Leyla Yunus, directora del Instituto para la Paz y la Democracia y conocida activista proderechos humanos de Azerbaiyán, atraviesa horas bajas. Está detenida desde el 30 de julio; a su marido y compañero de causa, Arif Yunus, le arrestaron días después, al llevarle comida y medicamentos a la cárcel. Hace años que ambos venían mandando al mundo un mensaje de alerta sobre el grave deterioro de los derechos y libertades en su país.
Según cálculos de su Instituto, 130 personas, incluyendo a 10 periodistas, estaban presas a principios de este año por su oposición al régimen; a partir de mayo la situación empeoró rápidamente con una espiral represiva contra defensores de los derechos humanos de una saña insólita, incluso para los terribles usos de la dictadura de la dinastía Alyiev.
En un contexto general de recorte de derechos y libertades democráticos, y en una Europa donde cada vez más gobiernos ignoran sus compromisos internacionales, la situación de Azerbaiyán es un caso particularmente agudo de una dolencia demasiado extendida. Con el agravante de que, desde mayo de este año, Azerbaiyán ocupa la presidencia rotatoria, nada más y nada menos, del Consejo de Europa, la más antigua de las organizaciones paneuropeas, dedicada precisamente a la cooperación en temas de derechos humanos, instituciones democráticas, estado de derecho y cultura.
La presidencia de Azerbaiyán no es por mérito o elección: sigue, por orden alfabético, a la de Austria. Pero la actual ola represiva, en plena presidencia, pone en evidencia al Consejo de Europa y su incapacidad de defender sus principios. Con Azerbaiyán, además, llueve sobre mojado: Bakú, armado de petróleo y gas -recurso económico y geopolítico-, no sólo ignora sistemáticamente principios y recomendaciones de la institución que ahora preside, sino que se ha mostrado dispuesto a corromper a diestro y siniestro para adquirir carta de respetabilidad internacional en el seno de la misma.
Su ‘diplomacia del caviar’ ha convencido, con más latas del preciado manjar del Caspio y otros regalos que argumentos, a decenas de miembros de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, compuesta de diputados y senadores de los 47 estados miembros, de votar para rebajar las críticas sobre abusos en procesos electorales, o bien para intentar eliminar la definición de ‘prisionero político’.
Creado en 1949 como un club de democracias de Europa Occidental, el Consejo de Europa jugó, cuatro décadas después, un papel modesto pero determinante en la democratización de Europa del Este. Hoy abarca a los 28 países de la UE y a 19 más, entre ellos Turquía, Rusia y los países del Cáucaso. Con todas sus carencias, el Consejo de Europa representa hoy un ideal de práctica democrática en Europa, con más de más de 200 convenciones (de derechos humanos, ambientales, culturales, laborales, lingüísticos, etc.), y en especial la Convención Europea de los Derechos Humanos, sobre la que se asienta el sistema internacional de protección de los derechos humanos más efectivo que hay en el mundo. Desde 1960 el Tribunal de Estrasburgo, que recibe directamente demandas de los ciudadanos, vela por su cumplimiento.
Pero hoy el Consejo de Europa se encuentra en una crisis que cuestiona sus mismos fundamentos. La deriva autoritaria en su seno no acaba en modo alguno en Azerbaiyán y su escandalosa presidencia. Rusia y Turquía, también miembros, avanzan en la senda de los recortes de derechos y libertades. La erosión de principios democráticos fundamentales afecta también a países miembros de la Unión Europea. Es el caso de Hungría, gobernada por el partido Fidesz de Viktor Orban, quien declaró este verano que ya no aspira a construir una democracia liberal, sino que está buscando una nueva vía al desarrollo como lo han hecho Rusia, China o Singapur.
Se trata de un caso sin duda excepcional dentro de la UE –ningún otro Gobierno se declara abiertamente contra estos principios básicos– pero no faltan evoluciones preocupantes en muchos otros estados miembros. Desde el deterioro del pluralismo mediático en varios estados miembros, siguiendo la estela de la Italia de Berlusconi, hasta las múltiples enmiendas legislativas en Lituania para evitar la mal llamada ‘propaganda gay’, la erosión del espacio de libertades públicas se adentra en el corazón mismo de la Europa comunitaria. El recrudecimiento de la presión contra la protesta política en Grecia, Eslovenia y España es otra prueba de esta degradación del respeto a libertades fundamentales.
Una de las peores amenazas que se cierne sobre el Consejo de Europa procede de Reino Unido, país que fue fundamental en su creación en 1949. Allí, la prensa popular cuestiona con frecuencia al Tribunal de Estrasburgo y ha convertido a la Convención Europea de Derechos Humanos en bestia negra de la soberanía. El propio concepto de derechos humanos genera indiferencia, e incluso rechazo, en un sector creciente de la sociedad británica.
David Cameron, acosado por los euroescépticos de su partido y por UKIP, ha visto la oportunidad de apuntarse un tanto incluyendo en el programa electoral tory para las legislativas de 2015 nada menos que la retirada británica de la Convención. De ganar los conservadores y cumplir tal promesa, los efectos de la salida de una de las más antiguas y respetadas democracias europeas sobre el sistema común de protección de los derechos humanos podrían ser devastadores. Otros países, en particular en Europa Central y del Este, podrían seguir el ejemplo británico, bien abandonando el sistema, bien usando la amenaza de hacerlo para presionar al Tribunal y otras instituciones del Consejo de Europa.
El desprestigio que representa la oleada represiva en el país que ostenta la presidencia de turno del Consejo de Europa, sumada a la amenaza de la salida de un miembro fundador clave, exigen una reacción. Incluir en el Consejo al máximo de estados posible (todos los europeos, salvo la dictatorial Bielorrusia) no ha servido para, como se esperaba, socializar en sus principios a gobiernos y administraciones. Los gobiernos de Azerbaiyán, Turquía, Armenia, Rusia, Macedonia, o incluso Hungría, ya ni siquiera fingen aspirar a los ideales de la institución.
Es legítimo preguntarse si no habría que suspenderles de su condición de miembros o, incluso, buscar fórmulas para su expulsión. La amenaza de suspensión que llevó a la retirada de la Grecia de los coroneles en 1969, por ejemplo, es un buen precedente. Los defensores de los derechos y libertades que debería garantizar el Consejo de Europa se ven en la disyuntiva entre atacar las lagunas y contradicciones de la institución, y defender su relevancia en debates como el del Reino Unido. La solución tiene que venir de los estados miembros: ya no es tolerable mirar a otro lado ante las derivas autoritarias, y menos en el seno de la organización dedicada, precisamente, a proteger principios democráticos básicos.
El Consejo de Europa ha llegado a sus 65 años en horas muy bajas; no faltan quienes quieren jubilarle. Pero, para millones de personas, las convenciones del Consejo de Europa y el acceso directo al Tribunal de Estrasburgo son los últimos resortes para frenar abusos y derivas antidemocráticas de sus gobiernos, y preservar sus derechos. Por defender sus principios, personas como Leyla y Arif Yunus, que en un mismo año han pasado de sentarse con los representantes del Consejo de Europa a estar (enfermos, sin acceso a medicamentos ni alimentación adecuados) encarcelados en el país que lo preside.
Su sufrimiento, y el de decenas de otros prisioneros políticos azeríes, le ponen cara al reto existencial que afronta la institución. Al hacer la vista gorda ante tales excesos, los gobiernos europeos lanzan un mensaje alarmante: su resignación a una Europa donde los regímenes autoritarios no son ya una excepción a combatir, sino una realidad perdurable y aceptada.