Los que huyen tras aguantar un mes de horror en Ucrania
En un descampado próximo a la frontera de Moldavia con Ucrania, donde antes apenas había nada, Dimitri guarda sus manos en los bolsillos y espera la salida de un autobús con destino a Bucarest mientras su esposa, Tamara, acopia varios bocadillos para el camino. “Ha sido muy difícil salir de Ucrania”, dice el anciano, de mirada cercana, pero triste.
Antes de decidir abandonar el país, la pareja, de 85 años, ha aguantado un mes de guerra en una casa que dejó de ser hogar a medida que el sonido de la contienda se acercaba, mientras la luz se apagaba y la comida menguaba. Cuando muchos huyeron, ellos, como otros tantos, permanecieron en su vivienda, situada en una zona de intensos combates, entre las ciudades de Jersón y Mikolaiv. Porque “a dónde iban a ir” ahora. Porque “para qué”. Si ese era su sitio y siempre lo fue.
Hasta que el ruido de las detonaciones rusas y la respuesta ucraniana desvelaba su sueño. Hasta que Tamara se percató de que incluso las pisadas de su marido en las escaleras de casa y el sonido de cualquier vehículo próximo a su vivienda le hacía temblar. Hasta que las ventanas de su vecina amanecieron con los cristales rotos. Hasta el pasado jueves, cuando tomaron la decisión.
“Entre Jerson y Mikolaiv, disparan y disparan y disparan. Es imposible vivir allí. Disparan los rusos y al revés”, dice Dimitri acelerado como si quisiera contar en unos minutos todo lo vivido y sentido en los últimos 32 días. “Apenas dormíamos nada, por miedo. La alarma sonaba, íbamos a nuestro sótano, pero al ser una casa baja, nos daba miedo que cualquier cohete llegase a nosotros...”, añade Tamara, con pronunciadas ojeras, poco después de haber bajado de un minibus tras atravesar el paso fronterizo de Palanca, que separa el sur de Ucrania de Moldavia, el pequeño país vecino por donde ya han pasado 376.748 ucranianos de los 3,7 millones de refugiados que ya suma la invasión rusa, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). El flujo migratorio se ralentiza, pero no se frena. El perfil de quienes escapan cada vez es más vulnerable. Los primeros que se fueron esquivaron el estruendo de la guerra, la incertidumbre constante de que algo pueda pasar sin apenas hacer algo para evitarlo.
Este punto fronterizo es el más cercano al sur del país, muy próximo a la simbólica ciudad de Odesa, a donde las tropas rusas no han llegado por la resistencia de la ciudad de Mikolaiv, lugar de procedencia de buena parte de los refugiados que pasaron por aquí este viernes. “Ahora los refugiados vienen con mayores necesidades. Proceden de ciudades o pueblos que han sido bombardeados”, explica Dumitru Goncear a elDiario.es, un voluntario que desde la primera semana del conflicto apoya la llegada y traslado de ucranianos en la frontera moldava. “Las primeras personas venían de forma preventiva. Ahora, vienen con mayores traumas, con ansiedad, después de semanas de mucho miedo…”, describe el hombre que, ataviado con un chaleco amarillo.
La misma advertencia llega desde la ONG Acción contra el Hambre, que apoya en el terreno a entidades moldavas. “La sociología de los refugiados está cambiando mucho, ahora vemos gente que viene directamente de las zonas de conflicto y que está muy necesitada por su sufrimiento físico y psíquico”, dijo esta semana Olivier Longué, director general de la organización.
Liuba y Basilio también se aferraron a la casa donde vivieron los últimos 40 años, hasta que decidieron unirse a un “corredor humanitario” desde una zona rural en los alrededores de Mikolaiv. Ni el impacto de un proyectil en el edificio donde vivía su hija, que huyó el 8 de marzo, les empujó a abandonar su hogar. Pero ya. Los bombardeos de la última semana precipitaron la decisión.
Ahora están sentados en un estrecho banco de madera ubicado en un zona próxima a la frontera moldava de Palanca, convertida en punto de tránsito de refugiados, ya sea a la capital del país o hacia Rumanía, país con el que las autoridades de Moldavia han habilitado un pasillo humanitario para descongestionar a este empobrecido y extracomunitario Estado, que desde el inicio de la guerra solicitó ayuda a la Unión Europea para asumir la llegada de refugiados ucranianos.
Metralla en el huerto
Mientras esperan la llegada de un sobrino, que les acogerá hasta que puedan regresar, Liuba y Basilio se acuerdan de las “patatas, cebollas y ajos” que sembraban en el pequeño terreno donde ahora recogían restos de metralla.
