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A los niños de Gaza no les da miedo que haya monstruos debajo de su cama, sino las bombas

Gaia Giletta

9 de junio de 2024 22:28 h

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Salir de Gaza nos llevó 31 horas. Dimos la vuelta una vez, cambiamos de dirección no sé cuántas veces, nos quedamos bloqueados con el coche entre los escombros, los sonidos de las explosiones y los vehículos militares que circulaban a toda velocidad por la polvorienta carretera al este de Rafah. Finalmente, atravesamos el muro de hormigón de nueve metros de altura y, a nosotros, trabajadores humanitarios extranjeros, sí se nos permitió pasar al otro lado.

Llegados a Jordania, en el hotel de Ammán, mientras desayunamos tres niños corren entre las mesas con magdalenas de chocolate en la mano. Los veo quitarse la ropa y saltar a la piscina, y el mordisco se detiene en mi garganta al pensar en los compañeros que dejé al otro lado del muro, donde las mañanas no huelen a magdalenas, sino que emanan el acre olor de la muerte y el hedor de la basura que se amontona entre las tiendas donde malviven cientos de miles de gazatíes.

En Gaza no te despiertas con el sabor dulce de un cruasán, no; en Gaza los niños se despiertan con el polvo de los bombardeos y con el sabor metálico de la sangre en la boca.

No puedo quitarme de la cabeza a esos niños que se pasan horas haciendo cola, bajo el sol, para conseguir un litro de agua. A los que he visto llegar a nuestros hospitales o clínicas mutilados, ensangrentados y aterrorizados. A los que, envueltos en sábanas blancas, inertes, se alinean en los patios cada mañana, una y otra vez, en una pesadilla interminable de la que nunca se despierta. Sus gritos llenan mis oídos y se imponen a las risas y zambullidas de los tres niños que tengo delante.

Pienso en Mahmud, que perdió a su madre, seis hermanos y una pierna. Venía todas las mañanas a la clínica de Médicos Sin Fronteras (MSF) a por medicación y apretaba los dientes con fuerza para no llorar, chocando orgulloso los cinco con el fisioterapeuta ante cualquier pequeño avance que lograba hacer. Pienso en Ameera, que es la única superviviente de su familia y cuyo terrible trauma le impide decir una sola palabra: la potencia de la explosión que alcanzó su hogar la arrojó a la casa de al lado, donde la encontraron horas después, bajo los escombros.

Pienso en los niños de nuestra clínica en Al Mawasi, que estaban dibujando drones y tanques, y que cuando una compañera les preguntó qué les provocaba más miedo, si esos drones o esos tanques, le dijeron sin dudarlo: las bombas.

Seguramente, la mayoría de los niños en un país como España o como Italia te dirían que aquello que les da más miedo es que pueda haber un monstruo debajo de su cama. Pero, como dice el escritor italiano Niccolò Ammaniti, “los monstruos no existen. Hay que tener miedo de los hombres, no de los monstruos”. Desgraciadamente, eso es algo que saben muy bien los niños de Gaza.

Me pregunto si en esta generación de huérfanos, amputados, traumatizados, el deseo de paz será más fuerte que el dolor, si alguna vez serán capaces de perdonarnos por lo que estamos dejando que ocurra, por arrebatarles todo, incluso la infancia.

Quiero pensar que serán capaces de conservar la conmovedora sensibilidad que el pueblo palestino me ha regalado en las últimas semanas: la atención, la acogida y la calidez de sus miradas, la generosidad que demuestran en cada pequeño gesto. Sin duda, todo este inmenso y desmesurado dolor que les están infringiendo no se lo pondrá fácil.