Las historias que hay detrás de los menores inmigrantes atacados en campaña electoral
El trajín de la cocina recuerda la cercanía de la caída del sol. Ahmed (nombre ficticio) prepara la última tanda de pollo a la plancha, mientras discute entre risas con otro compañero sobre si es el momento de sacar el “falso tajín” del horno. El olor a las especias que le ha enviado su madre desde Marruecos invade toda la casa. Redouan coloca varios dátiles en un plato y comienza a trasladar la cena a la mesa. Quedan 20 minutos para la ruptura del ayuno del Ramadán y ya está todo preparado.
Mientras el día anterior disfrutaban juntos de la ansiada comida sentados en el salón de un piso situado en la periferia de Madrid, la candidata de Vox a la presidencia de la Comunidad hablaba sobre ellos en la televisión. Atacaba a los menores extranjeros no acompañados (MENA) porque, decía, “campan a sus anchas por los barrios atemorizando a mujeres”.
Redouan, Mourad, Ahmed* y Samir ya no son menores, pero formaron parte de esas cuatro siglas, de esas cuatro letras demonizadas desde determinados partidos políticos y reiteradas en la campaña de las elecciones autonómicas, especialmente en la Comunidad de Madrid y Catalunya, tras el aumento de la llegada de niños y adolescentes migrantes a España sin la compañía de un adulto experimentada en el último año.
Cuando los mencionan en la televisión, no suelen verse representados. “Parece que todos somos malos, y no es así: no cuentan casos buenos”, sostiene Mourad horas antes de la cena. Es el primero en ofrecerse voluntario para contar su historia, para que no sean otros quienes hablen por él.
El joven marroquí, de cuerpo menudo y pelo alborotado, vive en un piso de la Asociación Dual porque ya ha alcanzado la mayoría de edad. Es uno de los escasos recursos existentes en la Comunidad de Madrid para que los menores inmigrantes tutelados aprendan a vivir de forma autónoma una vez cumplidos los 18 años. De no ser por oportunidades como estas, muchos jóvenes son empujados a la calle desde el centro de acogida.
A Mourad le gustaba su vida en Marruecos. Su ciudad, Tánger, sus amigos, su colegio. Su asignatura favorita: Matemáticas. “Cuando tenía 14 años todo iba bien, hasta que se muere mi padre”, recuerda el adolescente, sentado en el escritorio de su impoluta habitación. “Entonces, empieza a haber muchos problemas en casa, tengo que dejar los estudios y trabajar para ayudar a mi madre”. Durante aquel año, buscaba cualquier pequeño empleo que le permitiese llevar algo de dinero a casa: “Trabajé en una ferretería, en un restaurante, en una panadería, en el aluminio... ”, enumera el marroquí.
Cumplidos los 16, tomó un vuelo a España junto a su madre para ver a su hermana mayor, residente en Madrid desde hace una década. Él se quedó. Tras vivir unos meses con ella, pasó a residir en el centro de primera acogida de menores tutelados de Hortaleza, un espacio con 37 plazas, en el que han llegado a dormir 150 adolescentes y acumula críticas de organizaciones especializadas debido a las condiciones de “hacinamiento” y falta de personal.
El año pasado, las llegadas a España de menores inmigrantes no acompañados experimentaron un importante aumento. Según Acnur, España fue el país con más entradas de niños que viajaban sin la compañía de su padre, madre o tutor. Más de 6.000 niños o adolescentes llegaron solos a las costas españolas en patera en 2018, un 160% con respecto al año anterior, indican las cifras de Unicef.
Cuando Mourad permaneció acogido en este centro, el recurso autonómico no se encontraba al límite de su capacidad: “Allí me trataron bien, pero te sientes raro. Estás acostumbrado a vivir de una manera y tienes que acostumbrarte, cumplir unas normas. Algunos lo hacen, otros no; otros traen problemas, pero los medios de comunicación generalizan”, apunta el joven. En 2018, alrededor de mil menores migrantes fueron acogidos en la Comunidad de Madrid. En lo que va de año, la región cuenta con 454 adolescentes inscritos en el 'registro MENA' del Ministerio del Interior.
El miedo a la llegada de su cumpleaños
Unos meses después, Mourad fue trasladado a otro centro de la región. El adolescente se despidió de sus amigos y volvió a empezar. Allí comenzó un curso de fontanería, al que ahora se aferra para conseguir un trabajo en España. Pero su estancia se empañaba en la medida en que el día de su cumpleaños se acercaba.
Pensar en el 28 de febrero despertaba sus miedos. Hasta que el día llegó: “Estaba muy nervioso. En el curso, me dijeron: tienes que recoger tus cosas y te vas del centro”, recuerda Mourad. En su caso, le advirtieron de que tendría una entrevista para optar a vivir durante un tiempo en el piso de autonomía en el que ahora reside, pero no sabía cuándo. Él tuvo suerte, porque pudo vivir con su hermana durante tres meses. Otros acaban en la calle.
Antiguos compañeros del adolescente viven ahora en las calles de Madrid, tras haber cumplido los 18 años. Se acuerda de uno de ellos.