Basilio, con el bolso gris de su mujer posado en uno de sus hombros, acerca sus manos para describir el elemento que encontró en la tierra en las últimas semanas: “Bombardearon y un pedacito cayó, cerca de un metro de donde yo estaba”. Luiba, protegida con un gorro de lana rosa, niega con la cabeza mientras su marido lo recuerda. “Teníamos miedo hasta de bajar al sótano, porque si caía en nuestra casa, al ser baja, podía hundir la tierra… ”.
Las tropas rusas entraron en la zona donde ellos residían, aunque el ejército ucraniano frenó su paso, según su testimonio y la versión oficial ucraniana. “Mi casa estaba cerca de las carreteras, estaba en medio. Disparaban de una parte y de otra parte”. ¿Qué hacían entonces? “Nos cogíamos de las manos, nos abrazábamos y nos quedábamos así. Temblaba la tierra. Era terrible, porque no dejaban de pasar”.
“Anteayer, empezaron muy fuerte a bombardear, cerca de nuestra casa había una escuela y la bombardearon y decidimos huir”, cuenta Liuba. Desde Mikolaev, se subieron a uno de los autobuses que evacuan a la población de forma gratuita. Tenían miedo, pero el camino fue seguro, confirman ambos. Rusia ha dicho este viernes que la primera fase de su operación militar sobre Ucrania se ha completado en su mayor parte y que, a partir de ahora, se centrará en la zona del Donbás. Ante los pocos avances de su ejército alrededor de Kiev y el contrataque ucraniano, asegura ahora que su objetivo nunca fueron las grandes ciudad. Pero quienes sintieron en el temblor de la tierra en el suelo de su casa, no confían en las palabras de Vladímir Putin.
En los mismos bancos, convertidos en una suerte de estación de autobuses improvisada en un terreno árido, una mujer y sus hijos se calientan bajo varias estufas mientras se terminan los yogures entregados por los voluntarios desplegados en el dispositivo de recepción. La ucraniana, de unos 40 años, solo llega a decir unas palabras interrumpidas por las lágrimas: “He dejado allí a mis padres y tengo mucho miedo por ellos”. También vienen de Mikolaiv. También aguantaron en Ucrania hasta que no pudieron más.
Más necesidades económicas
Los voluntarios y trabajadores de organizaciones locales que atienden a los recién llegados también aseguran haber percibido, en general, mayores necesidades económicas entre los refugiados que han decidido huir en la última semana. “Al principio venían quienes se lo podían permitir, muchos en sus propios coches, tenían conocidos en países de la Unión Europea o se pagaban sus hoteles. Ahora, vienen personas que no han tomado una comida caliente en dos semanas, porque han estado debajo de la tierra esperando una forma de salir y muchos necesitan alojamiento”, añade Dumitru.
Tamara y Dimitri llegaron sin un destino fijo a esta explanada de tierra y piedras convertida en centro de recepción de refugiados ucranianos, habilitada con varias carpas con comida caliente, conexión a internet o parque infantil. A su llegada, una organización les ofreció un alojamiento en Rumanía y, bajo la coordinación de las autoridades locales, el matrimonio de ancianos se prepara para partir hacia Bucarest.
Tampoco Tatiana contaba con redes familiares donde trasladarse con sus dos hijas y sus nietos. Mientras uno de los pequeños se tira por uno de los toboganes levantados en el punto de recepción de refugiados de Palanca, la familia espera durante horas la salida de uno de los autobuses con destino Bucarest. Allí les esperará una mujer que les ofreció su casa a través de Internet. Ellas vivían en un pueblo próximo a Odesa, la ciudad a la que también empiezan a regresar desde hace días decenas de personas ante las noticias del retroceso ruso, del que no todos se fían.
Tatiana se quedó en un pueblo próximo a Odesa hasta que se rompió “el silencio”. “Las alarmas eran cada vez más constante. Mi nieto, de tres años, ya nos decía: 'Abuela, corre, la alarma'. El sonido de los bombardeos rusos lanzados desde el mar, intensificados en la última semana, se llevó también su confianza. ”Es horrible... No me cabe en la cabeza. Esas bombas cayeron cerca, los escuchamos...“, dice la señora, de pelo negro corto y ojos claros. ”Por mis hijas y mis nietas no podemos seguir allí. Por ahora nos vamos a Rumanía, mientras esperamos a que termine. No me quiero ir lejos, porque quiero volver“.
Y lo hará en cuanto pueda, cuando confirme que ha vuelto el silencio.
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