“El primero que te despierta es un policía dando con una porra y diciendo que van a derribar tu casa. Un cordón policial, un equipo de antidisturbios... los niños no solo no pueden ir al colegio sino que deben contemplar horrorizados cómo destruyen sus hogares”, asegura Miguel Ángel Vázquez, voluntario en el poblado de El Gallinero. La cruel escena no corresponde a ningún país remoto sino a los límites municipales de Madrid. Allí habitan aproximadamente 350 personas de origen rumano, de las que más de 100 son menores. Decenas de familias condenadas a vivir inmersas en la incertidumbre y la exclusión social.
Una fuente y un transformador alimentan de agua y luz a todo el poblado. La chapa y la tela sustituyen al hormigón y los ladrillos en las construcciones. Pese a todo, voluntarios y habitantes se esfuerzan por crear una atmósfera lo más apacible posible, especialmente de cara a los niños. Unas porterías de fútbol y una parada para el autobús escolar sirven para cubrir algunas de sus necesidades básicas: el ocio y la escuela. Mientras, los adultos se retiran a sus hogares a charlar, hacer la comida o tomar unas cervezas.
Paco Pacheco es otro de los voluntarios que trabajan por sacar a esas familias adelante. En tono reflexivo asegura: “Yo antes era jefe de obra, ahora llevo tres años en paro, pero sólo hace falta ver a esta gente para saber realmente lo que es sufrir”. La conversación pronto se ve truncada por una niña que se dirige corriendo hacia el voluntario, junto a otros chabolistas que le comentan diversas necesidades del poblado. Dos años como voluntario dan para conocer a casi todos. “Tras cada uno de esos rostros se esconden historias increíbles. La mayoría ha acabado aquí debido a la escasez de empleo. De hecho, solo dos trabajan: el conductor del autobús escolar y un empleado de seguridad”, añade Paco.
El Gallinero supone la última parada de un camino en el que familiares y amigos quedan atrás. Ese es el caso de Stefan, rumano de 60 años y uno de los primeros en llegar al asentamiento: “Llevo doce años en España, de los cuales siete los he pasado en este poblado. Allí en Rumanía he dejado a seis de mis nueve hijos. Los otros tres viven aquí conmigo”. Stefan es de los pocos que aceptan hablar con un medio de comunicación. Otros habitantes del asentamiento se quejan a Paco de la presencia de un periodista. “Muchos viven de las limosnas y de lo que encuentran por la calle, por eso no les gusta aparecer en la prensa”, justifica el voluntario.
Condenados al olvido social e institucional
Condenados al olvido social e institucionalDesde su creación en 1998, el Instituto de Realojamiento e Integración Social (IRIS), dependiente de la Comunidad de Madrid, ha realojado a unas 1.300 personas con dificultades en viviendas de mejor calidad. Sin embargo, los recortes presupuestarios han relegado a los chabolistas a un segundo (o tercer) plano. La disminución de la plantilla en el IRIS, así como la privatización de algunos servicios sociales, ha hecho que la calidad en la asistencia se vea mermada.
“Resulta paradójico que, mientras se realizan privatizaciones, sea un policía y una excavadora del Ayuntamiento los que se encarguen de derribar tu hogar”, lamenta Miguel Ángel Álvarez. En este sentido, los voluntarios prestan asesoramiento jurídico a los chabolistas afectados. Patricia Fernández es una de las abogadas de las familias. Argumenta que “los derribamientos se hacen de manera forzada, sin negociación ni tiempo suficiente. Las reclamaciones de los propietarios son legítimas, pero no se pueden subordinar los derechos humanos a los intereses urbanísticos”.
Los voluntarios también arremeten contra el IRIS, el cual, según Paco Pacheco, “brilla por su ausencia”. “Tienen un presupuesto millonario y no hacen prácticamente nada. Nosotros estamos aquí todos los días sin disfrutar de subvención alguna”. En concreto, según el Convenio firmado por el Ayuntamiento y el instituto en diciembre de 2012, dicho presupuesto es de 1.388.430 euros. “Nos encontramos con una situación discriminatoria ya que El Gallinero es el único poblado donde no hay una planificación de realojo ni integración”, añade Fernández.
La abogada también se muestra muy crítica con la institución local: “No son los juzgados los que dictan las órdenes de desalojo, estos sólo autorizan. Es el Ayuntamiento quien decide el cuándo y el cómo”. Unos derribos que además suelen superar los autorizados en un principio, tal y como denuncian fuentes del campamento.
¿Cuál es la alternativa que ofrece el Ayuntamiento de Ana Botella? Paco Pacheco señala que solo hay dos: la exclusión y la expulsión. “El plan del Ayuntamiento no pasa por el realojo. Ellos no buscan la integración social sino la inserción en campamentos en los que sólo pueden estar seis meses. La otra vía es la vuelta voluntaria al país de origen”, añade. Una ceguera social que Pacheco atribuye a todos los representantes políticos: “No existe ningún tipo de voluntad para solucionar la situación por parte de los partidos. Algunos han venido solo a echarse la foto. Solo les preocupa la imagen”.
La autoconstrucción como alternativa
La autoconstrucción como alternativaLos voluntarios han presentado un plan alternativo que consiste en la autoconstrucción y autogestión de las viviendas. Para ello sería necesario la cesión de suelo público por parte del Ayuntamiento de Madrid. “La experiencia en otros países demuestra que la autogestión es posible. Hemos remitido nuestro plan a la defensora del Pueblo y a la Consejería, siendo bien recibido, pero el Ayuntamiento hace oídos sordos”, indica Patricia Fernández.
En abril Javier Baeza, párroco de San Carlos Borromeo, remitió en representación de los voluntarios un documento a la defensora del Pueblo, Soledad Becerril, en el que demandaba una mayor protección del poblado chabolista. En su respuesta, Becerril invitó al Ayuntamiento a “fomentar e impulsar la participación ciudadana”, haciendo referencia al plan de autoconstrucción propulsado por los voluntarios. Además, la defensora aseguró que “el Ayuntamiento podría suspender las demoliciones en El Gallinero sin infringir la ley, ya que esta misma contiene los dispositivos que dan flexibilidad a las normas”.
Las peticiones de los voluntarios del poblado dicen ampararse en la legislación internacional en materia de derechos humanos y en las demandas de organizaciones como Amnistía Internacional, Cruz Roja o Unicef. ¿El objetivo? Reducir la distancia social que separa a los “excluidos” del resto de la sociedad madrileña. Aunque aún sean realidades separadas por un abismo, nadie puede negar que el submundo de El Gallinero se encuentra a tan solo doce kilómetros de Sol.
“Luces de El Gallinero”, un reportaje de Miguel Ángel Vázquez.