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Opinión - Cuando los ciudadanos saben lo que quieres. Por Rosa María Artal

La doble penuria de los refugiados extranjeros para salir de Ucrania: “Todo el amor que tenía por este país ha desaparecido”

Víctor Honorato / Olmo Calvo

Enviados especiales a Przemysl (Polonia) —

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Apenas acaba de amanecer en Medyka, en la frontera sureste entre Polonia y Ucrania, cuando empieza a nevar. Junto al paso fronterizo, esperando por un autobús que ha de llevarlos a Przemysl, donde se encuentra la estación del tren, las decenas de personas apelotonadas junto a la calzada ya no saben qué hacer para sacudirse el frío de encima. Podrían acercarse al supermercado que hay a 50 metros, pero se arriesgarían a perder la plaza en el autocar. Así que aguantan, aun tiritando. En este grupo de procedencia heterogénea, de África a Asia Central, hay estudiantes y trabajadores migrantes, pero apenas ucranianos. Gentes que han vivido al margen de tensiones políticas hasta que la guerra les ha estallado encima. Y a los que escapar del conflicto les está resultando especialmente penoso.

El grupo se ha ido formando a lo largo de las horas, tras un goteo del embudo en que se ha convertido el paso fronterizo. La última estancia antes del camino vallado hacia Polonia está atestada de gente. Conforme salen, avanzan, cabizbajos. Una joven intenta regresar, porque se ha dejado atrás las maletas. “Camina, no puedes volver atrás, ahora el equipaje no es lo importante”, le dice el militar con el que intenta razonar, que se mueve entre la comprensión y el fastidio.

Una estudiante de 25 años de Yaundé (Camerún), que prefiere no dar su nombre porque no quiere problemas, describe un clima de racismo sobrevenido en Ucrania, donde llevaba cinco meses y hasta hace una semana se sentía bien acogida. El trayecto hacia la frontera ha sido un calvario, especialmente las dos noches al raso que tuvo que pasar en un control anterior a la frontera donde los militares les impedían el paso porque los ucranianos tenían prioridad, denuncia. “No lo entiendo. Es como si nos echasen la culpa de la guerra a nosotros. Estoy decepcionada, superada, traumatizada”.

Esta mujer, que por fin va a conseguir subirse a uno de los autobuses, relata episodios como el entrar en un restaurante para entrar en calor y ser expulsada inmediatamente. “Se lo aseguro […] Nos dijeron que no se querían mezclar con negros”.

Similar experiencia refieren dos estudiantes de medicina de un pequeño país del sur de África que piden no señalar, porque allí son pocos los que salen a estudiar fuera y no quieren que su denuncia les cause problemas para rescatar su expediente universitario. Salieron de la ciudad de Ivano-Frankivsk, a 200 kilómetros de la frontera, el viernes por la tarde y no consiguieron cruzar hasta la mañana del lunes, tras encontrarse un tapón en la frontera. “Avanzar 200 metros llevaba tres horas”, dicen.

Recorrieron a pie 25 kilómetros hasta llegara un punto de control en el que tuvieron que pasar dos noches. Al raso, sin comida, sin retrete, quemando rastrojos para aguantar las temperaturas bajo cero del invierno ucraniano. “Todo el amor que tenía por este país [Ucrania] ha desaparecido. No querría volver, se acabó”, cuenta una de ellas, la que se levanta del suelo para hablar, porque a la otra las piernas le duelen.

Según su testimonio, que coincide con el de más de una decena de personas en este y otro punto fronterizo, las colas en el primer control militar ucraniano estaban tan apretadas y duraban tanto que la gente caía desplomada del cansancio. “A un hombre le dio un ataque de pánico y se cayó. Parecía que estaba muerto, y la gente le pasó por encima”, dice. Mientras tanto, veían que a los ucranianos se les franqueaba el paso.

Algunos estudiantes se encararon con los guardas, que respondieron con violencia. Varios de estos episodios llegaron a las redes sociales a través de vídeos grabados con teléfonos móviles. El Gobierno de Nigeria protestó por el trato de Ucrania a sus ciudadanos. “Parecía que descargasen su frustración en nosotros; ha sido una de las peores experiencias de mi vida”, añade la mujer.

El tren a Leópolis, como el Titanic

En el centro de acogida improvisado en una nave comercial tras el paso de Korczowa, a unos 25 kilómetros de Medyka, lleva dos días Eyad Hilal, venido desde Járkov, donde hoy se recrudecen los ataques rusos. Sentado en un camastro, comiendo con apetito de una lata de conservas, Hilal, de 26 años y originario de Sudán (“en casa hablamos nubio, como los faraones”, abunda), relata su experiencia sosegadamente, como si fuese una historia ajena.

El primer día de los ataques, los proyectiles empezaron a caer antes de las 5:00 horas y no cesaron hasta las 22:00, recuerda. Aunque dudó, porque tenía trabajo, estudia fisioterapia y tenía ambiciones de futuro, al final decidió marcharse. Subirse al tren a Leópolis fue una aventura.

“Era como el Titanic”, compara. Dice que un hombre le sacó una pistola cuando trataba de meterse en el vagón, porque quería meter a su familia, pero que se arriesgó y se coló por el pasillo. Al llegar a Leópolis tuvo que caminar “40 kilómetros” antes de esperar dos noches de frío a las puertas de la frontera, mientras la cola de los ucranianos avanzaba.

“Son tiempos convulsos, pero el ejército y la policía ucraniana deberían ser más profesionales”, critica. “Mejor morir durmiendo de un bombazo que aquí de frío”, llegó a pensar. Algunos abandonaron por miedo a congelarse, pero el aguantó y consiguió cruzar. “Mis planes han quedado destruidos”, lamenta ahora, si bien el trato amable en el lado polaco le ha hecho “recuperar la fe en la humanidad”. 

Hilal tratará de contactar con un primo en Sudán, pero se quedará en la nave de Korczowa una noche más.

¿Volver?

Al día siguiente, el paisaje humano es muy diferente. Apenas quedan ucranianos, lo que parece avalar las denuncias de trato de favor para cruzar, y abundan los rasgos de Asia central. “Ratatatá”, repite, imitando el ruido de una metralleta, un joven uzbeco sobre los motivos de su huida. Akramjon, de 19 años, y sus amigos Otabek y Abdultijan, dice que cruzar la frontera les llevó siete horas y que aspira a volver a Ucrania para terminar sus estudios.

Ninguna gana de regresar tienen, por el contrario, los tunecinos Ala y Jalil, de 22 años, estudiante de medicina uno, aspirante a entrar en la academia militar de Odesa el otro, a los que la guerra sorprendió en la ciudad de Dnipro, en el centro del país. “Una mujer obesa cayó desmayada, pasó una ambulancia y no se paró”, critica. Los militares “se reían”, añade.

Su grupo, en el que también había estudiantes sirias, caminó dos noches y un día para llegar a la frontera, ayudados por los vecinos que les ofrecían comida, evitando la embestida de algún jabalí. Ahora hacen cola para recibir una tarjeta SIM con la que llamar por teléfono. Sus familias llevan sin saber de ellos desde que se les acabó la batería. De la situación política que ha llevado a la guerra ya no quiere saber nada. “Me da igual, yo me voy”.

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