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Una mochila a la espalda y mucha empatía para salvar a los más vulnerables frente al VIH

Pablo Trillo / Salud por Derecho

27 de agosto de 2022 22:03 h

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Los puedes encontrar paseando mochila a la espalda por las calles de Quito, Marrakech, Ciudad del Cabo, Bangkok y de otras tantas ciudades. A cualquier hora del día o de la noche. Recorriendo avenidas y visitando plazas, parques, casas, saunas, discotecas o locales comerciales. Son trabajadores comunitarios, y están acercando servicios de salud a las personas más vulnerables al VIH; a aquellas que no acuden a los centros médicos tradicionales ya sea por desconocimiento, imposibilidad o por el miedo al estigma y la criminalización que puedan sufrir.  

Salen en búsqueda, por lo tanto, de trabajadores y trabajadoras sexuales, personas trans, hombres homosexuales y otros hombres que tienen relaciones sexuales con hombres, mujeres jóvenes en países con alta prevalencia de VIH, poblaciones indígenas, personas con discapacidades, usuarios de drogas inyectables o personas en reclusión. Son las denominadas poblaciones clave y tienen un riesgo mucho mayor de infectarse por el VIH: en 2020, el 65% de las nuevas infecciones de todo el mundo tuvieron lugar entre estas poblaciones y sus parejas sexuales, una cifra que fuera de África subsahariana asciende al 93%. 

Los trabajadores comunitarios también son, en su inmensa mayoría, miembros de las poblaciones clave. Y eso es un factor vital en su labor y el de las organizaciones para las que trabajan: facilita el diálogo y la proximidad con sus pares, contribuyendo sobremanera a generar confianza en servicios que, normalmente, están muy estigmatizados, como la realización de pruebas de VIH o la entrega de material preventivo o tratamientos para las personas infectadas.  

“Contar con los más afectados es fundamental y te permite ofrecer servicios amigables” asegura María Elena Acosta, directora de la ONG Kimirina, en Ecuador. “Nuestro personal son chicas trans, trabajadores sexuales, hombres gais... personas que puedan comprender las necesidades reales de sus pares porque las viven, las perciben, las sienten. Trabajan sobre su propia realidad. Y salen preguntas que igual no te atreves a hacer si no hablas con tu par”.  

Trabajar con miembros de las comunidades facilita también la tarea de identificación de estas poblaciones. En Kimirina, por ejemplo, son quienes, antes de empezar el trabajo en una ciudad, realizan el mapeo e identifican los lugares de encuentro o de trabajo en los que se reúnen. “Después, salimos a buscarlos a estos lugares” continúa María Elena. “Si los encontramos en un parque, nos sentamos en el parque. Si es un bar, pedimos permiso y nos sentamos unas horas en el bar. Si es en la calle o en una cancha de futbol, ahí vamos”.  

El trabajo base de una organización como Kimirina es de prevención, así que su tarea principal consiste en la realización de pruebas de VIH. “Cuando el resultado es negativo ofrecemos todos los servicios de prevención, como reparto de condones o tratamiento para la profilaxis pre–exposición, para evitar que se infecten. Y si la prueba resulta positiva, acompañamos y vinculamos a esa persona al servicio de salud, para que entre en el sistema de manera más rápida. Ecuador tiene programas para personas con VIH y un sistema de salud garantista, pero el problema es que está colapsado y una cita puede demorarse meses. A través de nosotros puede empezar a recibir tratamiento ese mismo día”.  

Pero la realidad es diferente según en qué países. Hoy, de una manera u de otra, la amplia mayoría de ellos criminalizan la transmisión del VIH, las relaciones entre personas del mismo sexo, el trabajo sexual y/o el consumo de drogas. Las leyes discriminatorias contra las personas más afectadas por el VIH continúan alimentando la desigualdad y la falta de acceso a la atención médica, incluidos los servicios de prevención, atención y tratamiento. Las consecuencias son obvias.  

De este modo, es difícil imaginar a un hombre homosexual de Camerún, en donde la ley criminaliza las relaciones sexuales entre otros hombres, ir a su centro de salud a pedir material preventivo –condones o medicamentos, por ejemplo– para evitar la infección de VIH. El temor a ser detenido le aleja, inevitablemente, de estos servicios. Ahí es donde se ve la importancia de los centros comunitarios y el trabajo entre pares. 

Desde el origen de la pandemia ha sido así. Las organizaciones de base comunitaria tienen, sin duda, el rol principal en cada uno de los avances tan impresionantes que han acontecido en los últimos 40 años en la lucha contra el VIH. Su labor de incidencia y de lucha están directamente relacionadas con todos los progresos en los derechos humanos, la reducción de las desigualdades de género y la obtención de herramientas de tratamiento, prevención, atención y apoyo. “Todas nuestras acciones generan elementos de incidencia política. Demostramos a nuestros gobiernos que es posible hacer las cosas de otra manera; cambiar”, asegura María Elena.  

