De Erbil, capital del Kurdistán iraquí, a Zaragoza. Cuando dejaron su país no pensaban que acabarían en España, como hace años tampoco imaginaban que algún día tendrían que arriesgar su vida en el Egeo, huir de la inseguridad de su hogar, vivir semanas en una tienda de campaña, convertirse en refugiados en Europa.
Nefi, Faten, y sus cuatro hijos son seis de las 197 personas refugiadas y enviadas a España desde Grecia, a través del programa europeo por el que el Gobierno en funciones se comprometió a acoger a más de 16.000 personas entre 2016 y 2017.
El pasado mes de mayo, Nefi y los suyos aterrizaron en España, junto a otros 14 solicitantes de asilo para volver a empezar. Otra vez. Antes tuvieron que cruzar montañas, atravesar el Mar Egeo en una embarcación hinchable abarrotada y vivir en una tienda de campaña sobre el lodo del campo de Idomeni, el paso fronterizo entre Grecia y Macedonia.
El germen de su exilio radica en Irak. “Allí, cada hora había un atentado. La situación era insostenible”, recuerda Nefi desde su nuevo hogar en Zaragoza. Sus palabras emanan experiencia. Su hijo Mohamed de nueve años y su esposa, Faten, llevan marcadas en sus cuerpos las secuelas de la explosión de un coche bomba que estalló en Bagdad en 2011. Sobrevivieron a uno de tantos ataques que siembran el terror en Irak.
“En los últimos 30 años en Irak, la guerra, la invasión de Estados Unidos, la situación que viven los kurdos... no permite tener futuro; y yo tengo que mirar por el de mis hijos”, explica Nefi mientras sustituye su intensa sonrisa por una mueca de amargura.
Eso ha hecho. Atrás dejó el horror, pero mantiene sus recuerdos. “Yo trabajaba de pintor. Cuando perdí mi empleo, me fui a casa a ayudar a mi esposa. Ella es costurera y aprendí a coser con ella para, juntos, sacar a la familia adelante”, comenta Nefi.
“En el mar sufrimos mucho por los niños”
“Vendí mi coche y todo lo que tenía, sacamos los pasaportes y salimos de Irak”. Con poco más de una mochila, la familia viajó hasta Turquía. Tres veces trataron de cruzar el Egeo. Tres veces se sentaron junto a sus hijos en una embarcación inestable dejando la costa turca a sus espaldas, soñando en no tener que regresar a ella. En uno de esos intentos tuvieron que ser rescatados por la Guardia Costera del país euroasiático por riesgo de hundimiento. La tercera lo lograron. Alcanzaron la costa de la isla griega de Leros.
En medio del fuerte oleaje reinante en el Egeo aquel 23 de febrero, Nefi se aferraba a un pensamiento: “Todo iba a salir bien”. Su deseo se cumplió pero recuerdan esas horas de pavor. “Sufrimos mucho, por el cansancio y el frío que pasaron los niños, especialmente el bebé recién nacido”. Porque, como recita la poetisa somalí, Warsan Shire, “nadie pone a sus hijos en un bote a menos que el agua sea más segura que la tierra”.
Su viaje no acababa tras pisar suelo griego. Sus planes pasaban por continuar, por seguir las huellas de las más de 100.000 personas que arribaron al país heleno este año con la intención de buscar refugio en Europa. De Leros a Atenas. De Atenas a Idomeni. De Idomeni a ninguna parte, al menos por un tiempo.
El sello de fronteras europeas y el célebre acuerdo entre UE y Turquía, obligó a alrededor de 11.000 personas a concentrarse en un campo improvisado convertido en un mar de tiendas de campaña y barrizal. En Zaragoza recuerdan las largas semanas transcurridas en el asentamiento improvisado que sería desmantelado meses después. “En Macedonia –refiriéndose al campo fronterizo- muy mal, mucho frío”, dice la mayor de las hijas, Lana, de 11 años.
El campo, sin agua potable, ni luz eléctrica, ni escuelas, se convirtió en un laberinto. Los seis integrantes de la familia se hacinaban en una tienda de campaña resistiendo al frío y a las lluvias con la ropa calada 24 horas al día. Aquel paisaje desolador, de agua y sueños estancados, “no era un lugar seguro”, señalan. “Había mucha tensión y desesperación” entre los desplazados, relatan Nefi y Faten.
Ellos vivieron aquel peligroso intento por burlar la frontera natural del río que se saldó con tres víctimas mortales. Muchos lo consiguieron, pero fueron devueltos a Grecia. “Cuando corrió la voz, quería intentarlo porque no veía la forma de salir de allí”, dice Faten dando la palabra a su marido. “Yo sabía que no era seguro, tenía la esperanza de que saldríamos de allí”.
Y una vez más, su deseo se cumplió. “Una ONG nos ayudó y nos trasladó a un piso en Tesalónica”. Según el testimonio de Nefi y Faten, gracias a esta organización presentaron la solicitud para acogerse al plan de reubicación de la Unión Europea, en el que fueron aceptados. Por eso, desde el 24 de mayo, España es su nuevo hogar.
Su vida en España
“Hola, ¿qué tal amigo?”, repite Nefi en un intento supremo y constante, por entablar una conversación en un castellano aún en ciernes. Los esfuerzos de la familia por integrarse aumentan cada día. Los padres acuden a clases para aprender la lengua y los pequeños van al colegio y en verano se suman a algún campamento donde se dejan querer por el resto de compañeros. Ese espíritu se cuela incluso en la cocina, donde Faten ya ha aprendido a cocinar natillas y churros.
“Mira, mira”, dice Lana señalando una cartulina colgada en la pared de su dormitorio, donde se puede leer, entre multitud de dibujos de colores hechos con el cariño de otros niños, mensajes como “Bienvenidos Lana y Mohamed”. Un tesoro que la pequeña exhibe con orgullo y alivia las heridas del pasado.
“Aquí estamos muy felices, muy tranquilos”, asegura Faten, quien de nuevo saca a relucir la mayor de sus preocupaciones, sus hijos.
“Aquí pueden tener un buen futuro. Antes, en Irak, tenían amenazas de bomba en el colegio”. La sensación de refugio, ahora, corre por sus venas.
Según lo establecido en el sistema de asilo español, la familia tiene seis meses –en su caso prorrogable 11 meses por ser una familia vulnerable- en los que gozan de ayudas bajo gestión exclusiva de Cruz Roja (una de las organizaciones designadas por el Gobierno para ejercer este seguimiento) para allanar el camino que les espera una vez venza esa fecha. Mientras, tienen claro que “lo primero es hablar español”, e incluso empiezan a buscar alguna salida laboral. Nefi confiesa que le gustaría competir o impartir clases de aikido, un arte marcial que practicaba en Irak.
La historia de esta familia, que anima a reactivar el estancado plan de reubicación de solicitantes de asilo en el país, no acaba aquí. Empieza. La lucha y superación les ha llevado hasta España como destino para reanudar una vida, que ya están abrazando.