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Guerra, miedo, hambre: la pesadilla de Sudán del Sur

A veces Luka se despierta chillando. Los disparos retumban una madrugada más, y aparecen los gritos, las carreras, los cuerpos sin vida esparcidos por su alrededor. El horror habitual. A veces, Luka, de unos 15 años, vuelve a correr sin descanso, a esconderse solo en el campo y a esperar hasta sentirse seguro, sin moverse demasiado, aterrado. Se repite la pesadilla que se resiste a desaparecer. Abre los ojos, pero el miedo no acaba.

Teme volver a vivir lo que ya ha sufrido, la historia que relata cada uno de los desplazados internos que siguen llegando a su comunidad por la misma razón que le obligó a huir hace varios años: el miedo. Luka vive en Sudán del Sur, país inmerso en una guerra civil desde diciembre de 2013. Los ataques entre las fuerzas del Ejecutivo y de la oposición se han acentuado en los últimos días. “Las inmensas consecuencias humanitarias” como los ataques a civiles, la inseguridad alimentaria o la escandalosa subida de los precios, “han hecho que 650.000 civiles hayan quedado privados de una ayuda vital”, ha alertado este lunes el coordinador humanitario de la ONU en Sudán del Sur. Las últimas ofensivas gubernamentales sobre los rebeldes del norte del país han dejado bloqueadas a cientos de miles de personas sin acceso a la ayuda humanitaria.

Los relatores de la ONU informan de que en los últimos tres días, las regiones norteñas de Leer y Malakal han vivido “violaciones del derecho internacional”, con agresiones sexuales y muertes de civiles, que afectan también a niños. Unicef apuntó ayer que los testimonios que llegan de la región conforman una “fotografía terrorífica”: al menos 26 niños han sido asesinados en las últimas dos semanas, algunos de solo 7 años. Oxfam Intermón se ha visto obligada a retirar a su personal en Malakal y Nyal, “lo que significa que miles de civiles no podrán acceder a la necesaria asistencia”.

El nuevo conflicto interno estalló de las rivalidades políticas entre el presidente y el exvicepresidente del Gobierno. El primero, de etnia dinka; el segundo, nuer; los dos clanes mayoritarios con tensiones históricas. 

Luka es dinka y tiene terror a los nuer. Desconoce que, muy cerca de aquí, a unos 50 kilómetros, otros niños se escabullen con pavor de las personas de su etnia, ya sea del Ejército, ya sea de grupos aislados. Pero este joven de voz infantil, que calcula tener 15 años sin poder responder con certeza, no olvida la noche que arraigó sus miedos. Eran las tres de la madrugada de hace aproximadamente dos años. Con cerca de 13, trabajaba fuera de casa como cuidador de las vacas de su familia sin compañía de un adulto, una tarea que obliga a la pernoctación en campos de ganado. Los disparos le despertaron, los de verdad.

Escucharlos es habitual en zonas rurales de Sudán del Sur. Los enfrentamientos entre ganaderos o los robos de vacas, el tesoro más preciado en el país, se desatan cada semana, cada día. Los bastones de pastoreo han sido sustituidos por kalashnicov para, en gran medida, defender a este animal venerado, que no se plantean matar, que no quieren comer; solo ordeñar, pasear con orgullo e intercambiar por otros bienes. Es otra moneda del país, es un símbolo de prestigio. 

Casualidad o no, la pertenencia de los líderes de la guerra civil –el presidente y el exvicepresidente– a dos clanes con grandes tensiones históricas ha potenciado aún más las matanzas entre unos y otros grupos, esas que nunca habían llegado a desaparecer durante la corta época de paz del país más joven del mundo. 

“Venían a matar a la gente y a robar el ganado. Todo el mundo corría... Mucha gente murió”, explica el chico mientras su madre, cuya frente marcada con rayas horizontales desvela su etnia, lo mira con orgullo. Huyó. “Corrí, corrí y me escondí en el campo”. Pasó esa noche y la siguiente agazapado entre los pastos. “No me atrevía a salir. Después de dos días escuché unas voces. Yo seguí sin moverme, por si acaso. Podían ser los nuer”. Afinó un poco el oído, quería comprobar la lengua de quienes conversaban: hablaban dinka, como él. Estaba a salvo. Salió de su escondite, sus padres le estaban buscando.

–¿Estabas asustado?

Luka tarda en responder unos segundos y mira con media sonrisa a quien pregunta, como si su orgullo se esfumase por responder aquello que se dispone a decir.

–Sí– dice casi susurrando.

Su mirada, antes de descender con prisas, deja aflorar esa parte de niñez que parecía borrada. La misma que se le escapa cuando se le pregunta por el colegio. “Si mis padres me lo pagasen, me gustaría ir”, dice con la tranquila resignación del que sabe que no podrá ser. Pero su familia debe repartir los recursos y “ser productivos”. A él no le tocará estudiar; es el elegido para cultivar y pastorear, a la escuela irán algunos de sus otros hermanos. 

Han pasado años, pero su miedo persiste. “Aquí no me siento seguro. Creo que pueden venir todavía... Estamos dentro de la misma zona donde me atacaron”. Su madre había huido de su condado, Pagor, en 2009 con dirección a Paduen, donde ahora reside. Como Luka ya trabajaba fuera de casa, no sufrió la emboscada que les obligó en aquel momento a escapar hacia esta zona. Su madre recuerda el episodio por el que decidió huir de su ciudad, parecido al que uno de sus diez hijos acabó viviendo unos años después. La historia de siempre: fuego, disparos, muertos y gritos. Mucho miedo.