Pandemia sobre pandemia 

En 2020, la irrupción de la COVID–19 volvió a desnudar una desigualdad ya existente. Los gobiernos y las agencias internacionales, faltos de preparación, centraron todos sus recursos en enfrentar una nueva pandemia mientras desatendían otras. En consecuencia, el VIH creció. El Fondo Mundial de lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria –el organismo internacional más grande trabajando en estas enfermedades– vio cómo, por primera vez en la historia desde su origen en 2002, los resultados de sus programas de VIH en centenares de países empeoraron. 

En Colombia hubo un incremento de la prevalencia en un 40% en relación con los años anteriores” asegura Jhon Ramírez, enfermero y coordinador de servicios comunitarios de Red Somos en el país. “Se creyó que la gente estaba en casa y que no tenían relaciones sexuales. Y era al revés: estaban teniendo más sexo que nunca. Con el acceso a las redes sociales y a las aplicaciones para ligar, se generaron muchos encuentros, reuniones clandestinas, consumo de alcohol y otras sustancias, etc. Esto desató un gran aumento en las cifras de VIH. Especial y preocupantemente entre los hombres jóvenes de 14 y 25 años, que son los que reportan la mayor prevalencia de los nuevos casos de VIH en el país”.  

El coronavirus estaba fragilizando aún más a las poblaciones clave y las organizaciones tuvieron que reinventarse. “Nos levantamos y dijimos: aquí estamos, de pie, para dar respuesta a las comunidades desde las comunidades. Lo primero fue la ingeniería para lograr no suspender los tratamientos ni cortar los suministros”, recuerda Mirta Ruiz, del Movimiento Latinoamericano y del Caribe de Mujeres Positivas.  

“Fue muy complicado” asegura Jhon Ramírez. “En una de las primeras semanas llegaron solicitudes de 100 personas que habían perdido sus empleos y ya no podían pagar su seguro de salud ni sus medicinas, y nos pedían antirretrovirales para no interrumpir sus tratamientos para el VIH.”  

Desgraciadamente, el reto era mayor: “Queríamos acercar las pruebas y la entrega de medicamentos a domicilio, pero nos encontrábamos con la enorme barrera de que muchas personas –por ejemplo, adolescentes que viven con sus padres o compañeros de piso– no querían recibirlas porque eso podía exponer su orientación sexual, su estado serológico o su diagnóstico”.  

En Kimirina también recuerdan las dificultades. “Durante las primeras semanas de confinamiento no podíamos hacer pruebas, pero no podíamos permitir que la gente interrumpiese su tratamiento para la prevención, así que nos poníamos en contacto con ellos para entregarles la medicación en un punto cercano. Además, servimos de puente para informar a usuarios positivos dónde debían ir a recoger los fármacos que les llegaban a través del sistema de salud, porque los hospitales estaban colapsados y no podían acudir allí como hacían normalmente”. 

La organización utilizó sus redes para ofrecer test de la COVID–19, pagados con sus fondos, y brindaron apoyo humanitario, fundamentalmente a las personas que realizan trabajo sexual. “Obviamente son las que nunca dejaron de trabajar. Les proveímos gel hidroalcohólico, mascarillas, ayuda alimentaria, kits de defensa para la violencia y pruebas de COVID y VIH, y contratamos a muchas de ellas para hacer ese mismo trabajo con otras y otros trabajadores sexuales”. Además, implementaron la telemedicina para la atención médica, un avance tan cómodo y eficaz que hoy en día siguen realizándolo.  

“Nosotras también ofrecimos ayuda humanitaria a las poblaciones clave, que de nuevo quedaron fuera del sistema y de las ayudas oficiales. Y también ofrecimos servicios de salud mental, porque las personas colapsamos, tuvimos miedo. Fuimos las comunidades las que estuvimos ahí ayudando, compartiendo, asesorando”, recalca Mirta. 

La nueva pandemia, por lo tanto, destacó otra vez la importancia del aprendizaje comunitario y el valor agregado que suponen estas organizaciones: sin su trabajo y sin la existencia de las estructuras que se habían generado durante las últimas décadas para responder al VIH, el terrible impacto de la COVID–19 y el aumento de las cifras de sida podrían haber sido mucho mayores.  

La piedra angular 

Un estudio del Banco Mundial sobre la prestación de servicios relacionados con el VIH realizado entre 2010 y 2012 halló que los esfuerzos de base comunitaria constituyen la “piedra angular” de la respuesta al sida. De hecho, en 2021, la estrategia mundial de sida de Naciones Unidas puso a las comunidades en el centro de la respuesta y estableció los objetivos 80–60–30: que para 2025 las comunidades brindarán el 30% de los servicios de pruebas y tratamiento, el 60% de los programas sociales y el 80% de los servicios de prevención del VIH.  

La reciente Estrategia del Fondo Mundial (2023–2028) también ha puesto a las comunidades en el centro absoluto y prioritario de la respuesta a la pandemia. Desde su origen, el Fondo Mundial financia programas de organizaciones de la sociedad civil. Hoy está presente en más de 100 países, y uno de los pilares de sus intervenciones es el fortalecimiento de los sistemas de salud, preparando a los gobiernos para que, cuando el Fondo Mundial ya no esté en el país, puedan tener una respuesta nacional e integral al sida y a otras pandemias.  

