Cada vez que escuchaba fuegos artificiales, Bella percibía el miedo en las caras de su madre y sus hermanas. No entendía que no les gustasen, les decía, como tampoco comprendía su prohibición en Nagorno Karabaj.
Hace unos días, sentada en el sofá de una casa amueblada pero desangelada en Ereván (Armenia), Bella luchaba por dejar de escuchar estruendos en su cabeza. Con los ruidos de las bombas aún impresos en su mente, después de los dos días que pasó en Nagorno Karabaj durante la última guerra, se acercó a su madre. “Ahora entiendo por qué no os gustaban los fuegos artificiales”, le dijo semanas después de tener que abandonar su hogar tras un nuevo estallido de las tensiones en su región, frenado este martes tras un acuerdo de paz que no ha devuelto la calma a los desplazados.
Era su primera guerra, pero para su familia era la tercera escalada de un conflicto que acumula más de 30 años de historia. El que enfrenta a Armenia y Azerbaiyán por el control de Nagorno Karabaj, una región montañosa ubicada dentro de las fronteras azeríes pero poblada y controlada hasta ahora por ciudadanos de etnia armenia. El 27 de septiembre, los combates en el enclave estallaron con una clara ventaja militar de Azerbaiyán, que buscaba recuperar los territorios perdidos en 1994, cuando las fuerzas armenias se hicieron con la zona y con varios territorios azeríes colindantes.
El primer día de la nueva escalada de un conflicto histórico
Aquel domingo, Bella, de 23 años, y su hermana Gohar, de 32, aún dormían en su ciudad, Stepanakert, cuando el sonido de la primera explosión irrumpió entre las paredes de su casa. No fue tan fuerte como para levantarlas, dice, pero sí lo fueron los gritos de su padre: “¡Rápido, rápido! ¡Vamos a abajo!”. El sueño no le permitía entender lo que ocurría: “No había visto una guerra en la vida, no me imaginaba lo que podía ser”.
Solo atinó a coger un jersey y su móvil, “por si abajo llegaba conexión a Internet, entender lo que estaba pasando”. Cuando dice “abajo”, se refiere al semisótano sobre el que suelen estar construidas la mayoría de viviendas en Nagorno Karabaj, cuyos habitantes han crecido con la tensión de la inminencia del conflicto con sus vecinos azeríes. El de la familia de Bella es un cuarto pequeño pero bien equipado, con frigorífico, agua y gas; y protegido por una pared espesa prevista para “estas situaciones”. Prevista para la guerra. Recuerda la hora exacta. Eran las 7:36.
Cuando la caída de misiles dio un poco de tregua, llegaron sus vecinos, con sus niños, para refugiarse con ellos. “Vinieron temblando, con mucho miedo”, describe la joven armenia, licenciada en Comunicación. Cuando los bombardeos empezaron de nuevo, Bella recuerda a un niño agarrado con fuerza a sus familiares. “¿No vamos al cole mañana, no?”, preguntó aterrado ante la posibilidad de tener que salir de casa. Horas después, apretó de nuevo la mano a su madre: “Mamá, yo quiero que pare e ir al cole mañana”.
Una guerra diferente
Aquella primera noche, el ritmo de los bombardeos disminuyó. Algunos pensaban que esto sería todo, una escaramuza más de tantas ocurridas durante las últimas décadas. Otros confiaban en que se no se alargaría demasiado, como la guerra de los cuatro días que tuvo lugar en 2016. Pero esta contienda era diferente. “Si las bombas no viniesen del cielo, nosotros ganaríamos. Nuestros hombres son fuertes, ganarían”, decía Susana desde el exilio días antes de alto el fuego total.
La mujer se refería a los drones facilitados por Turquía, fiel aliado de Azerbaiyán, que marcaban la diferencia con respecto a los combates del pasado. El uso de bombas de racimo por parte del bando azerí, confirmado por Amnistía Internacional y Human Rights Watch, la contratación de mercenarios sirios y las acusaciones de la población armenia ante el supuesto uso de armas químicas por parte de Azerbaiyán han marcado una estrategia militar de nueva generación que contrarrestaba con las técnicas del lado armenio, similares a las empleadas hace décadas, según varios expertos.
