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ENTREVISTA | Ruth Chaparro

“Los indígenas wayúu de Colombia están en riesgo inminente de desaparecer por el hambre y la falta de agua”

Desde hace algún tiempo, los bolsos confeccionados por los indígenas wayúu inundan las tiendas de artesanías de la costa Caribe colombiana. Se reconocen fácilmente por sus colores vivos, sus estampados con formas geométricas y su acabado de croché, y se han convertido en uno de los complementos de moda para locales y turistas.

Ruth Chaparro, sin embargo, solo puede pensar en las manos que los cosen en la Guajira, al norte del país, a cambio de unos pequeños ingresos para sobrevivir. “Es muy fácil encontrar mochilas wayúu en cualquier lugar del mundo, hay una sobreoferta. Y que haya mochilas por todas partes es la señal de que la situación del pueblo wayúu es muy grave: cuanta más hambre tienen, más tejen. Tejen, tejen y tejen”, comenta en una entrevista con eldiario.es.

Nacida en Bogotá, lleva más de 30 años trabajando con pueblos originarios de Colombia. Su organización, Fundación Caminos de Identidad (FUCAI), que colabora con Manos Unidas, ha recibido esta semana el premio Bartolomé de la Casas, del Ministerio de Asuntos Exteriores, por su “constante trabajo de fortalecimiento de la identidad y la autonomía de los pueblos indígenas”.

Chaparro habla con elocuencia, un tono sereno que abandona cuando explica la “grave” desnutrición que amenaza al pueblo wayúu, el más numeroso del país. Entonces gesticula contrariada y se vuelve mucho más categórica. “Los indígenas wayúu están en riesgo inminente de desaparecer por necesidades básicas insatisfechas, por falta de agua y alimento”, alerta. 

Más de 5.000 niños han muerto de hambre

En los últimos cinco años, las autoridades indígenas calculan que más de 5.000 niños menores de dos años han muerto de hambre en la Guajira, un territorio rico en recursos como el gas y el petróleo y habitado desde hace siglos, en su mayoría, por la población wayúu. Un desierto a orillas del Mar Caribe donde hace más de seis años que no cae ni una gota.

“El cambio climático es una realidad. Antes, siempre llovía una o dos veces al año. La gente sembraba, producía lo que necesitaba para comer y sus hijos podían beber agua. Ahora, con la sequía, quedaron sin agua. Sin agua no hay alimento y sin alimento no hay vida”, argumenta Chaparro.

La desnutrición crónica afecta al 27,9% de los niños y niñas menores de cinco años de la región, según cifras de las ONG, más del doble que la media nacional. “Son niños que no levantan la mirada del suelo. Que no tienen uñas ni cabello. Que han perdido el 100% de la masa muscular. Niños que ya no lloran porque no tienen lágrimas, porque están totalmente deshidratados. Que ya no se quejan, porque cuando el dolor es extremo, ya no se siente”, describe. 

“Las mujeres tienen que amamantar a tres o cuatro hijos porque no hay comida. Y las embarazadas sufren niveles de desnutrición asombrosos. Tienen la piel reseca, el cabello destrozado. Su angustia es enorme porque si no beben agua, según su tradición, los niños pueden nacer con problemas”, prosigue la cooperante. Cuando los niños mueren, es el momento del 'movimiento de las mantas negras'. En un ritual de duelo colectivo,  las mujeres wayúu, vestidas de luto, lloran su muerte y protestan entre ataúdes que simbolizan las miles de vidas que se ha llevado el hambre en la Guajira.

Con su organización, Chaparro recorre el desierto en búsqueda de menores para tallarlos y pesarlos e ingresarlos si es necesario en un programa de recuperación basado en el tratamiento con Ekúlüü süpúla waín, que significa 'Alimento de vida'. Las mujeres de la comunidad tuestan y muelen las semillas de maíz y frijol, y los mezclan con hojas de moringa. El resultado, aseguran, es una multimezcla con un alto valor nutricional que provoca que los niños suban de peso con rapidez.

Es la única solución a corto plazo. “Denunciamos los casos a las autoridades. El sector público es más lento en su respuesta, así que si no hacemos algo muchos van a morir”, sostiene. Ahora, solo esperan poder tener acceso al agua para empezar a cultivar sus semillas y, así, regenerar el ecosistema que se ha secado y recuperar su soberanía alimentaria. También llevan a cabo formaciones con las autoridades indígenas para que conozcan y ejerzan sus derechos.