Para ello, el Fondo Mundial apoya la integración de los sistemas comunitarios en los sistemas nacionales de salud a través de la contratación social, con financiamiento público, mejorando la sostenibilidad y el alcance de los servicios clave que las organizaciones ofrecen. 

Se parte de una creencia errónea de que lo comunitario debe ser gratis, que los trabajadores comunitarios no comen, no saben, no tiene formación, que deben ganar menos o incluso no ganar. Y ese es el error

Y es que, pese al reconocimiento y al consenso general sobre su importancia, la mayor parte de las veces las organizaciones no están integradas en las respuestas y en las tomas de decisiones nacionales e internacionales al VIH. En demasiadas ocasiones se enfrentan a graves problemas económicos y logísticos que les obligan a cerrar sus puertas. “Los meses de encierro supusieron el fin de muchas organizaciones en Colombia” recuerda Jhon. “Nos preocupa que cuando el Fondo Mundial salga del país la respuesta nacional quede inconclusa y las organizaciones empecemos a desaparecer”. 

En Colombia, Red Somos –como el resto de las organizaciones comunitarias en América Latina– no forma parte del sistema como prestador sociosanitario. “No hay contratación social a organizaciones, solo a personas individuales” asegura Jhon. “Se debe reconocer a las organizaciones de base comunitaria y que las leyes de los países permitan su contratación como prestadores primarios de servicios, recibiendo recursos propios del sistema. Ahí está la clave de la sostenibilidad, y no solo para VIH, también para otras enfermedades”.  

La contratación social permitiría que las organizaciones verdaderamente preparadas tuviesen sostenibilidad y capacidad para ofrecer programas de tratamiento, prevención, detección temprana, educación sexual, salud mental, asesoría jurídica y la asesoría por pares, y permitiría el seguimiento y el acompañamiento hasta el sistema de salud de todas las personas que lo necesiten, sin dejar a nadie atrás.  

Para ello, claro, es necesario que se reconozca el costo del trabajo que realizan. “Se parte de una creencia errónea de que lo comunitario debe ser gratis, que los trabajadores comunitarios no comen, no saben, no tiene formación, que deben ganar menos o incluso no ganar. Y ese es el error” asegura Maria Elena. “Si una trabajadora sexual va a salir a buscar a pares por toda la ciudad y va a dejar de trabajar tres días, ¿de qué va a comer?”.    

Pese a todo, hablar de fortalecimiento no es solo hablar de financiación. “Va mucho más allá: es capacitar a las personas, es crear estructuras administrativas, es retribuir a los trabajadores, es crear un marco legal para la contratación de personal… tiene que pensarse de una manera integral para que la sociedad civil trabaje en buenas condiciones y espacios que le permitan atender de verdad a sus propias necesidades”, concluye.  

La lucha contra el sida, en peligro 

Tras la Conferencia Mundial de Sida que tuvo lugar durante la semana pasada en Montreal, Canadá, el mensaje es claro: la lucha contra el VIH se tambalea. En 2021 murió una persona cada minuto por causas relacionadas con el sida. 1.5 millones de personas –unas 4.000 personas al día– se infectaron con VIH, un millón de personas más que las que marcaban los objetivos globales. Regiones como Europa oriental y Asia central, Oriente Medio, el norte de África y América Latina llevan varios años experimentado un aumento anual de nuevas infecciones. 

La falta de recursos y de financiación llevaba siendo alarmante desde hace años, pero la irrupción de la COVID–19 supuso un punto y aparte. Además, se estima que la crisis económica y humanitaria actual está empujando a entre 75 y 95 millones de personas a la pobreza en los países de menos recursos, un aumento sin precedentes. En consecuencia, la respuesta al sida se enfrenta a una fuerte presión, mientras que las comunidades que ya estaban en mayor riesgo de contraer el VIH se encuentran aún más vulnerables. 

La comunidad internacional debe, más que nunca, revitalizar económicamente la lucha contra el sida. En 2021, los recursos internacionales disponibles para el VIH fueron un 6% inferiores a los de 2010 y la respuesta al VIH en los países de bajos y medianos ingresos se sitúa en 8 mil millones de dólares por debajo de la cantidad necesaria para 2025. Pero todavía es posible alcanzar el objetivo: de hecho, poner fin al sida como problema de salud pública costará mucho menos dinero que no hacerlo.  

España debe formar parte de esa respuesta y atender las necesidades globales a través del Fondo Mundial que, de cara a la próxima Conferencia de Reposición de Fondos –que tendrá lugar en septiembre y será hospedada por los Estados Unidos– necesita recaudar 18.000 millones de dólares para luchar contra el sida y las otras pandemias durante los próximos tres años. España, que tras más de una década ausente volvió al Fondo Mundial en 2019 con 100 millones de euros, debe anunciar un desembolso de 180 millones, cumpliendo con el aumento de necesidades del organismo y acercándose al nivel de los países de su entorno.