“En la guerra de los 90, nos defendíamos con hachas y lo que teníamos en casa. No teníamos armas profesionales, pero podíamos quedarnos y defendernos nosotros mismos si alguien nos atacaba. Ahora es otro tipo de guerra”, describe Zepyus, de 44 años, en el patio de una casa particular prestada por un conocido en la ciudad armenia de Goris, fronteriza con Nagorno Karabaj, donde ha tenido que huir junto a su familia.
Los sonidos de las bombas lanzadas por los drones azeríes se habían rebajado, pero Bella y su familia llenaron el suelo de colchones y pasaron todos juntos la primera noche de la escalada del conflicto que acabó por alargarse 44 días. “Me tumbé para intentar dormir, ya eran las cuatro de la mañana. Cuando me levanté vi que estaban los niños todos en fila durmiendo. Y me decía: ¿por qué estos niños van a dormir así en esta edad? ¿por qué tienen que pasar por esto?”.
Su obsesión era distraerles, intentar que sus pequeñas extremidades no recuperasen la rigidez y los temblores del día anterior. “Por la mañana, salí con ellos para que jugaran en el patio, mientras vigilaba para entrar corriendo si oía un ruido de bomba. Porque si empiezan a tener miedo, no te puedes ni imaginar: no es solo que estén asustados, es que los ves rígidos y temblando”, dice con sus brazos estirados y sus puños cerrados, describiendo una de las difíciles fotografías que guarda en su mente de aquellos días.
La huida que pocos pudieron evitar
Su familia y vecinos consiguieron varios coches para organizar las salidas a Armenia de los primeros civiles. Empezarían por los niños. De ese día Bella almacena otra de esas estampas que, como el sonido de los bombardeos, se le aparecen de manera constante: “Esa imagen de la despedida de mi vecino de enfrente… Cómo abrazaba a sus hijos antes de que les llevasen a Ereván. Hace una semana le enterraron, murió en el frente”, describe entre lágrimas. Sus padres, que habían perdido a su otro hijo en la guerra de los noventa, querían enterrarlo junto a él en Stepanakert. No pudieron porque el acceso al cementerio estaba cortado por los combates.
Aún son inciertas las cifras de víctimas mortales durante los 44 días de combates. El lado armenio ha elevado el número de soldados fallecidos a 2.300. Por su parte, ha contabilizado alrededor de 50 civiles muertos. Azerbaiyán, sin embargo, no ha proporcionado datos oficiales sobre sus bajas. Según el presidente ruso, Vladímir Putin, en total, más de 4.000 personas, entre civiles y militares, han perdido la vida en la contienda y más de 8.000 resultaron heridas.
La guerra ha provocado el desplazamiento del 90% de los ciudadanos de Artsaj, principalmente a Armenia, pero también a otras áreas más seguras de la zona, según las cifras del Defensor del Pueblo del enclave. Quienes salieron del país eran principalmente mujeres y niños, pues la mayoría de los hombres se quedaron en Nagorno Karabaj para combatir, apoyar al ejército o desarrollar distintas tareas comunitarias necesarias en época de guerra. Los pocos civiles que continuaron en el territorio en conflicto eran ancianos, padres y madres de soldados que se resistían a alejarse de sus hijos y decidieron quedarse en los muchos refugios repartidos por la zona o en sus propios semisótanos, como una forma de apoyo moral a esa generación de jóvenes enviada al frente, la mayoría de entre 18 y 25 años.
“Teníamos mucho miedo”
Susana es una de las mujeres que decidió retrasar el momento de abandonar Nagorno Karabaj. Quería estar cerca de su hijo y su marido, ambos movilizados. Mientras sus dos hijas emigraron a Ereván en los primeros días de la guerra, ella se quedó junto a su nieto, de 15 años, con quien iba desplazándose de pueblo en pueblo en función de los movimientos de las fuerzas azeríes. Intentaron mantener cierta normalidad, refugiándose en los búnkeres de su localidad, Zardanashen, cuando más cerca se sentían los bombardeos y durante las noches.
