Hace ya casi dos décadas –19 años exactamente– de aquel macabro episodio protagonizado por el ministro del Interior, Mayor Oreja, y el presidente del Gobierno, Aznar. El primero ordenó drogar con haloperidol a 103 migrantes que fueron deportados en cinco aviones militares desde Melilla a Mali, Camerún, Senegal y Guinea Bissau, los cuatro países que aceptaron la mordida del gobierno español. El escándalo provocó aquella lapidaria frase de Aznar: “Teníamos un problema y lo hemos solucionado”.
Si hace dos décadas hubiéramos caricaturizado la política de deportaciones del gobierno español, es muy probable que nos hubiéramos quedado cortas. ¿Nos habríamos imaginado que ese escandaloso vuelo organizado por Mayor Oreja y Aznar se repite (cada año) alrededor de 150 veces? ¿Que cada tres días despega desde territorio español un vuelo de deportación? ¿Se nos habría ocurrido que esos vuelos tienen un médico empotrado en el operativo policial que puede autorizar el uso de sedantes? ¿Habríamos imaginado –allá por 1996– la existencia de cacerías policiales de inmigrantes por nacionalidad en cada ciudad de España, cuyo objetivo es llenar aviones con mercancía humana? ¿Nos habríamos creído que, en 2007, el ministro Rubalcaba iba a aprobar un Protocolo para las deportaciones que, ante la ingente batería de recursos represivos autorizados, recuerda a los escoltas que no deben atentar contra las constantes vitales de los deportados?
En definitiva, ¿se nos habría ocurrido dibujar en una viñeta a dos escoltas amordazando a un inmigrante hasta la asfixia? ¿Y a un juez condenándoles a 600 euros de multa por la responsabilidad en esa muerte?
Hace ya casi una década que el gobierno de Zapatero respondió a la llamada “crisis de los cayucos” con el Plan África (en aquel año, 2006, unas 31.000 personas llegaron a las costas canarias de forma clandestina). El tono humanitarista con que fue presentado –se trataba de evitar que los y las inmigrantes, pobrecitas, tuvieran que salir de sus lugares de origen– contrastaba con el verdadero contenido del Plan: reforzar el despliegue policíaco-militar en la llamada frontera sur; garantizar la colaboración de los países del África Subsahariana en el control migratorio a cambio de un puñado de euros; y, quizás lo más importante, agitar el peligro de invasión migrante para justificar el desembarco en África de empresarios, militares y diplomáticos cuya misión era –y sigue siendo– salvaguardar el flujo ininterrumpido de energía (gas y petróleo) hacia España, los intereses de las empresas de hidrocarburos y el expolio pesquero de buena parte de la costa africana.
Ante la alarma de los dirigentes políticos anunciando con angustia la avalancha inexorable de decenas de millones de africanos y africanas, quizás algún humorista gráfico –allá por el año 2006– trató de exagerar la violencia ejercida por la UE y el Estado español en la frontera sur. Sí, quizás a ese dibujante se le pudo ocurrir una viñeta de guardias civiles disparando balas de goma contra cuerpos de migrantes que, nadando, trataban de alcanzar la playa; o puede que el dibujo fuera otro: aquel que representaba a los aviones europeos bombardeando las embarcaciones de la inmigración clandestina.
Nadie dibujó, en realidad, esas dos viñetas.
Y es que, como ya anunciaba Günter Anders a mediados del siglo XX, nuestra imaginación se ha quedado pequeña, atrofiada, obsoleta, frente a nuestra capacidad real de cometer atrocidades.