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“Nos arriesgamos a morir en el mar porque no podemos pedir asilo a Europa desde nuestro país”

Lo que están viviendo los cientos de miles de refugiados que salen huyendo de la guerra es épico. Son Marco Polos anónimos que atraviesan montañas, un mar y seis fronteras burlando obstáculos, trepando vallas, llevando en brazos a sus pequeños, escapando entre campos de cultivos, arriesgándose a ser timados por los traficantes o a sufrir agresiones de grupos ultras, como en Hungría.

Antes de afrontar semejantes riesgos lo probaron todo, pero no encontraron más vía que la huida clandestina. “Si tanto importamos a Europa, ¿por qué no nos ayudan en el viaje y para no arriesgarnos a morir en el mar?”: La primera vez que escuchamos esta reflexión por parte de una refugiada fue hace unos días, en Budapest.

“Si tan solidarios son ahora, ¿por qué ponen trabas a nuestra huida de la guerra?”, se preguntaba en la estación de Keleti Rayan, una joven siria con su bebé de cinco meses en brazos. “Esta es Laian, tiene cinco meses, cruzó el mar en una barca hinchable con cuatro meses de edad. ¿Realmente no había otra vía para que pudiéramos escapar de una zona de guerra?”, nos dijo, con lágrimas.

“Muertos en el mar que podrían haberse salvado”

Días después, ya en el sur, en la frontera entre Serbia y Hungría, de nuevo nos encontramos con la misma pregunta, formulada por decenas de refugiados con los que hablamos: “¿Por qué no nos permiten entrar en Europa sin tener que navegar clandestinamente en barcas hinchables donde nos jugamos la vida?”, protestaba el pasado lunes Hassan, un joven informático sirio, que acababa de cruzar el paso fronterizo. “Mis amigos y yo somos gente formada, no somos delincuentes, pero nos obligan a arriesgar nuestras vidas porque Europa no concede permisos de entrada en nuestro país” espetó en perfecto inglés, con el rostro arrasado por el cansancio.

Al día siguiente, de nuevo la misma reflexión: “Hemos tenido que burlar controles policiales, trepar vallas, asumir riesgos, tirar nuestras bolsas al mar para que la barca no volcara, venimos con nuestros niños, que llevan días caminando agotados. ¿Es esto necesario?”, clamaba en el punto de retención de Roeszke Rim, una joven siria natural de la ciudad de Homs. “Mi abuela no puede andar más, lleva días caminando, ¿merecemos tal indignidad? ¿no pueden facilitarnos el viaje, tenemos que seguir viniendo en estas condiciones?”, lloraba una adolescente.

A las puertas del campo de refugiados de Roezske, Amer, un sirio de mediana edad, insiste en lo mismo: “Si hubieran habilitado un servicio de atención a los solicitantes de asilo en nuestros países de origen no tendríamos que asumir estos riesgos. Cuando cruzamos el mar vimos cadáveres flotando, muertos procedentes de una embarcación cercana. Muertos que podrían haberse salvado entrando a Europa por una vía segura con un salvoconducto. Pero no, tenemos que venir clandestinamente, colocándonos así ya en la frente la categoría de ciudadanos de tercera”, protesta.

Un trayecto épico, un compañerismo instantáneo

En Roezske grupos de traficantes cobran hasta 1.000 euros por familia por llevarlos desde la frontera húngara a Budapest, pero algunos son timadores que los abandonan en mitad de camino o los entregan a la policía. Hay quien piensa que agentes y algunos traficantes se reparten el dinero a cambio de que estos últimos entreguen a sus clientes. “Se han dado casos así, eso es un hecho”, denuncia un ciudadano húngaro que prefiere no dar su nombre y que ha venido hasta aquí desde Budapest para trasladar en su coche a algunos refugiados, “arriesgándome a multas o cárcel”. Otra voluntaria insiste en la misma denuncia: “Policías y traficantes se reparten las ganancias, por eso los agentes hacen la vista gorda con ellos”, afirma.

El viaje de los refugiados desde Siria, Turquía, Irak o Afganistán hasta Europa es un trayecto épico. No solo por las condiciones en las que lo hacen, no solo porque huyen de la guerra y de sus consecuencias, sino también por el elevado número de personas que lo recorren a la vez y por la complicidad que entre ellas se genera casi de inmediato. La necesidad lo mueve todo. Hasna lleva varios días compartiendo caminata con una familia a la que conoció a su llegada a Grecia. “Es una más entre los nuestros. Lo que hemos compartido equivale a toda una vida”, dice su nueva amiga Jala.

Les une la huida, la clandestinidad, los riesgos que asumen, el trato humillante que reciben en los campos de retención húngaros, el frío en la noche, la incertidumbre, el miedo a no conseguir llegar, las preguntas sobre a dónde ir. El compañerismo surge de forma instantánea entre desconocidos. Al afgano Ali y sus tres acompañantes les une que han cruzado caminando Irán y Turquía, que sobrevivieron a un fuerte oleaje navegando hacia Grecia, que han pasado seis fronteras, que han perdido parte de su dinero al ser víctimas de un robo por un grupo de hombres armados con cuchillos, que un traficante los echó a patadas de su coche a los cinco minutos de haber montado en él, tras pagarle mil euros.

Casi a diario decenas o cientos de refugiados intentan escapar del punto de retención de Roezske. Quienes lo consiguen comparten huída sin conocer ni siquiera sus nombres. “Soy Bilal”, se presenta un joven en un grupo que deambula por un camino secundario buscando la dirección hacia Budapest. “Yo Abdelkarim, de Alepo”, dice otro. “Yo Mohamed, de Kabul, Afganistán”. Y es probable que permanezcan unidos durante unos días, o durante un mes, o quizá para siempre a través de la amistad. Lo que es seguro es que no olvidarán ese día en que consiguieron burlar juntos la vigilancia policial en Hungría y librarse así del riesgo de ser retenidos en un campo durante semanas o meses.

“Mira, le podré contar a mis hijos algún día que la primera vez que hablé con un afgano fue en medio de no sé dónde en Hungría escapando”, exclama Bilal. “Y les diré que sobreviví a la experiencia. Me refiero a la experiencia no del viaje, sino la de estar con un afgano”, añade bromeando mientras abraza por el hombro a Mohamed. Todos estallan en carcajadas mientras aligeran la marcha siguiendo las vías del tren que les indican el camino hasta Budapest.