Durmieron seis días en uno de los refugios de su localidad: “Pero no pudimos quedarnos. Entraron los azeríes [fuerzas de tierra] y nos fuimos. Cuando dijeron que estaban en el barrio de al lado, los hombres me dijeron: 'Escapad rápido”, explica la mujer, de 53 años, ya en la capital. Decenas de mujeres y niños caminaron por los bosques hasta el pueblo más próximo: “No pudimos ni recoger nada de nuestra casa. Teníamos mucho miedo, caminábamos muy rápido”. Escasos días después, supieron de la llegada de los militares del bando contrario. Consiguieron un coche que los llevara rumbo a la capital de Artsaj, Stepanakert. Aquella noche, recuerda, los misiles lanzados por el ejército azerí impactaron en el edificio contiguo al lugar donde dormían. Los bombardeos fueron constantes. A primera hora de la mañana, se acercaron a la estación de autobuses. Dejaban Nagorno Karabaj. Se iban a Ereván (Armenia).
Ni Bella ni su hermana Gohar estaban dispuestas tampoco a marcharse. “Pero nuestro padre nos dijo desde el primer momento: 'Yo me sentiría muy tranquilo, me concentraría más, si sé que estáis seguras. Porque con cada bomba puedo pensar que esto puede ser mi casa, que mi familia está dañada”. Lo retrasaron todo lo que pudieron, pero el 29 de septiembre, tercer día de conflicto, su padre se plantó: “Cuando volvió del trabajo, oía los misiles pasando encima de él. Al llegar a casa, nos dijo: 'No quiero oír ni una palabra. Subid en el coche ya'. Sabía que si no era él quien nos llevaba, nosotras no íbamos a irnos”.
Dijo que iba a comprar el pan y volvió a la guerra
El día que Bella se vio delante de una maleta vacía antes de meterse en un coche rumbo a Armenia entre el sonido de los bombardeos, se paró unos segundos frente a su armario. A un lado, guardaba la ropa especial, su favorita, la que escogía para sentirse mejor. Al otro, se acumulaban esas prendas que, aunque no le disgustaban, tampoco le entusiasmaban. La costumbre le hizo agarrar el primer montón, pero un impulso le empujó a rectificar. Si no podía estar en casa, si no podía seguir en Artsaj, si su región estaba en guerra, no habría ocasión especial. Se la pondría, pensó, cuando volviese a casa.
Más de un mes después de su salida de Stepanakert, la pequeña bolsa gris en la que guardó la ropa aún sigue llena y cerrada junto a la puerta de su habitación. Como si estuviera preparada para salir corriendo de nuevo, pero para volver a casa. “No me atrevo a deshacer la maleta, casi ni la miro: no quiero sentir que me he ido para siempre”. No es capaz de colocar la ropa en el armario. Saca y mete las prendas cada día. Esa situación, decía, tenía que ser temporal. Cualquier signo de permanencia le agobia.
El impulso de volver a casa pudo con su hermana mayor. Cuando su padre se despidió de ellas antes de regresar a Stepanackert, Gohar se negó a quedarse lejos de casa, lejos de él.
— Me voy contigo.
— De ninguna manera, vosotras os quedáis. No te voy a llevar.
— Encontraré un coche.
Al día siguiente, Gohar le dijo a su madre que iba a por pan. Preguntó en casa si necesitaban que comprase algo más y apuntó en un papel una lista de productos que sabía que nunca traería de vuelta. Pasadas un par de horas, su hermana Bella recibió un mensaje.
—Bella, dile a mamá que yo estoy de camino a Stepanackert.
Su hermana empezó a llorar con el móvil en sus manos: “No podía parar... Pero me vino la fuerza de parar para decirle a mi madre lo que pasaba, para que no pensase que le había pasado algo a mi padre”. Por la tarde, Gohar ya estaba de vuelta en Nagorno Karabaj. Entró de nuevo en el semisótano, volvió a dormir entre el sonido de los bombardeos. “Me sentía culpable, por mi madre, pero la llamada de la patria era más fuerte”, dice la mujer, que trabajaba en el departamento de recursos humanos del Parlamento de Artsaj.
