La primera cámara que se compró Belal Darder era pequeña y valía 300 euros. No era un gran equipo profesional ni este joven egipcio tenía apenas nociones de fotografía, pero necesitaba documentar los problemas de su país. Acababa de estallar la revolución egipcia de 2011, en plena Primavera Árabe, cuando empezó a percibir una “brecha” entre lo que veía en la calle y aquello que leía en los medios de comunicación egipcios.
Quería verlo con sus ojos, contarlo y mostrarlo. Sabía que enseñar una versión diferente a la oficial sería arriesgado, pero nunca se le pasó por la cabeza que acabaría contando su propia historia, y la de otras 12 personas, desde otro lugar. Ahora, como refugiado en España.
El fotoperiodista egipcio, que huyó de su país en 2016 tras haber sido condenado a 15 años de cárcel después de que sus imágenes apareciesen en prestigiosas agencias internacionales, ha presentado este lunes la exposición fotográfica y sonora 'Autorretrato del Refugio' en CaixaForum Madrid, apoyada por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR).
Su finalidad recuerda al objetivo por el que se compró en Egipto aquella primera cámara de 300 euros: romper con un discurso dominante que, a su juicio, no refleja la realidad de quienes abandonan sus países de manera forzosa. Acabar con esa idea de “refugiados” como historia única. Por eso eligió el retrato: quiere que el público mire a los ojos a las personas fotografías y escuche sus historias de su propia voz, con sus infinitos matices.
Su trabajo
El primer rostro del recorrido es el suyo. Con 19 años, Darder creó un blog en el que narraba las protestas en el país y la complicada situación de las calles de El Cairo. Su blog empezó a viralizarse y la calidad de sus fotografías iba en aumento: “Amigos míos fotógrafos me decían: son muy buenas, ¿por qué no intentas venderlas a agencias internacionales?”, recuerda el egipcio. “Nunca di clases, ni un curso. Absolutamente nada. De tanto correr en las manifestaciones, imagino que cogí la técnica”, cuenta con humildad. Agencias internacionales como Associated Press, Anadolu Agency y Middle East Eye se interesaron por sus imágenes. Sentado frente a su exposición, el periodista gráfico busca en su móvil una de ellas. Varios jóvenes empuñan las banderas egipcias en una de las protestas contra el golpe de Estado perpetrado por Abdel Fatah El-Sisi tras la caída de Hosni Mubarak: “Esta fue la portada de The Times”.
Cuando habla de aquella época, abre sus ojos tras las gafas, para describir por qué la fotografía es su pasión. “Me encantaba hacer lo que hacía. Recorrer las calles, que la gente me contase sus historias, ese contacto de la cámara con mi nariz...”. Darder sabía que su trabajo era peligroso. “El Gobierno egipcio sistemáticamente pone en el objetivo a cualquier persona que cuenta una versión diferente a la suya. Sea la profesión que sea: fotógrafo, caricaturista, artista... Yo era consciente, pero ello no acababa con mi impulso de necesidad de contar todo lo que pasaba. Como periodistas, sabemos que no es fácil frenarnos. Pero no llegaba a atreverme a pensar que el precio fuera tan tan alto como lo fue...”.
La huida
El aviso le llegó por casualidad, gracias a un amigo abogado. “Me llamó y me dijo: 'Hay un caso contra ti y te han condenado a 10 años de cárcel'. No había sido juzgado, pero así funcionaba el sistema en Egipto”, recuerda Darder. “Por mi trabajo, sabía cómo eran las cárceles egipcias. Es una experiencia traumática. Hay gente que pasa allí un par de años y sale sin ganas de nada, tienen tanto miedo a volver que garantizan tu silencio”. Darder escapó: “No quería pasar por ello. No quería estar en la cárcel. No había hecho nada malo. Había hecho fotos. Si saco imágenes negativas del país, no es mi culpa. Es culpa de quien gobierna”.
La burocracia egipcia es muy lenta, cuenta. Solía quejarse por ello, pero esta vez se benefició de los habituales retrasos administrativos: “Hasta que diesen la orden de detención, aún tenía un poco de tiempo para irme del país”. El fotoperiodista tardó dos días en desaparecer. Compró un billete a Malasia, donde vivía un amigo. Desde ahí, buscaría un programa internacional de refugiados para asentarse en algún lugar seguro. Gracias a Amnistía Internacional, pudo viajar a España y pedir asilo en el país.