“Solo así no se genera mendicidad. El paternalismo es perverso. Tienen derecho a la tierra, al agua y a producir su propio alimento. Regalarles cosas no ayuda. A veces les mandan ropa vieja y para el frío, cuando es un clima cálido. O recolectan juguetes para los niños, o les instalan un panel solar. Si ellos piden agua, ¿por qué no les damos agua? No les demos lo que no nos están pidiendo”, reclama.

“Corrupción, racismo y desigualdad”

Pero detrás de esta falta del bien más básico está también la mano del hombre. Chaparro no duda y, además del cambio climático, apunta a las empresas extractivas de la zona como responsables de que varios arroyos del territorio se hayan secado. “Hay una gran extracción minera del carbón y hay estudios que demuestran cómo la empresa alteró las dinámicas del agua”, señala. 

“La Guajira no es pobre. Tiene hidrocarburos, energía eólica, sal. El PIB en la región subió muy por encima de la media nacional, sin embargo el 97% de las necesidades básicas están insatisfechas. ¿En manos de quién quedó esta riqueza?”, se pregunta. “Hay una corrupción administrativa muy dolorosa. Muchos dirigentes han sido investigados y están en la cárcel. Soñamos con que los corruptos se desmovilicen”, esgrime la cooperante.

Así, la sed y el hambre que amenazan a la árida Guajira son solo la punta del iceberg de lo que considera “décadas de exclusión” de los cerca de 300.000 wayúu que habitan en Colombia. “Están así por la corrupción, el racismo y la desigualdad. Las escuelas son prácticamente inexistentes. Muchas veces llegan a un hospital y como no tienen los papeles, no los atienden. Los turnos para que los reciban son vergonzosos, la atención no es bilingüe”, explica en referencia a la fuerte presencia de su lengua, el wayuunaiki. “Por eso prefieren morirse en la casa. Le tienen miedo al hospital, a cómo les atienden”, continúa.

“Deje que las yucas y las piñas hablen por mí”

FUCAI también trabaja con los pueblos ticuna y yagua en la Amazonía, en la frontera entre Brasil, Perú y Colombia. Se trata, explica Chaparro, de comunidades históricamente expoliadas en las que había comenzado a reinar el monocultivo. “A principios del siglo XX los convirtieron en esclavos para que el caucho llegara a Europa. Murieron 70.000 indígenas. Durante el conflicto entre Colombia y Perú, muchos fueron deportados y quemaron sus cultivos para que no tuvieran la tentación de regresar. Cuando regresaron solo pudieron recuperar pocas especies”, relata. También, dice, tenían problemas de desnutrición.

Ahora han logrado sembrar con ellos más de 190 especies amazónicas. Entre ellas, frutas de todo tipo, casi desconocidas para el resto del mundo, como el copoazú, el arazá o el camu-camu. “Quieren ir más allá de las palabras. Un anciano decía: 'Deje que las yucas y las piñas hablen por mí. Yo quiero un discurso que se pueda comer'. Volver a la tierra da fuerza y autoridad moral”, señala Chaparro. 

Además de recuperar las semillas y los suelos de la “exuberante” selva amazónica, promueven la cocina nativa. “No tienen que comprar nada porque todo lo produce la tierra. Viven de lo que siembran y es una cocina sana, variada y suficiente”, indica.

“El mayor logro es que tras 500 años sigan vivos”

En pleno proceso de construcción de paz tras los acuerdos entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, la aspiración de Chaparro es que los otros problemas del país puedan recibir la atención que se merecen. “El terrorismo se llevó toda la atención y todo el presupuesto, por eso no pudimos ver la corrupción, la desigualdad y la pobreza extrema. Ahora, estos problemas podrán pasar a un primer plano para poderlos resolver”, opina.

Desde su Constitución de 1991, Colombia se reconoce como un país con diversidad étnica y cultural. Desde entonces, para la cooperante, los logros han sido varios, sobre todo en relación al reconocimiento de derechos territoriales y a un Gobierno propio. “Es un paso importante, pero también un reto. Con todos los intereses que hay sobre esos territorios, la lucha debe ser permanente. Debemos estar alerta para que sean protegidos”, opina.

Sin embargo, a su juicio, el mayor logro de todos es “que después de más de 500 años sigan vivos”. Siglos después, dice, “no hemos aprendido la lección. La arrogancia de Occidente sigue intacta, en nombre del desarrollo se sigue arrasando con pueblos enteros”, recuerda. Y añade: “El logro también es que permanezcan con una visión distinta”. “Son culturas que no acumulan, que no producen toneladas de basura ni contaminan, que respetan a sus ancianos y dedican tiempo a sus hijos. No pueden desaparecer. En el fondo creo que incomodan porque nos están diciendo con su manera de vivir muchas cosas”, concluye.