Después escapó en mitad de un combate. Como miles de menores soldados, solamente recibió la atención de un psicólogo durante dos meses, aunque este apoyo resulta vital. En la actualidad, según UNICEF, más de 300.000 niños combaten en guerras de todo el mundo. En lo que va de año, algo más de 500 niños soldados –los últimos el pasado 18 de abril– han sido puestos en libertad en la vecina Sudán del Sur.
Joseph Kony, el “hechicero del Nilo”
Joseph Kony, mundialmente conocido por la campaña Kony 2012 de Invisible Children, es el cabecilla del Ejército de Resistencia del Señor (LRA), un grupo que luchó en el norte de Uganda desde 1986 hasta el 2006. Durante mucho tiempo, los milicianos nunca atacaron a los civiles: únicamente querían derrocar al presidente Yoweri Museveni, imponer una sociedad nueva basada en los diez mandamientos cristianos y acabar con la desigualdad entre los pueblos del sur y del norte del país, que existía desde el período colonial.
En los años noventa, los soldados ugandeses colaboraron con los rebeldes sursudaneses. El presidente sudanés Omar-al Bashir respondió entregando armas y entrenamiento al LRA, y los pueblos del norte de Uganda se convirtieron en sus víctimas principales. Estos rebeldes asesinaron a más de 100.000 personas y secuestraron a al menos 66.000 niños. La mayoría escapó poco tiempo después; otros fueron utilizados como soldados o como esclavos sexuales.
Finalmente, los rebeldes se escondieron en la República Democrática del Congo en el 2006. Los militares reforzaron sus posiciones en el norte de Uganda y los combates terminaron, aunque la pobreza extrema y los trastornos mentales se extendieron por toda la región y continúan afectando a miles de personas.
En el 2005, la Corte Penal Internacional emitió una orden de captura contra Joseph Kony. Estaba acusado de cometer crímenes contra la humanidad y de guerra, y el Gobierno de EEUU ofreció por su cabeza hasta cinco millones de dólares. Durante seis años, los militares ugandeses y estadounidenses rastrearon sus movimientos en las selvas más remotas de Sudán del Sur, Congo y la República Centroafricana, pero nadie, todavía, conoce dónde se esconde.
“Me obligaron a dar una paliza brutal a un hombre”
El Gobierno de Uganda obligó a Kilama Adiction y su familia a establecerse en los campamentos de desplazados internos e impuso restricciones severas a su libertad de movimiento. “En el campamento no teníamos terrenos para cultivar. Dependíamos de las Naciones Unidas. No podíamos comer todos los días. No había letrinas, no había leña para cocinar: era una vida miserable”, recuerda.
1,8 millones de personas se hacinaban en estos campamentos, donde el cólera y otras enfermedades provocaron más muertes que el propio conflicto. El subsecretario general de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) explicó que el norte de Uganda era uno de los peores desastres humanitarios del mundo en ese momento y uno de los menos conocidos. Los rebeldes y los soldados del Gobierno, mientras tanto, seguían perpetrando crímenes. Los militares también violaron, golpearon, arrestaron, torturaron y mataron a civiles en los campamentos de desplazados.
Cinco días después del duodécimo cumpleaños de Kilama, su madre, su hermano y él abandonaron el campo para buscar un sitio mejor. “Escuchamos las voces de los rebeldes en el camino: eran dos hombres armados. Intentamos escapar, pero ellos eran demasiado rápidos. Mi madre se escondió entre la vegetación; mi hermano y yo fuimos capturados”, relata.
Kilama ahora habla despacio, pensando cada una de sus palabras. “Me separaron de mi hermano. Fue la última vez que lo vi. Nos llevaron a campamentos diferentes. Había muchos soldados y me obligaron a golpear a un hombre. Una paliza brutal. Con palos. Ese hombre sangraba por todas partes. Gritaba de dolor. Pero yo tenía que resistir, era como una prueba. Si no la superaba, moriría. Sentía tanto odio que solamente pensaba en matar a ese hombre”.
Miles de niños nunca han recibido la atención necesaria
En el 2006, el 54% de los adultos entrevistados en los campamentos de desplazados internos tenía síntomas de estrés postraumático y el 67%, síntomas de depresión. Todos los estudios recientes reflejan que la prevalencia de trastornos por estrés postraumático todavía es “inaceptablemente alta”, pero en el norte de Uganda apenas existen especialistas y hospitales, y pocas personas pueden pagar los medicamentos que necesitan.
Cuando Kilama regresó al campamento de desplazados donde vivían sus padres, sus vecinos y familiares lo rechazaron. Tenían rencor, o quizás miedo. Muchos pensaban que los milicianos introducían espíritus malignos en las personas que secuestraban. En la actualidad, más del 87% de los exniños soldados son reconocidos como tales por sus vecinos, y con frecuencia les acusan sin pruebas de cometer crímenes nuevos.
El periódico New Vision ha publicado que menos del 20% de los excombatientes que escaparon del LRA participaron en los programas de formación e integración del Gobierno. “Nadie se preocupa por ellos. Creo que todavía los ven como rebeldes. Se han convertido en niños invisibles”, comentó Macleod Baker Ochola, antiguo obispo y director de la Acholi Religious Leaders' Peace Initiative (ARLPI).
Kilama se quedó en ese campamento de desplazados desde el 2005 hasta finales del 2006. Muchos amigos estaban muertos y dos hermanos habían sido secuestrados. No volvió a verlos nunca más.
Ahora Kilama tiene 27 años y está casado con dos mujeres –la poligamia es normal en las zonas rurales–. Es padre de cuatro niños. En ocasiones consigue algún trabajo en las aldeas de los alrededores o ayuda a sus vecinos a construir casas. Eso es todo. Sus ingresos siempre son bajos. Posee dos terrenos pequeños donde cultiva patatas, cacahuetes, judías, mijo, maíz y yuca. Las cosechas apenas alcanzan para alimentar a toda la familia.
El norte de Uganda presenta los peores índices de desarrollo humano de todo el país. En el distrito de Pader –donde vive Kilama– el 26% de los hogares no tiene dos mudas de ropa para todos sus miembros, y solamente el 8% dispone de electricidad.
Son las siete de la mañana. Lawino –una de las esposas del joven– planta brotes de patatas en una parcela cuadrada, apenas siete u ocho metros en cada lado. La luz es gris, espesa, casi grumosa, como si el día se resistiera a comenzar. La tierra húmeda, oscura, huele a la tormenta pasada.
―Lo único que puede cambiar el futuro de mis hijos son unos estudios superiores ―dice Kilama―. Pero no tenemos mucho dinero, y cuando terminen la escuela primaria tendrán que ayudarnos en el campo: no tenemos otra opción, comemos lo que producimos. El futuro de mis hijos tampoco será bueno.
Kilama está preparando, agachado, surcos con su azada. Cuando termina de sembrar los últimos brotes de patatas, Lawino se sienta a descansar en un costado. Sus pies desnudos están cubiertos de tierra.
―¿Contarás a tus hijos las cosas que hiciste durante la guerra?
Kilama se incorpora despacio.
―Sí. Cuando crezcan. Yo todavía no he olvidado nada de lo que sucedió.