- Puedes leer aquí la primera y la segunda parte del testimonio
El quinto día, que a la postre sería el último, un inesperado sentimiento de optimismo inundó a todos los que trabajábamos en la unidad de cuidados intensivos; la mayoría de los pacientes se estaban recuperando de sus heridas y muchos estaban a punto de ser trasladados a otras salas del hospital.
En la cama 1 teníamos a un paciente que llevaba allí casi un mes. Había sufrido un grave accidente de tráfico y todavía le quedaba un largo camino por recorrer hasta lograr ser el de antes, pero ya mostraba señales muy positivas de recuperación. Después de una serie de complicaciones, su organismo por fin estaba respondiendo de manera adecuada al tratamiento. De hecho, habíamos iniciado recientemente el proceso para poder desconectarle del respirador artificial. Y esa misma mañana, después de decirle que pronto podría empezar a respirar por sí mismo, me miró emocionado y me dio su mano para que se la estrechara, algo nada común si tenemos en cuenta que él era un hombre afgano y yo una mujer. Era su manera de mostrarme respeto y agradecimiento y yo me sentía satisfecha, porque sabía perfectamente que en pocos días podría irse a casa.
Lal Mohammad, mi compañero herido dos días antes, se encontraba en la cama número 2. Presentaba algunos signos de mejora y habíamos planeado sacarlo del coma inducido la mañana siguiente.
En la cama número 7 estaba Shaista, una niña de sólo 3 años a la que una explosión le había arrancado de cuajo la pierna izquierda y parte de las nalgas. La herida le hizo perder mucha sangre y tuvimos que hacerle varias transfusiones para mantenerla con vida, pero ahora estaba bastante bien. De hecho, si seguía recuperándose como hasta entonces, podríamos pasarla a sala en apenas 24 horas. Su madre, una preciosa joven que siempre te recibía con una sonrisa y que nunca se apartaba de su lado, me miró con alivio cuando le comuniqué la noticia.
El “niño milagro”
Wahidullah, de 12 años, descansaba en la cama número 8 y encarnaba la figura del “niño milagro”. Había sufrido un fuerte traumatismo craneal dos semanas antes debido a un accidente de tráfico y continuaba en estado comatoso desde entonces, sin signo alguno de recuperación. Le habían trasladado a sala no porque estuviera bien, sino por la escasez de camas que teníamos en la UCI y por la necesidad de ofrecer nuestras fuentes limitadas de recursos a aquellos que tenían más posibilidades de sobrevivir. Honestamente, nadie pensaba que él sería uno de ellos.
Aquella mañana, el Dr. Osmani y yo recibimos una llamada urgente para ir a ver un paciente a sala; al parecer alguien estaba sufriendo complicaciones graves y necesitaban de nuestra ayuda de inmediato. Cuando llegamos y vimos que se trataba del niño, entramos en shock. Su corazón había parado de latir y no reaccionaba a los intentos de nuestros compañeros para reanimarle. Ya estábamos todos a punto de tirar la toalla. De hecho, recuerdo que debatíamos si valía la pena seguir intentando sacarle adelante, ya que no parecía que fuéramos a conseguir nada positivo.
El padre nos rogaba que continuáramos intentándolo y, de pronto, cuando ya nadie daba un duro por él, su corazón empezó a latir de nuevo. Aun así, la verdad es que teníamos la sensación de que solo estábamos alargando lo inevitable y que antes o después volvería a pasar lo mismo, así que lo llevamos de nuevo a la UCI para darle un corto tratamiento, pero avisamos al padre de que no pusiera muchas esperanzas en que se recuperara.
Sin embargo, aquella tarde se obró el milagro: el padre de Wahidullah llamó a su mujer por teléfono y colocó el auricular en la oreja de su hijo para que éste la oyera. No sé qué le diría su madre, pero inmediatamente después de aquella conversación Wahidullah se despertó. Abrió sus ojos, empezó a murmurar palabras y a seguir todas y cada una de las órdenes que le iba dando. Le pedí que me estrechara la mano y así lo hizo. Todo el mundo de la UCI se giró para mirar el chico, que de repente se convirtió en el símbolo de una esperanza que para muchos estaba perdida. Fue un milagro. Aún boquiabierta, le dije a su padre que le retiraría la vía respiratoria la mañana siguiente y le pasaríamos a sala. Sonreímos juntos, estupefactos, pero felices. “Mañana sería un buen día”, pensé en aquel momento.
El día después
Pero el día después nunca llegaría para la mayoría de aquellos pacientes. Tampoco para la mayor parte de los compañeros de la UCI que trabajaron durante esa noche. Cuando la fuerza aérea de los Estados Unidos comenzó a bombardear nuestro hospital, el primer ataque cayó directamente sobre la UCI. Con la excepción de Shaista, todos los demás pacientes murieron. Los cuidadores que se encontraban con los pacientes murieron. El Dr. Osmani murió. Zia y el “súper hombre” Naseer, nuestros enfermeros de la UCI, murieron. Nuestro limpiador Nasir, también murió.
