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REPORTAJE

Hambre y cárcel: la experiencia de dos profesores purgados en la Turquía de Erdogan

Nuriye Gülmen, permaneció durante 324 días sin comer.

Albert Naya

Estambul (Turquía) —

Caras pálidas y cansancio. La resistencia de los purgados por el Ejecutivo turco tras el intento de golpe de Estado sigue su curso, pero lo hará sin la herramienta más poderosa que habían tenido hasta el momento, jugar con la vida de dos personas. “El gobierno usa nuestro hambre para amenazarnos, nosotros lo usamos como arma”, afirmaba Semih Özakça un mes antes de acabar con el martirio que le ha mantenido, junto a Nuriye Gülmen, 324 días sin comer. Lo que algunos entienden como el final de un chantaje al Gobierno, otros lo consideran el acto más valiente de los dos símbolos de la purga. Semih y Nuriye no morirán por su causa.

“Amamos nuestra resistencia, cada día nos hemos sentido más liberados. La resistencia vino para proteger nuestro honor y lo hemos recuperado”. Con estas palabras, Nuriye justificó el final de su lucha el pasado 26 de enero. Para ellos no es un derrota, aunque seguro que Erdogan está degustando una nueva victoria. Otra más en su haber, otra más que arrastra historias personales llenas de épica.

Nuriye era profesora de la Selçuk University de Konya, ciudad conservadora de la profunda Anatolia. Respetada entre académicos y alumnos, sus clases bastaban para enmudecer a una tribuna entera. Pero el Gobierno apreció más bien “lazos con organizaciones terroristas” para expulsarla de las aulas. Semih, por su parte, era profesor en una escuela de educación primaria en Mardin, ciudad del sureste de Turquía situada a escasos kilómetros de la frontera con Siria.

Junto a su mujer, Esra, que también fue purgada del mismo trabajo y que inició una huelga de hambre cuando él fue encarcelado, construyó una vida articulada entre el colegio donde impartía clases y su familia. Pero la rutina de la pareja se truncó con uno de esos decretos del Gobierno que han dejado a más de 150.000 anatolios privados de sus trabajos.

Esos mismos decretos supusieron a su vez la unión de Nuriye y Semih, que decidieron luchar en Ankara por todos los purgados. Luego se unió Esra, que también fue purgada. Todos estaban en Ankara y, pese a que la protesta se hizo notoria, el Gobierno de Erdogan miró a otro lado inflexible ante éste y otros casos similares. Nuriye y Semih decidieron cambiar de estrategia: en un nublado 9 de marzo se sumergieron en una huelga de hambre.

Sus cuerpos fueron perdiendo la movilidad en un proceso en el que solamente se nutrían con agua azucarada o salada, té y comprimidos de tiamina (vitamina B1). Su cerebro también se resintió. “Mantener el cerebro funcionando era lo más importante”, admite Semih, que hoy apenas supera los 40 kilos, una decena más que su amiga Nuriye.

La lucha por la justicia se convirtió en su nueva vida. Cuando llevaban 75 días en huelga de hambre junto a la estatua de los Derechos Humanos de Ankara, en la peatonal calle Yüksel, fueron encarcelados y acusados de pertenencia al DHKP-C [Partido Revolucionario de Liberación Popular]. A dicho grupo, de ideología marxista-leninista y contrario a la OTAN, se le atribuyen varios atentados, entre ellos el que se llevó la vida del magnate Özdemir Sabanci en 1996.

Además, la Ley Antiterrorista turca, uno de los grandes escollos del congelado proceso de adhesión turco a la Unión Europea, asemeja simpatizante y militante. ¿Es cierta esa vinculación? “Yo no lo sé, pregúntale a la Policía”, responde irónicamente Nuriye. Semih, por su parte, ríe al ser interrogado por la misma cuestión: “nunca me pudieron relacionar con el DHKP-C”.

El ex profesor de Primaria puntualiza que su ideología anti-imperialista le puede llevar a coincidir con tal grupo, pero deja claro que “el DHKP-C tiene armas, yo solo soy un profesor”.

Las acusaciones se basaron en hechos como la posesión de una pancarta de color rojo: “nosotros somos socialistas, es nuestro color y no nos escondemos de ello. En la pancarta ponía que ‘el estado de emergencia ataca nuestros derechos y queremos recuperar nuestro trabajo’. ¿Dónde está el DHKP-C?”. Esra sintetiza el motivo del ingreso penitenciario alegando que obedecía a aspectos más estratégicos que judiciales: “No querían que la protesta creciese”.

El recuerdo de Gezi, aquellas protestas que en 2013 incendiaron las principales ciudades del oeste de Anatolia y que dejaron 8.000 heridos, ha creado una profunda cicatriz en el seno de un Gobierno irascible ante cualquier conato de resistencia popular. En esta atmósfera represiva el tiempo parecía una eternidad para Nuriye y Semih. En la calle, cada día a las 13:30 y 18 horas, varias decenas de purgados y otros simpatizantes protestaban ya no sólo por su trabajo, sino por sus dos compañeros encarcelados.

