Hombres armados contra hombres indefensos: resumía de esta manera el reportero polaco Ryszard Kapuscinski, al explicar, en los años ochenta, el baile de siglas que se enfrentaban como ejércitos en la guerra que castigaba a Sudán desde 1953. La guerra más larga de África. Más de dos millones de muertos y más de cuatro millones de desplazados, con un corto periodo de paz entre 1972 y 1983. Un nuevo periodo de paz a partir del año 2005. La independencia, por fin, de Sudán del Sur, que nació como un nuevo Estado en 2011 después de un referéndum de autodeterminación. Y ahora, una vez más: guerra. Ciudades destruidas. Miles de muertos. Campos de desplazados. Refugiados. Enfermedades. El mismo baile de etnias, facciones militares, ejércitos y guerrillas: hombres armados contra hombres indefensos.
Pero esta vez, a la secular tensión entre grupos y etnias compitiendo por el acceso a los pastos y al agua en un territorio marcado por la climatología, hay que añadir la violencia generada por el petróleo. Como si se tratara de una maldición, lo que debería ser fuente de riqueza y progreso suele llegar, especialmente en África, a caballo de la destrucción que orquestan los intereses extranjeros, las compañías transnacionales y la corrupción.
“Se trata de uno de aquellos conflictos de los que se habla unos días, pero luego queda fuera de los focos y pronto se olvida el inmenso dolor de la gente”, dice Albert Viñas, recién llegado a Barcelona después de tres meses como coordinador general de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Malakal, capital del estado sursudanés del Alto Nilo.
Según datos de la ONU, desde que empezó esta nueva guerra a finales del mes de diciembre pasado, más de 800.000 personas se han desplazado fuera de sus hogares y cerca de 300.000 han cruzado las fronteras para refugiarse lejos del conflicto.
Un primer equipo de emergencias de MSF llegó a la ciudad de Malakal el mismo diciembre, pero el 18 de febrero un ataque devastador los obligó a refugiarse junto con la población en el campamento de Naciones Unidas, a unos 7 kilómetros. También tuvieron que abandonar el hospital y evacuar a todos los heridos, antes de que los atacantes lo saquearan completamente.
Albert Viñas llegó en un segundo equipo para sustituir al primero e iniciar una nueva fase de la emergencia.
“Malakal –explica– se encuentra a unas dos horas de avioneta desde Juba. La ciudad, de unos 150.000 habitantes, ha quedado completamente arrasada. Mi primera visión fue la de la soledad y la destrucción. Ni una sola persona en las calles, solo los cadáveres y las bandas de perros. Nosotros vivimos ahora en el campamento de Naciones Unidas, donde se encuentran unos 20.000 desplazados. En los últimos meses, Malakal sufrió cinco ataques y contrataques. Cuando yo llegué mandaba la oposición, el Ejército Blanco. El 27 de marzo contratacó el Gobierno, y al día siguiente, después de permanecer en el búnker durante los ataques, amanecimos con un nuevo general al mando, el de las fuerzas gubernamentales”.
“Malakal es una gran capital que se encuentra en una región muy rica en petróleo. Por eso sorprende tanta pobreza. Esta última guerra yo la llamo la guerra de las sillas de plástico, porque la gente huye cargando sillas. Ahora han empezado a saquear también los techos de calamina de las casas. La ciudad está situada junto al río Nilo, muy cerca de Sudán. El calor es agobiante. De día puede llegar a los 50 grados. Y ahora empiezan las lluvias, que inundarán la región y la dejarán incomunicada. Normalmente, la población ya habría plantado y preparado la tierra, pero la guerra lo ha impedido, de manera que ahora tendremos una crisis relacionada con la ruptura de este ciclo natural de los cultivos y el alimento de los animales: será la segunda parte de una guerra terrible, que ha dejado paso a una población condenada al hambre y sin posibilidad de sobrevivir sin la ayuda alimentaria internacional”.
“Lo peor es el miedo. La gente tiene somatizado el miedo. Vive con él. A pesar del acuerdo de paz firmado el 9 de mayo entre los distintos grupos y etnias –dinka, nuer y shilluk–, el miedo sigue presente. Miedo a nuevos ataques. A la inseguridad. Al futuro. Al hambre. A las enfermedades que llegarán con las lluvias”.
“En este proyecto hemos incorporado un programa de salud mental, porque la gente necesita tratamiento y ayuda psicológica. También hemos terminado de levantar un hospital de 40 camas dentro del campamento de la ONU, y estamos atendiendo –navegando por el río y abriendo nuevos centros de salud– a las numerosas bolsas de desplazados, que suman más de 100.000 personas. Y ya tenemos preparado un hospital por si empieza una epidemia de cólera, como ya está pasando en Juba”.
“Nuestra vida en la zona es bastante complicada. Somos un equipo grande de trabajadores internacionales, entre 20 y 25, de todas las edades, algunos en su primera misión en el terreno. Vivimos en dos grandes tiendas de campaña. Ahora hemos empezado a montar camas. Comemos poco; arroz y judías casi siempre. Algunos han perdido 10 kilos de peso. Pero nuestra prioridad no somos nosotros, de manera que el ambiente es bueno; a veces parecemos un grupo hippy de los 70, agotando los pocos macarrones que quedan, compartiendo, trabajando 12 horas sin descanso... esta suele ser la vida de un trabajador de emergencias, consciente de que un retraso en ocuparse de su comodidad significa un retraso en salvar la vida de las personas verdaderamente necesitadas. Solo hay que mirar la lista de los que salvarán la vida en el hospital para saber los que morirían si tardas un día más en montarlo”.
“Después de muchas otras misiones, para mí esta cumple todo aquello que da sentido a este trabajo. Y la necesidad y oportunidad de estar allí es mayor cada día que pasa, puesto que se espera una época muy dura, con la posibilidad de una gran hambruna. No deja de atormentarme el hecho de que, después de tanta atención en todo el mundo a la creación del nuevo Estado de Sudán del Sur, exista ahora esta indiferencia, este mirar hacia otro lado”.
“Me llevo conmigo la belleza de la gente, su dignidad, su calor e inteligencia natural. Y también el sabor amargo, horrible, de saber cómo la riqueza enorme del petróleo convive con la miseria y el trauma de una sociedad sometida a la violencia y la rapiña”.