A pesar de las muchas pruebas presentadas, su petición de protección internacional tardó dos años y medio en responderse, cuando el máximo legal es de seis meses. En la presentación de la exposición, el egipcio lanzó un mensaje al secretario de Estado de Migraciones, Jesús Pereira, presente en la sala: “Se tarda mucho en contestar y eso genera una gran incertidumbre...”. Pereira reconoció las grandes demoras en la resolución de las solicitudes: “Me consta que el Ministerio competente de ello, el de Interior, está trabajando en ello”.
La saharaui Nana Salem
La fotografía de Nana Salem es la última de la exposición. Es una de las pocas personas retratadas que sonríe, aunque reconoce que no suele sentirse cómoda contando su historia a los periodistas. Con Darder, dice, es diferente. “Es una persona que sabes que entiende perfectamente cada palabra de lo que dices, porque aunque nuestras historias sean distintas, hemos vivido dificultades parecidas. Me ha transmitido esa tranquilidad”, dice sobre la importancia de que las personas refugiadas o migrantes cuenten sus propias historias sin intermediarios.
“No me gusta contar mi historia por ahí, no porque no esté orgullosa de ella, sino porque es algo tan injusto... Los refugiados no necesitamos que se nos escuche y ya está. Sino que pido que, después de que escuchen mi historia, reflexionen. Estamos en el siglo XXI y parece mentira que siga pasando esto, que cada día haya más refugiados”, dice la mujer, refugiada saharaui. “Que miles de personas del Sáhara Occidental vivan en un campo de refugiados cuando tenemos un país suficientemente sostenible a nivel económico, con grandes recursos que explotan otras personas, y nosotros subsistiendo con ayuda humanitaria...”.
“Yo no quiero estar aquí, no quiero ser refugiada. Alguna vez me han dicho 'vete a tu país'. Cuando ningún sitio al que voy lo siento como mi país, porque mi país está colonizado”, dice vestida con la melfa tradicional del Sáhara Occidental y una bufanda ilustrada con la bandera de su país, ocupado por Marruecos desde hace más de 40 años. La joven creció en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia), vive en España desde los 17 años y en la actualidad trabaja en el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Del bulling a los movimientos sociales
Rabbi Alam optó por quitarse las gafas para su retrato. Tiene 21 años y viste jersey de cuello alto y gabardina azul marino. Nació en Bangladesh, pero su identidad bebe tanto de la tradición bangladesí transmitida por su familia como de los 16 años vividos en España. Llegó a Madrid con nueve años por reagrupación familiar.
Su padre, cuenta, migró al país de forma irregular. “Mi padre llegó en 2001, su generación es la que comenzó a la venta ambulante. La de 'cerveza a un euro, cerveza a un euro'. Pues eso lo empezó mi padre y sus amigos”, dice con una sonrisa de medio lado. “Llegan sin documentos ni oportunidades y comienzan a buscarse la vida”, cuenta Alam. Su infancia no fue fácil. De niño, con tan solo 10 años, tuvo que vender cerveza para apoyar el negocio familiar, hasta que fue apoyado por la ONG Save The Children. La palabra destacada junto a su retrato es 'bullying', pero a su vez el acoso escolar sufrido le empujó a utilizar su tiempo libre para conectar con los movimientos sociales en defensa de los refugiados cuando aún era un adolescente.
El fotoperiodista y autor de la exposición los saluda con cariño y observa con orgullo su creación. Reconoce que su proceso migratorio, aunque ha “tenido suerte”, ha vivido momentos muy complicados, en los que prefiere no ahondar. Habla del profundo sentimiento de soledad. Menciona el día en que vivió la muerte de su madre a más de 3.000 kilómetros de distancia, y hace un breve silencio.
No puede volver a su país. No ha podido ver a su familia en los últimos cuatro años. Ahora ya no vive del fotoperiodismo, pero tampoco se lamenta por ello. “Hay que lidiar con las consecuencias de este tipo de experiencias. Al llegar, no podía trabajar (los solicitantes de asilo no pueden trabajar hasta pasados seis meses del registro de su solicitud), no tenía contactos... El mercado está saturado de fotoperiodistas que son muy buenos. Había que cambiar un poco. Me gusta comer, este vicio que no puedo dejar, entonces tuve que encontrar otro trabajo”, bromea. Los tres idiomas que maneja le permitieron encontrar empleo en una asesoría de Madrid.
Siempre que puede, sale a la calle y observa escenas cotidianas. Va a manifestaciones y busca las mejores perspectivas. No dejará, dice, de coger su cámara, posar su nariz sobre ella, y retratar la realidad como él se la encuentra.