“Nos llevaron a un tipo de cárcel reservada para terroristas”, denuncia Semih al hablar del apogeo que significó para él estar encerrado. Las cárceles turcas catalogadas como Tipo-F son de alta seguridad y están integradas por presos acusados de terrorismo. Allí pasaron meses incomunicados.

“Era como un campo de concentración, me golpeaban y no me dejaban hablar con nadie”, denuncia. Según recuerda, recibió un castigo por hablar con un recluso que consistió en permanecer en pie durante dos horas. En esos días Semih ya acumulaba meses en huelga de hambre. Nuriye cuenta una experiencia similar: “me arrastraron hasta mi celda y me intentaron convencer de que abandonara mi lucha. Eso ya supone una forma de tortura”.

El 20 de octubre Semih fue liberado. Se trasladó a vivir a la casa en la que su mujer y otros afectados conspiraban contra el poder establecido. No estaban solos, y como símbolo de la nueva resistencia, las visitas eran constantes. En esos escasos ochenta metros cuadrados, los peregrinos debían acceder bajo estrictas normas de higiene: un pequeño virus podía significar la muerte para Semih y su mujer Esra. En cuanto a Nuriye, su liberación se produjo el día 2 de diciembre. Al igual que su compañero, fue hallada inocente.

Cazar al “terrorista”

El caso de Semih y Nuriye no es más que otra mota negra en el expediente de Erdogan. Desde que estallara la trama de corrupción de diciembre de 2013, que salpicó a importantes cargos del Gobierno, el giro autoritario del presidente se comenzó a evidenciar. Ya se atravesaba una crítica situación social antes incluso del fallido golpe de Estado.

Por ejemplo, a comienzos de 2016 más de mil profesores firmaron un manifiesto a favor de una solución dialogada al conflicto kurdo, revivido seis meses antes. El grupo de docentes, denominado ‘Académicos por la Paz’, después de firmar el documento, entendieron lo que se avecinaba en Turquía: una purga de voces contrarias al Ejecutivo.

“He firmado cientos de documentos sin que ocurriese nada, pensaba que este sería uno más, pero posteriormente ocurrieron muchas cosas”, afirma Halil Ibrahim Yenigün, exprofesor de la Istanbul Commerce University que firmó la petición. Él pudo huir del país a tiempo y ahora imparte clases en los Estados Unidos, pero otros no tuvieron la misma suerte y se han quedado sin pasaporte, sin la posibilidad de trabajar en el sector público y viéndose repudiados del sector privado.

Dos años después, decenas de miles de profesores han sido purgados de los centros educativos por real decreto, consecuencia del estado de emergencia que aún está en vigor. “Son unos traidores”, destacó el presidente en su momento.

Con el discurso polarizante, característico de sus últimos dos años, más de la mitad de los turcos aprueban su gestión, como refleja el 51% de apoyo que obtuvo el presidente en el referéndum de abril de 2017. Los más fanáticos opinan en la misma línea o, incluso, van un poco más allá: idam [pena de muerte] era una máxima que resonaba en la conmemoración de la fallida asonada.

Desde aquella noche en la que los militares fracasaron, las decisiones de Erdogan han ido enterrando cada uno de los grandes avances democráticos de sus primeras legislaturas y la esperanza de la comunidad internacional. Gracias a él se comenzó a hablar en el mundo académico anatolio del genocidio armenio.

Pero el país de hoy es diferente, y un adjetivo benévolo para la “Nueva Turquía” es el de “débil” democracia. Emma Sinclair-Webb, directora de Human Rights Watch en Turquía, así lo sustenta con la continuidad del estado de emergencia y con “los encarcelamientos arbitrarios hacia los más críticos con el Gobierno”.

La batalla sigue

En un país donde alzar la voz en contra del gobierno puede llevarte a la cárcel bajo acusaciones de terrorismo, muchos sindicatos y sus miembros se encuentran bajo el punto de mira gubernamental o han sido directamente clausurados.

El pueblo turco, con una larga tradición de resistir ante adversas circunstancias, sigue la lucha en la misma estatua donde Nuriye comenzó a protestar, pero con un ligero matiz: el espacio dedicado a los derechos humanos se encuentra delimitado por unas vallas que impiden al pueblo acercarse.

Decenas de policías armados hacen guardia las 24 horas y la jerga callejera de la ciudad define la situación como ‘el encarcelamiento de los Derechos Humanos’. Ni siquiera el arresto de los profesores amedrentó a una sociedad que siguió protestando. Cada día la tensa calma de Yuksel rompe en disturbios.

“Hoy la comisión ha rechazado nuestra apelación, pero la llevaremos a los juzgados. A partir de hoy, terminamos nuestra huelga de hambre, pero nuestra resistencia continuará”, concluye el comunicado que pone fin a casi un año de sufrimiento. En la calle Yüksel ya esperan la llegada de Nuriye y Semih, símbolos de un coraje que pocos se atreven hoy a mostrar en la Turquía de Erdogan.

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