Me gustaría pensar que nuestros tres pacientes sedados de la UCI, entre los que estaba mi compañero Lal Mohammad, no fueron conscientes de sus propias muertes, pero la verdad es que no lo veo probable. Se quedaron atrapados en sus camas, envueltos en llamas. El único consuelo que me queda fue el increíble acto de valentía de Toorialay, la única enfermera de la UCI que logró sobrevivir y que, no sé ni cómo, tuvo tiempo de sacar a Shaista de su cama en el último momento y huir del edificio en llamas con ella en brazos. Hoy Shaista se ha recuperado ya de sus heridas y está de nuevo en su casa con su familia. Y eso es gracias a ella.
El mismo horror que sacudió la UCI, sacudiría pocos instantes después el edificio principal del hospital. Un avión lo bombardeó con una precisión escalofriante. Nuestra enfermera de la sala de emergencias, Mohibulla, murió. El limpiador de la sala de emergencias, Najibulla, murió. El Dr. Amin sufrió heridas graves, pero consiguió escapar del edificio principal. Moriría una hora después en los brazos de sus compañeros, mientras intentaban desesperadamente salvar su vida en el quirófano improvisado que establecieron en la cocina. La enfermera de quirófano, Abdul Salam, también murió.
Los ataques continuaron haciendo estragos en el edificio, llegando hasta el servicio de consultas externas, que se había convertido en un área de descanso temporal para aquellos trabajadores que doblaban turnos. El Dr. Satar murió. El médico oficial de registros murió. Nuestro farmacéutico, Tahseel, fue herido de muerte. También logró salir de allí para refugiarse en la sala de reuniones en la que días atrás organizábamos nuestra terrible semana, pero murió pocas horas después completamente desangrado. Dos de los vigilantes del hospital, Zabib y Shafiq, también murieron.
“No murieron en paz, fueron asesiandos”
Nuestros compañeros no murieron en paz como en las películas. Fueron asesinados lenta y dolorosamente. De manera cruel. Algunos murieron pidiendo a gritos una ayuda que nunca vendría. Se encontraron solos y aterrados, conociendo el alcance de sus propias lesiones y conscientes de que iban a morir. Muchos otros compañeros y pacientes fueron heridos; en realidad no sabemos ni cuántos porque aquello se convirtió en un terrible escenario lleno de extremidades arrancadas y cuerpos carbonizados. Algunos de los que sobrevivieron se quedaron con metralla incrustada en el cuerpo, con enormes quemaduras o con importantes lesiones en los pulmones, en los ojos y en los oídos. Muchas de esas lesiones les han dejado una incapacidad permanente. No sé cómo decirlo: lo que viví allí fue como una película de terror llevada a la realidad. Nunca podré olvidarlo.
Ya de vuelta a casa, en Australia, bebo un capuchino en una cafetería mientras miro el océano. Escucho un avión que nos sobrevuela, pero no me molesto en mirar hacia arriba porque sé que sólo es un avión comercial. Tengo claro que aquí estoy a salvo. Así de fácil es adaptarse al lujo de la paz.
Fijo mi mirada en el horizonte y trato de comprender este sentimiento de pérdida que no me abandona. Cada vez que pienso en mis compañeros y amigos, los ojos se me llenan de nuevo de lágrimas y siento un pinchazo terrible en el corazón. Pienso también en los pacientes, en aquellas tan vidas tan jóvenes y tan brutalmente arrancadas de este mundo.
Pero es mucho más que eso; es el dolor de todas las familias que perdieron a alguien aquel 3 de octubre; es el dolor de toda la gente de Kunduz, que ha sufrido innumerables pérdidas durante su interminable historia de conflictos; es la pérdida de cuatro años de duro trabajo en los que los miembros de nuestro personal nacional e internacional consiguieron que aquel hospital fuera la única tabla de salvación para decenas de miles de personas.
No puedo parar de pensar que el hospital de Kunduz ahora ya sólo es un amasijo de hierro y cemento quemado, que aquel lugar donde salvábamos docenas de vidas cada día y donde tratábamos a centenares de pacientes sin descanso ya no existe. ¿Qué harán ahora todas aquellas personas que necesitaban atención post quirúrgica? ¿Quién sacará adelante a todo el que necesite atención médica? ¿Quién recompondrá sus cuerpos desmembrados cada vez que pisen una mina o les alcance el impacto de una bomba en mitad de la calle? Toda esta violencia absurda me resulta incomprensible. Y sé que lo único que me queda ya es intentar que mi mente siga hacía adelante, no dejar que se sumerja todavía más en ese pozo oscuro sin fondo que es la pérdida.
Traducción y adaptación al español: Fernando G. Calero