El sentimiento de culpabilidad por estar lejos de casa en plena contienda fue también lo que empujó a Gohar a huir de una zona en paz para volver a la guerra. “Cada vez que escucho que los soldados están sacrificándose me siento mal por no estar allí. Ellos están luchando por mí, para todos, para la patria, y yo no estoy: me siento como una traidora”, describía Gohar días antes de la firma del acuerdo de paz. Ese sentimiento de “traición” ha acompañado a decenas de desplazados del conflicto durante mes y medio de combates.
Cuando Gohar llegó a su casa en Stepanakert, ya afectada por la caída de misiles en las viviendas cercanas, se chocó con la cólera de su padre. Su presencia, decía, le ponía “en peligro”. “Si sé que estás en casa voy a estar preocupado. Si hay bombardeo, acabaría saliendo del refugio para ir a casa contigo y, en ese camino, puede pasarme algo”. Al día siguiente, Gohar se subió en un coche de vuelta a Ereván.
Aunque Armenia también es su país, Bella y Gohar solo se refieren a Artsaj como su “patria”. “Armenia es la tierra de los armenios, pero yo solo tengo una patria: Artsaj. Allí está mi hogar, allí está mi familia y mi gobierno...”, detalla Bella. En 1991, la región declaró su independencia y desde entonces tiene un Ejecutivo autónomo, apoyado por Armenia, y autodenominada República de Artsaj. Desde lo que sienten como un exilio, las hermanas han pasado los 44 días de ofensiva aferradas a la esperanza de una improbable victoria. La otra opción, la derrota y pérdida de territorios podría significar la imposibilidad del regreso. La probabilidad de que no hubiese un lugar al que volver.
Una nueva huida tras el alto el fuego
El alto el fuego acordado este martes entre Armenia y Azerbaiyán, a través de la mediación rusa, avivó todos esos miedos. El pacto llegó después de la toma de Sushi -Susha para los azeríes-, la segunda ciudad de Nagorno Karabaj, y con alto valor simbólico por ser el escenario de una de las batallas claves que proporcionó la victoria al bando armenio en la guerra de los años 90.
El avance del ejército azerí y la intensidad de los bombardeos durante los últimos días de ofensiva empujó al primer ministro, Nikol Pashinián, a aceptar una declaración de paz que describió como “muy dolorosa”. En los últimos días, han salido a la luz las imágenes de cientos de cuerpos sin vida en las cunetas de Sushi, grabadas por los pacificadores rusos que ya están en Nagorno Karabaj para comenzar la aplicación del calendario de retirada militar marcado por el acuerdo de paz.
El pacto incluye importantes pérdidas de territorio para Armenia, en el distrito de Agdam, la región de Kalbajar, y la región de Lachín, donde se encuentra la principal carretera que une Armenia con la región.
La declaración establece la definición de un plan de construcción de una nueva ruta a través del corredor de Lachín que garantice la comunicación entre Stepanakert y Armenia, controlado por Rusia. Según el acuerdo, los desplazados internos y los refugiados podrán regresar a Nagorno Karabaj y las regiones aledañas bajo control del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur). No obstante, el cambio de manos de estos territorios ya está generando el efecto contrario: miles de armenios han abandonado sus hogares en aquellas zonas tomadas por el ejército azerí.
Bella y Gohar aún no saben responder a la pregunta de si volverán. Su ciudad permanecerá en manos armenias, pero la confusión que aún rodea a la aplicación del alto el fuego les hace esperar. “Lo más probable es que volvamos... Mi padre definitivamente se quedará allí. Nosotras queremos volver”, responde desde esa casa amueblada pero desangelada, que se niegan a convertir en su nuevo hogar. Su bolsa gris aún permanece llena a la entrada de su habitación. Preparada para emprender el camino de regreso a un lugar que ya no será igual al que abandonó a regañadientes el pasado 29 de septiembre.