— Ahora se va a portar mal, porque está en la calle. Tiene que portarse mal: no le llega la comida, no tiene nada…
— ¿Crees que si no hubieras tenido una oportunidad, también te pasaría?
— Sí, si me hubiese quedado en la calle, me hubiese vuelto malo.
Mourad justifica sus palabras. “Si sales y no hay ayuda, no hay nada, ¿qué vas a hacer? ¿vas a morir?”, se pregunta. Según explica la Red Española de Inmigración, la Comunidad de Madrid cuenta con 91 plazas en recursos destinados a jóvenes que hayan pasado por el servicio de la red de protección de la infancia, pero no están centrados en menores extranjeros, sino que se encuentran al servicio de todos los adolescentes tutelados que alcanzan la mayoría de edad.
“Como no se busque una solución en las distintas comunidades autónomas, muchos jóvenes se van a quedar en la calle”, alerta Rafael Escudero, director de la Red. “Estimamos que este verano van a cumplir los 18 años, cerca de 200 menores en la Comunidad de Madrid; alrededor de 1.200, en Catalunya; y 1.500 en Andalucía”, apunta.
Redouan se quedó en la calle cuando cumplió la mayoría de edad, pero no se “volvió malo”. Recuerda el día de su 18 cumpleaños con dolor. “Aún lloro cuando me acuerdo, fue un día muy triste. Pienso en ello cuando me siento solo”, explica el joven, quien lleva dos años en España.
El 12 de enero de 2018 escuchó la temida frase: “Recoge tus cosas, te tienes que ir”. Como no había plaza para él en ningún recurso específico para estos casos, le ofrecieron dos opciones: “dormir en un albergue del Samur Social o la calle. Y yo no quería ir a la calle, hacía mucho frío, era invierno”. Acabó en un centro destinado para personas sin hogar donde solo se puede pernoctar, utilizado como recurso durante la campaña del frío.
“Había un montón de camillas, una junto a otras, el sitio olía muy mal... yo no podía dormir. Y alguna vez, a pesar del frío, salía a dormir a la calle. Era un infierno”, describe. Allí permaneció durante dos meses y medio.
Cada noche, Reduan pedía a trabajadores del albergue que lo depertasen a las siete de la mañana. No tenía móvil, no contaba con ningún despertador y temía quedarse dormido. Tenía que madrugar para asistir a sus clases de carpintería. A sus 18 años, veía en ese curso su única salida de la situación de calle.
“Yo tenía que ir a mis prácticas. Para conseguir un trabajo y poder renovarme la tarjeta de residencia”, dice el joven marroquí, que encandiló a sus empleadores. Una vez finalizado el curso, la empresa le anunció que tenía la intención de contratarle. Pero aquí empezaba otra batalla.
La odisea para conseguir un trabajo
Cuando los menores extranjeros no acompañados alcanzan la mayoría de edad, mantienen su tarjeta de residencia provisional que no permite la actividad laboral, por lo que necesitan modificar el permiso para comenzar su vida independiente en España. “Y es muy difícil conseguir ese papel: exigen un año de contrato y jornada completa de 8 horas. El empresario debe realizar todo el papeleo en Extranjería, no yo. La empresa me quería contratar, pero me daba miedo que, al conocer todas las exigencias, se echasen para atrás”. Finalmente, aunque la compañía no solía realizar este tipo de contratos, aceptaron. “Estaban muy contentos conmigo”.
Ahora toca esperar. “Hasta que no vea la nueva tarjeta de residencia, no me lo creo. Puede ser que me la denieguen”, dice preocupado. En estos días de incertidumbre, a veces Redouan, echa la vista hacia atrás. Se acuerda del día en el que decidió dejar atrás su ciudad de origen, Tetuán, y cruzar a Ceuta a través del paso fronterizo. Del momento en el que regresó a la frontera para coincidir con una vecina, darle su pasaporte, y pedirle que le contase a su madre su decisión: él no había sido capaz de hacerlo en persona. “No me hubiese dejado”, recuerda.
¿Por qué lo hizo? Porque miraba a su alrededor y “no veía futuro”: “Tenía que trabajar, no estudiaba, y pensaba que no quería acabar como mis hermanos: los dos estaban en la cárcel”. Y cruzó una frontera solo, durmió en las calles ceutíes durante semanas, se coló en los bajos de un camión para atravesar el Estrecho en un ferry. Durmió en parques, conoció a personas que le ayudaron y otros que le robaron sus zapatillas, cuenta entre risas. Y saltó obstáculos, las muchas trabas colocadas a los menores no acompañados, pero “no se volvió malo”.
“Cuando el sistema les excluye, cuando no tienen nada, cuando cumplen 18 años y de un día para otro los tratan como adultos y los echan a la calle, no extraña que algunos adolescentes acaben viviendo en situación de exclusión, consumiendo drogas...”, explica el director del proyecto de la Asociación Dual, cuyo centro forma parte de la red de acogida de menores gestionada por la Red Española de Inmigración. “Pero hay muchas historias como las suyas, como la de Redouan. Quién, en estas circunstancias, escoge pedir a los trabajadores de un albergue de personas sin hogar que le despierten para irse a la otra punta de Madrid a hacer un curso de carpintería”.