Bajo un puente y resguardada en carpas de plástico en un suburbio de San Pedro Sula, Lilian María describe sus muchas preocupaciones tras meses a la intemperie. Su barrio desapareció por la ferocidad de las lluvias, pero ahora lo único en lo que piensa es saber algo de su hijo. Se despidió de él hace poco más de una semana, cuando se incorporó a la última caravana migrante que intenta avanzar por Centroamérica con dirección a Estados Unidos. “Estoy pensando en él, porque a saber si lo golpearon o si está preso”, dice en el campamento improvisado donde duerme desde el paso del huracán Eta.
Si la situación social en Honduras era complicada antes de 2020 -con un 40% de la población viviendo en indigencia y un 70% en pobreza-, el coronavirus y los dos huracanes que azotaron la región a finales del año pasado terminaron de darle el tiro de gracia a una población cansada de no encontrar respuesta en las autoridades.
Abandonados a su suerte, acosados por la violencia de pandillas, la delincuencia, sin opciones laborales y con un sistema de salud colapsado que ya contaba con una ocupación del 90% antes del confinamiento, muchos prefieren jugársela con la esperanza de garantizar a sus familiares una vida mejor a través del envío de remesas, que representan el 20% del Producto Interior Bruto nacional. Ya no escapan de forma anónima y clandestina, con los riesgos que implicaba caer en manos de alguna red de trata de personas durante el camino. Ahora, como lo han hecho en distintas caravanas desde 2018, vuelven a organizarse para protegerse de manera colectiva.
“No nos llega ni para tortilla, ni queso”
Lilian María y su familia vive bajo lonas entregadas por iglesias cercanas y se alimentan a base de comida donada. Su hija acaba de dar a luz. “La acabo de traer del hospital, bien tiernita. Y no tiene ni cama”, lamenta la mujer hondureña. “No nos llega ni para tortilla, ni queso”, continúa para describir la precariedad que, dice, empujó a su hijo a sumarse a las cerca de 9.000 personas que partieron unidas desde la estación de autobuses de San Pedro Sula el pasado viernes. El plan, explica, consistía en que él migrase a Estados Unidos para ayudar a su madre, su hermana y al recién nacido.
En el punto de partida de la caravana estaba también el pasado viernes María Belén, de 22 años y también oriunda de Chamelecón, en las afueras de San Pedro Sula. La joven decidió invertir el poco dinero en llegar a México por su cuenta en varios autobuses y esperar allá a la caravana para ir juntos hasta la frontera norteamericana.
No ha tenido suerte. Su intención se vio frustrada cuando la policía guatemalteca la detuvo y la deportó, a pesar de que el convenio CA4 permite circular libremente y sin necesidad de un pasaporte por los tres países que limitan con Honduras. Desde el pasado fin de semana, buena parte de la caravana se encuentra varada en Guatemala, después de que las fuerzas de seguridad del país frenasen su camino con porras y gas lacrimógeno. Alrededor de 1.800 integrantes del grupo han sido ya deportados a Honduras.
“Volveré a intentarlo el mes que viene”
Una vez retornada a su país, María Belén ha regresado el mismo campamento donde vive Lilian María. Su vivienda también se ha perdido tras las inundaciones: “Me fui para darle a mi mamá y a mi abuela lo poco que teníamos y que perdimos por el huracán. La casa, todo”.
La hondureña cuenta que no pudo estudiar el Bachillerato porque tuvo que abandonar los estudios para ponerse a trabajar. “No me daba tiempo para seguir estudiando porque acá no dan oportunidades para que uno se prepare mejor”, explica la mujer. No quiere vivir de la caridad, insiste, y la única salida que encuentra es volverlo a intentar. Ya tiene fecha para partir de nuevo hacia Estados Unidos: “Salgo el mes que viene. A ver si la suerte me acompaña”, remata.
Quien sí regresó al terreno donde tenía su casita es Mayra Suyapa. Con láminas de chapa y nylon ha tratado de reconstruir su vivienda, aunque más alejada del río. “Donde nosotros vivimos está feo. Ni maquinaria -para limpiar la zona- nos han traído, está empozada toda el agua también”, con el peligro que representa por la propagación de enfermedades. Y continúa describiendo la tragedia que pasaron: “Hasta un tío se me ahogó, enrollado en una hamaca. Lo rescataron los bomberos. Ahí está en la morgue todavía creo yo, no lo hemos ido a reclamar, no tenemos ni ataúd, ni cómo enterrarlo”.
Aunque el Valle de Sula -una de las zonas agrícolas más productivas, al norte del país- haya sido uno de las regiones más afectadas por los huracanes, se calcula que casi la mitad de toda la población hondureña fue damnificada por el paso de Eta e Iota. Desde todos los departamentos se sumaron integrantes a la caravana migrante. Johnatan Josué, de Lempira (sector occidental), aceptaba el riesgo que implicaba. Nora Torres, de Danlí, El Paraíso (al sur), se fue por la necesidad de empleo: “Si se trabaja, es para el día a día”, decía para describía la realidad de un país donde más de la mitad de los asalariados antes de la crisis de la COVID-19 trabajaban en la economía informal. Estos empleos han caído desde el inicio de la pandemia lo que ha disparado la mendicidad en el país.
Esperanzados con Joe Biden
“Acá la verdad no se puede vivir”, decía Junior Alexander justo antes de emprender la caminata que pretendía atravesar Centroamérica y México, hasta llegar a EEUU. Este hombre partió de Tegucigalpa con su mujer y su hija para unirse con la caravana migrante en San Pedro Sula. Ellos también perdieron su casa a causa de la catástrofe climática. Tampoco tienen ya donde vivir.
También desde la capital de Honduras se había sumado Norma Amador, quién igualmente se quedó en la calle por las inundaciones. Ella, como tantos otros, se encontraba esperanzada de que la investidura de Joe Biden implicara un beneficio para los migrantes. Las expectativas con el cambio de administración en Estados Unidos con inversamente proporcionales a su enojo con el gobierno hondureño. Sus quejas llegan sobre la falta de anticipación ante la inminente llegada del huracán Eta, el primero de los dos huracanes que golpearon en un lapso de diez días.
El presidente entrante ha prometido dar la nacionalidad a once millones de inmigrantes en situación irregular que se viviesen en EEUU antes del 1 de enero de 2021. Ella no cumpliría ese requisito, pero se aferra a él a ciegas. “Esperamos en nombre de toda la caravana que cumpla su palabra y que nos ayude. Que nos de oportunidad. Nosotros somos personas luchadoras que queremos salir adelante, no tenemos nada. Solo pedimos un poquito de trabajo”.