“Me dieron lo poco que tenían para ayudarme”

Aunque durante la segunda guerra civil de Sudán (1983-2005), que derivó en la independencia del sur, los diferentes grupos étnicos combatían con un objetivo común (la formación de un nuevo estado) y contra un mismo enemigo (el norte), las luchas internas ya existían. La tensión no resuelta entre las distintas etnias, los conflictos surgidos con el ganado, unidos a la proliferación de armas tras dos décadas de conflicto construyen el origen de una guerra civil que ha desplazado a cerca de 1,5 millones personas en el interior del país.

Pero Sudán del Sur es mucho más que odio. Nyantuc Kuong es nuer y vive acogida entre dinkas, etnia del grupo que le empujó a escapar hace apenas dos meses. Vivía en Unity, uno de los estados más afectados por el conflicto interno. Aunque en esta zona de mayoría nuer se han intensificado los ataques de las fuerzas gubernamentales contra los rebeldes, su reciente huida estuvo marcada por los “ladrones de ganado”.

“Llegaron a las dos de la mañana y prendieron fuego a la ciudad”. El caos producido tras el ataque dispersó a su familia. Corrió sin dirección fija junto a sus diez hijos. Algunos de sus familiares se perdieron, pero debía continuar. A día de hoy desconoce el paradero de los parientes que ya no estaban cuando miró hacia atrás. “Ellos tampoco sabrán que estoy viva. Quizá piensen que estoy muerta”. No abandona su mirada serena, sus ojos permanencen en el mismo punto fijo, su cabeza se mantiene bien alta.

Caminaron por el bosque en busca de refugio durante tres días eternos.

“Vinimos en condiciones horribles. La ropa que llevábamos puesta estaba destrozada por las ramas. Dormimos al aire libre, tirados en el suelo, sin absolutamente nada con lo que cubrirnos. Fue un viaje miserable”, describe Nyantuc, mientras un grupo de sus nuevos vecinos escucha sus palabras. “Antes tenía objetos personales, tenía un colchón, tenía cazuelas para cocinar, tenía cultivos. Cuando esta gente llegó, confiscaron todo”.

Llegó sin casi nada. Solo con la cabeza bien alta, la mirada serena, sus ojos fijados en el mismo punto. Y diez hijos a los que alimentar. Cada mañana trabaja durante horas la tierra, sus fuertes brazos, muy fibrosos pero tremendamente delgados, lo demuestran. Dos meses después de su llegada, tiene poco más. Recoge con delicadeza, la comida que hervirá en una olla prestada: unas cuantas hierbas y vegetales silvestres. Vuelve a casa para cocinarlas. Eso será el alimento de ocho personas.

2'5 millones de personas sufren niveles de emergencia de inseguridad alimentaria en Sudán del Sur, según los datos de la Oficina de Acción Humanitaria de las Naciones Unidas (OCHA). En Oxfam Intermón temen que el aumento de los ataques y las inminentes lluvias eleven esa cifra hasta las 3,5 millones personas a finales de junio. “Mi vida dependía de la gente que vive aquí. Ellos repartieron lo poco que tenían para apoyarme”, agradece.

La acogida: “Cuando vienen, somos más pobres”

Worgok Malluac lleva años viendo a cientos de personas llegar corriendo despavoridos a su comunidad. “Corren, llegan y vuelven a irse cuando están más tranquilos”, explica bajo la sombra de un gran árbol cercano a unos pastos con cuatro plantas silvestres. “Cuando vienen muchos es complicado. Los recursos que tenemos son escasos. Hay muy poca agua y comida pero ¿qué vamos a hacer? No hay opción”, dice sonriendo. “Cuando vienen, lo compartimos. Entonces, somos más pobres, pero es la única forma”.

Su hija, después de casarse tuvo que regresar de su condado, Pagor, con su marido. De su vuelta también es responsable el miedo. 

Las escasas hierbas hervidas con un poco de sorgo que solía comer Worgok y sus hermanas se reparten ahora entre cuatro personas más. Algunos de sus nietos y vecinos cargan con un pequeño cubo de agua cada uno, es hora de ir a buscar algo de beber.

De los cerca de 200 pozos construidos con ayuda internacional, las lluvias y el movimiento de la tierra han destrozado cerca de 70, según la ONG Oxfam Intermón. La organización internacional, centrada en las tareas de agua y saneamiento en diferentes asentamientos de desplazados internos del país, se ha comprometido a reparar 37 pozos. Mientras, Worgok y su familia se ven obligados a repartirse el poco agua que consiguen. Limpia o sucia. “La gente viene y va; viene y va... Tenemos muy poco, pero esto es así, tenemos que ayudarnos”, reitera enérgica la mujer de cerca de 60 años.

Una voz de niño interrumpe a Worgok entre risas: “¡Los que se quedan en Pagor tienen que estar locos!”.

Es Luka, el joven que se despierta chillando pero que, a veces, también sueña bonito. Cuando lo hace, su mente no se traslada al estadio de su campo de fútbol favorito, no piensa en aviones, ni en piruletas. A su cabeza retornan sus atacantes. Se encuentra en su campo de ganado después de ser arrasado cuando aquellos que le arrebataron las vacas y la infancia vuelven para devolver lo robado. “Aparecen con todo mi ganado”.

A veces Luka se despierta sonriendo, pensando en la paz.

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Nota: Esta cobertura de Desalambre en Sudán del Sur se ha realizado en colaboración y por la invitación de Oxfam Intermón, con fondos del Departamento de Ayuda Humanitaria y Protección Civil la Comisión Europea (ECHO).